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laciones, la amortizacion, los señoríos, la omnipotencia del clero; y los que por consecuencia de sus talentos naturales, de sus viajes, de sus estudios, de su patriotismo, de su nacimiento, tenian aspiraciones á que su país volviese á figurar noblemente en el concierto de las naciones progresivas é influyentes de Europa, y anhelaban que se implantasen y arraigaran en él las preciadas conquistas que eran el más alto timbre de la Gran Bretaña y de la Francia, así como la garantía y bienestar de sus ciudadanos.

Esta inevitable division produjo los fatales sacudimientos y las crueles convulsiones que agitaron el postrer reinado del absolutismo en la Península.

Mas, como los hábitos estaban tan encarnados, las raíces del árbol centenario que sombreó dos dinastías eran tan profundas, y los intereses creados á su sombra, tan cuantiosos y trascendentales, aunque se hundieron en la fosa los individuos que más simbolizaban el espíritu de los tiempos pasados, y que en su insensatez querian detener el raudo curso de los años y las ideas, ni los principios, ni los gérmenes, ni los móviles determinantes habian sido ahogados, ni era lógico esperar que sin reñir más porfiadas batallas en su campo de predileccion, arriaran bandera el absolutismo, la teocracia, el privilegio.

Y, en efecto, ¿cómo esperarlo de tan potente adalid, de tan obstinado adversario, de tan hábil

campeon? ¿Cómo esperarlo, siendo esta, de luengos siglos, la tierra clásica de su señorío, y combatiendo aquí privilegio, teocracia y absolutismo juntos, cuando separados, á duras penas, fueron vencidos por enemigos de más cuenta?

La teocracia, dominadora en Europa, árbitra de los príncipes y pesadilla del santo romano imperio, necesitó nada menos que la audacia y la energía de Felipe El Hermoso, y el cinismo sacrilego de Nogaret y de Colonna, para vengar en Bonifacio VIII la humillacion de Enrique IV: la indignidad de Anagni, en pago del desdoro de Canósa; requirió nada menos que la indomable voluntad de Enrique VIII, para cobrarse en Clemente VII de la vejacion de los Hohenstaufen y de Juan Sin Tierra; fué preciso toda la habilidad y la potente fibra de Cárlos V, Luis XIV, Cárlos III y Napoleon, para volver por el lustre de las coronas y la independencia del poder político de los reyes.

El absolutismo, lisonjeado con su pretendido origen de derecho divino, y santificado con la ceremonia originaria de los monarcas de Judá, que los hacía Ungidos del Señor, se olvidó por entero de ese pueblo que manifiesta en ocasiones con tanta energía la voluntad y el derecho humano, y llevó una leccion muy ruda en la persona de Cárlos Stuardo, á causa de atentar á los derechos de una nacion: leccion que se ha reproducido no pocas veces despues, aunque no siempre de un modo tan sangriento, ora en el desgraciado nieto de San Luis,

que pagó las culpas de sus abuelos, ora en Jacobo II, y en otras dinastías, por atentar al sagrado de la conciencia.

El privilegio, es decir, el beneficio, el honor, la garantía de los ménos, contra la excepcion, la injuria, la obligacion de los más, tambien recibió furioso embate de los vientos desencadenados por el cielo y las iras de un pueblo exasperado por la opresion, el hambre, el desgobierno, los despilfarros, las saturnales, las violaciones del derecho y de la justicia. El huracan arrebató toda una generacion, sobre la que vengó faltas, excesos y crímenes pasados; y trono, altar, sacerdotes, templos, instituciones, todo se hundió en el remolino, en el ardiente cráter que, á falta de la justicia del rey, abrió la justicia del pueblo, y esta terrible justicia, para el que lee en el libro de la historia, fué el inexorable azote de Dios.

Así, pues, la teocracia, el absolutismo y el privilegio estrecharon su lazo de union. Esos tres funestos elementos, verdugos de nuestra patria, fortificaron en sus postrimerías una concordia que tres siglos ántes se habia formado; y tomando pretexto de la sucesion al trono, un príncipe fanático y retrógrado fué la personificacion del odioso absolutismo de Felipe II, sin su génio ni su grandeza; un clero oscurantista y terrenal, encarnó las insensatas pretensiones de Gregorio VII, Nicolás I é. Inocencio III, sin sus virtudes, su elevacion de miras, ni

su sabiduría; y un señorío menudo y pequeño, egoista y parricida, sin los esplendores de Cataluña, ni el heroismo de Aragon, fué el teatro elegido para enarbolar el estandarte del privilegio, esos indignos fueros, que piden con redoblados clamores un Don Pedro IV y una definitiva jornada de Epila, ó un Don Felipe V que reserve á esos ingratos, á esos desleales, á esòs salvajes fratricidas, el destino reclamado para ellos por tanto duelo, tanta sangre, tanta vergüenza y barbarie, dignas de su negro pabellon.

La suerte, pues, de las armas, fué en aquella lucha de Siete Años la que siempre la Providencia reserva á toda idea progresiva. Es inevitable destino de toda idea más cadúca, más débil, más estéril, ser vencida por la idea más actual, más fuerte, más fecunda; y, como es idea más actual, más fuerte y más fecunda la idea liberal, la idea civilizadora, la idea de igualdad legal, que la idea teocrática, que la idea absolutista, que la idea del privilegio, de ahí es que, por ley de necesidad, la suerte de las armas fué adversa al pasado, á la rebelion, al cadáver que se pretendia galvanizar, y fué favorable á la idea más actual, á la idea más fuerte, á la idea más fecunda, á la idea nacional.

Pero desgraciadamente, en aquellos dias de convulsiones políticas no hubo la serenidad de espíritu necesaria para ver en los contendientes algo más que dos ejércitos, dos rivales à la corona, dos cam

pos; es decir, acaso no se tuvo la lucidez trascendental de comprender la energía persistente de las dos ideas, de los dos principios, de las dos civilizaciones; ó si se tuvo, no existió en los hombres de Estado la resolucion de combatir desesperadamente la tendencia retrógrada, ni la prevision altamente salvadora de comprender que con un adversario de condiciones tan excepcionales como la teocracia, el absolutismo y el privilegio, no eran posibles convenios, no cabian transacciones, no habia más que luchar hasta rendirle á discrecion; y una vez conseguido, estudiar con seriedad y ahínco las causas del antagonismo de ideas, los auxilios en que aquél buscaba apoyo, los elementos que le daban vida, y plantear los medios más eficaces para extirparlo de raíz y destruir todas sus afinidades.

No se hizo así; y abrigado en el seno el áspid, ni hubo necesidad que estallase la revolucion de Setiembre, con sus más ó ménos perturbaciones, ni tampoco que viniera el cantonalismo, con sus demencias, para que llamase á las puertas el absolutismo en el Principado, y castigada su audacia, pero áun contemplándole, reprodujera sus tentativas en la Rápita, cuando la honra nacional estaba empeñada en gloriosa guerra extranjera.

¿Cómo no habia de conspirar la odiosa hidra, si, aunque haya valerosas espadas para combatirla y vencerla, no se corta el árbol en la raíz, sino que á lo más se poda el ramaje de Guernica, para que

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