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ilustrados, ni podian ser de su gusto, porque eran de retroceso en la via de las reformas, tales como la suspension de las ventas de los bienes de manos muertas, la permision á los jesuitas espulsos de volver á España como particulares, el nombramiento de inquisidor general, las trabas de la imprenta y otras de índole parecida.

Aunque en lo económico tampoco hizo progresos, era mas disculpable por la dificultad de remediar con mano pronta en tales circunstancias, dado que hubiese habido inteligencia, eficacia y celo, el trastorno que en la administracion habia producido un sacudimiento tan general, con los dispendios que eran consiguientes. En cuanto á lo militar, que á la sazon se miraba como lo de mas urgencia, censuróse tambien á la Junta de tardía en las medidas que anunció como necesarias y como proyectadas en su manifiesto de 10 de noviembre, y principalmente la de mantener para la defensa de la patria una fuerza armada de quinientos mil infantes y cincuenta mil caballos, con otros recursos y medios vigorosos que decia era menester adoptar. Mas como en aquel tiempo se hubieran esperimentado ya contratiempos y desgracias, en vez de adelantos en la guerra, cúmplenos reanudar nuestra interrumpida narracion de las operaciones militares, y dar cuenta del estado de la lucha y de la situacion de los ejércitos.

Varios personages, y aun príncipes estrangeros
TOMO XXIV.

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habian solicitado, llevados de diferentes fines, venir á España á tomar parte en la guerra emprendida contra Napoleon. Entre ellos el general francés Dumouriez, convertido en aventurero y realista desde que se hizo tránsfuga de la revolucion de su patria: el conde de Artois, que despues fué Cárlos X.: el de Blacas, que pretendia á nombre de Luis XVIII., como gefe de la casa de Borbon, la corona de España, estinguida la rama de Felipe V.: el príncipe de Castelcicala, embajador del rey de las Dos Sicilias, que hacía iguales pretensiones en favor de su amo, y con tal insistencia que hubo de venir á Gibraltar el príncipe Leopoldo, hijo segundo de aquel monarca, en union con el duque de Orleans y otros emisarios, á proseguir y activar las pretensiones y manejos del embajador. Contestóse á cada cuál en términos dignos, y adecuados á lo que cada uno merecia, pero recusando los ofrecimientos ó las pretensiones de todos, de cuyas resultas volvió el de Sicilia á su tierra, y el de Orleans se encaminó á Lóndres. Lo único que el último consiguió fué que se esparciera por Sevilla la especie de que convendria una regencia, compuesta del príncipe Leopoldo, del arzobispo de Toledo cardenal de Borbon, y del conde del Montijo: idea que fué recibida y mirada con general menosprecio. Lo que se tentó por parte de los diputados españoles que estaban en Londres fué mover al gabinete de Rusia á que nos enviara socorros, pero el comisionado que fué con esta mision halló aquel gobierno poco dispuesto

todavía á mostrarse hostil á la Francia, y la tentativa no produjo resultado.

Otro auxilio, mas legítimo, como que era español, y por lo mismo destinado á ser mas positivo y eficaz, fué el que se buscó con mejor éxito, y se logró con esfuerzos verdaderamente estraordinarios y maravillosos, hasta el punto de realizarse lo que parecia y era mirado casi como un imposible. Hablamos de la vuelta á España de aquel ejército de mas de catorce mil hombres, mandado por el marqués de la Romana, que el lector recordará haber sido enviado años atrás por Napoleon al Norte de Europa, arrancándole artificiosamente de su patria y alejándole de ella para sus ulteriores fines. Allá se hallaban aquellas lucidas tropas, interpuestas entre el mar y los ejércitos imperiales, en las apartadas islas y regiones de Langeland, la Fionia, la Jutlandia y la Finlandia, vigiladas por el mariscal Bernadotte, incomunicadas con su patria, sin saber la insurreccion y las novedades que en ella habian ocurrido, y hasta separados y aislados entre sí unos de otros cuerpos. Solo habia llegado allá un despacho de Urquijo, como ministro del rey José, para que se reconociese y jurase á éste como rey de España. La notificacion de esta órden para su cumplimiento escitó ve hementes sospechas y produjo profundo disgusto en aquellos buenos españoles: salieron gritos contra Na poleon de algunos cuerpos, subleváronse otros, que fueron desarmados, redoblóse la vigilancia, fué nece

sario obedecer, y el mismo marqués de la Romana juró reconocimiento al nuevo rey, si bien hubo quien tuvo prevision y valor para espresar que lo hacía á condicion de que José hubiera subido al trono español sin oposicion del pueblo. En una cosa estaban todos acordes, que era en esperar calladamente á que se les deparase ocasion y medios de sacudir aquella opresion y volver á su querida España. No faltaba quien estudiara como proporcionárselos, aun reconociendo la dificultad y los riesgos de la empresa.

Habian ido á Lóndres é incorporádose con los diputados de Astúrias y Galicia los enviados por la junta de Sevilla don Juan Ruiz de Apodaca y don Adrian Jácome. Discurriendo todos cómo avisar y cómo sacar de su especie de cautiverio la division española de Dinamarca, acordaron enviar en un buque inglés al oficial de marina don Rafael Lobo. Aunque el gobierno británico habia hecho aproximar con el propio objeto á las islas danesas una parte de su escuadra del Norte, Lobo no pudo desembarcar, y quizá hubiera sido estéril su espedicion, sin una coincidencia que pareció providencial. Con intento ya de escaparse atravesaba aquellas aguas el oficial de voluntarios de Cataluña don José Antonio Fábregues en un barco que ajustó á unos pescadores: al divisar buques ingleses, obligó sable en mano á los pescadores á hacer rumbo hácia ellos; forzados se vieron á obedecer al intrépido español, no sin que éste se viera en peligro de ser por uno de los dos

asesinado. Déjasc comprender cuánta sería luego su alegría al encontrar en el buque á que logró arrimarse á su compatricio Lobo, y cuánta tambien la satisfaccion de éste al hallar quien le diera noticia y le pudiera servir de conducto seguro para corresponderse con los gefes españoles. Juntos, pues, discurrieron y acordaron el modo, aunque arriesgado siempre, teniendo que hacerlo Fábregues de noche y disfrazado, de ganar primero la costa de Langeland, donde estaba el gefe de su cuerpo, y después la isla de Fionia, donde se halla. ba el marqués de la Romana. Salióle bien la peligrosa aventura, y merced á esta combinacion de casualidades, ardides y rasgos patrióticos se informó el ejército español de Dinamarca de lo que en España habia acontecido.

Inflamados de amor patrio asi el caudillo como los oficiales, ya no pensaron sino en concertar los medios de venir á España, si bien teniendo el de la Romana que sobreponerse á los temores de la grave responsabilidad que sobre él recaería, si la empresa, difícil en sí, se desgraciaba, lo cual le hizo vacilar al pronto. Pero una vez resuelto, y convenido con los ingleses el modo de ejecutar el embarco, sospechando por otra parte que los franceses se habian apercibido del proyecto, aceleróse la operacion, apoderándose simultáneamente los de Langeland de toda la isla, y la Romana de la ciudad de Nyborg (9 de agosto), punto apropósito para embarcarse. Todo parecia ir bien, pero la

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