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Y, sin embargo, hasta el momento en que la Conferencia preliminar de la Paz elaboró un proyecto concreto de pacto de Sociedad de Naciones, todo ha sido vaguedad alrededor de esta idea. Pero en estos momentos trabajan ya los políticos y los diplomáticos por dar realidad a esa concepción; dejémosles discutir y transigir los prejuicios nacionales con el interés general, y consideremos nosotros la idea de una Sociedad de Naciones desde un punto de vista esencialmente jurídico. Creo que bien merece ocupar nuestra atención tema que en la actualidad ocupa la del mundo entero, por haberse proclamado constantemente esa organización como admirable finalidad de la vergonzosa, cuanto inhumana, lucha finalizada.

II

Mientras los combates se sucedían, interrumpidos tan sólo por los necesarios intervalos que habían de aumentar la intensidad de la lucha, un ideal brotó de poderosas mentes y hubo de hacer luz donde todo era tinieblas. La lucha era encarnizada, terrible, nunca vista; las pérdidas de hombres y dinero, fabulosas; el arrasamiento del suelo de los varios e infortunados países, total...; pero esta lucha había de ser, tenía que ser, la última; al final de ella todos los Estados habrían de unirse con una común finalidad: la de evitar toda guerra en lo futuro. Y este objetivo a conseguir en común sería consecuencia de otro más alto y grande que, por lo mismo, comprendía aquel, a saber: la realización en común del Derecho internacional. En una palabra, había de formarse una Sociedad de las Naciones que evitara la anarquía internacional. Y este ideal tan consolador hubo de reanimar a la pobre Humanidad en medio de tan horribles desgarraduras. A la vez ese ideal hubo de ofrecer materia de importantísimas reflexiones a los juristas internacionales.

El que después de la lucha titánica se trate de asociar a los Estados parece indicar que ellos no formaron hasta aquí sociedad.

Y, sin embargo, la Sociedad de las Naciones existe desde que hubo pueblos en la tierra, porque desde ese momento hubieron de relacionarse para cumplir sus fines, y hubieron, por lo tanto, de formar Sociedad. Mucho se ha discutido respecto al primitivo aislamiento, es decir, en cuanto al aislamiento en que hubie ron de vivir los pueblos del antiguo Oriente; pero si se ha podido demostrar la tendencia manifiesta de esos pueblos-sobre todo China-al aislamiento, no ha podido ningún investigador convencerse de que los grandes errores que esos pueblos profesaban respecto a la propia superioridad e inferioridad de los demás países, hayan llevado a aquellos, 'venciendo la oposición de la naturaleza, a un aisiamiento pleno. De China, el pueblo oriental primitivo que, entre todos ellos, con más intensidad hubo de tender al aislamiento y más tenaz había de mostrarse en esa tendencia, se ha hecho claro que no pudo por menos de mantener antiguas e importantes relaciones con otros pueblos. Con más motivo y más claramente se ha demostrado esto de Egipto, India, Persia, el pueblo Hebreo... Y si esto ocurrió en en los primitivos tiempos históricos, si el aislamiento de los primitivos pueblos orientales, al que tendían con todas sus fuerzas, animados de múltiples prejuicios y errores, no pudo ser más que muy relativo; si esto hubo de ocurrir en aquella época rudimentaria en que las necesidades de cada pueblo eran muy reducidas, muy semejantes, y cada uno en gran parte se bastaba a sí mismo, ¿qué decir de épocas posteriores, en que las necesidades de los pueblos, al progresar, habían de multiplicarse, como las de los individuos, y habían de diferir notablemente las unas de las otras, y cada pueblo había de encontrar su necesario complemento en los otros, por lo que todos no podrían por menos de acudir a la relación, a la asociación cada vez más intima, al cambio, en fin, recíprocamente provechoso...?

Aun en la Edad Antigua, Esparta quiere imitar a Oriente en cuanto al aislamiento, y pese a las leyes de Licurgo no consigue vivir en el aislamiento hermético. Atenas y Roma se relacionan estrechamente con los demás pueblos, aunque animadas por dife

rente espíritu. Llega la Edad Media, ese período histórico de renovación, nebuloso, oscuro, aunque no tan abominable y retrógado como ha querido presentársele, porque en él y durante él se incuban elementos de indiscutible importancia para el progreso de las relaciones internacionales, y vuelve a aparecer el aislamiento en los pueblos... El fraccionamiento de la soberanía, consecuencia del régimen feudal; la confusión de la propiedad con la soberanía, producen como efecto un total aislamiento entre los feudos y baronías, hasta el extremo de ignorarse a corta distancia su existencia. Los feudos no se relacionan, hasta se ignoran; tan sólo los nobles, los señores, por identidad de derechos e intereses, se relacionan; y la uniformidad de organización de la aristocracia medioeval, el carácter cosmopolita de la aristocracia feudal, en frase de Martens, produce la institución de la Caballería, institución cosmopolita por excelencia, mientras los comerciantes, comprendiendo sus comunes intereses, se relacionan y asocian a su vez. Fuera de las relaciones de los señores y de los comerciantes todo es aislamiento en la Edad Media...

Pero viene la Edad Moderna, el Renacimiento, se constituyen los modernos Estados, extensos y regidos por monarcas poderosos, se fomentan las relaciones entre los Estados constituídos, la diplomacia se regulariza porque se regularizan las relaciones internacionales, la navegación se traslada desde el Mediterráneo al Atlántico, se abren nuevas y más vías de comunicación, y como los Estados sienten la necesidad de relacionarse los unos con los otros, contraen estrechos vínculos y aparece su solidaridad de intereses morales, jurídicos, económicos, culturales, que se hace más densa conforme transcurre la Edad Moderna y que en nuestra época no deja lugar a ninguna duda.

La Historia nos lo demuestra pues. Los pueblos han necesitado de la sociedad, como los individuos, y han vivido siempre en sociedad. He aquí un hecho cierto, tangible históricamente: la sociedad de naciones o internacional. Esa sociedad exis

te; esa sociedad ha existido siempre. Y si los pueblos han necesitado de la sociedad para existir y desarrollarse ha sido no por razones contingentes, sino necesarias, deducidas de su naturaleza. Si los individuos no se bastan a sí mismos y necesitan de la sociedad para cumplir sus fines, lo mismo ocurre con los pueblos: a los pueblos les es tan indispensable vivir en sociedad como a los individuos. Los individuos no pueden desenvolver sus aptitudes físicas, intelectuales y morales si no es dentro de la sociedad; no pueden si no es por medio de la sociedad satisfacer sus necesidades, cumplir sus fines, los fines de su existencia. Pues algo análogo ocurre con los pueblos: ninguno se basta a sí mismo; por razones que se deducen de su misma naturaleza se ven impelidos a vivir en sociedad con los demás pueblos, para poder desenvolver en esa sociedad todas las esferas de su actividad, satisfacer sus necesidades y, en una palabra, cumplir los fines de su existencia. El individuo no puede cumplir sus fines sin los demás individuos; cada pueblo no puede cumplir los suyos sin los demás pueblos. Razones naturales impelen a todos los pueblos a vivir en sociedad y esas mismas razones se opusieron siempre al aislamiento internacional. Pero la Historia, para todos asequible, nos dispensa de todo otro razonamiento. La sociedad que forman las naciones ha sido y es un hecho, y un hecho que pudiéramos llamar natural. El insigne doctor Suárez expone la existencia de la sociedad internacional con estas palabras: «El género humano, aunque dividido en pueblos o reinos diversos, forma, sin embargo, un todo, no solo por la identidad de naturaleza, sino por los vínculos ciertos morales y políticos que unen a todos los pueblos y por el sentimiento de amor y piedad que se manifiesta en todos aún para con los extranjeros. Por lo cual, aunque cada pueblo constituya un cuerpo aparte, son todos ellos miembros colectivos de una Sociedad mucho más grande, constituída por el género humano entero. ¿Existe acaso una sola nación que se baste a sí misma, y que no necesite del auxilio y asistencia de las demás, ya para el aumento de su bienestar, ya para cumplir los deberes de justicia

que la comunidad con todas le impone?» (1). Estas autorizadísimas palabras vienen a confirmar nuestro aserto: es evidente la existencia de una sociedad natural entre las naciones.

Pero ¿dónde se vió una sociedad sin Derecho? Ubi societas ibi jus est. La sociedad es indispensable para el cumplimiento de los fines de la existencia, pero esos fines ni aun en la sociedad podrían cumplirse sin el Derecho. Las relaciones que, a la vez, son causa y efecto de la sociedad, cuando se refieren al cumplimiento de los fines de la vida se llaman jurídicas, pero esas relaciones no se harían ordenadamente efectivas, y los fines no se cumplirían, y se destruiría la sociedad, si para cada relación no hubiera su correspondiente regla de Derecho que la rija y regule. Para cada relación jurídica existe en la sociedad una regla de Derecho, nacida ya espontánea y claramente por virtud de la necesidad misma de la relación, ya determinada previamente por el Poder que gobierna la sociedad, pero regla que, indefectiblemente, ha de servir de norma en la relación de que se trate. Sin esas normas el desorden presidiría la realización de las relaciones jurídicas, de aquellas que se refieren a los fines del existir, y como la sociedad se constituye por esas relaciones, ella no podría permanecer. Y si esto ocurre en toda sociedad, si ninguna sociedad puede vivir sin Derecho, lo mismo acontece con la sociedad internacional. La sociedad internacional precisa para existir, como ha precisado siempre, un Derecho, que por regir las relaciones entre las Naciones o Estados nacionales ha sido llamado Internacional, y por su amplitud, de Gentes. Desde que los primitivos pueblos, aun deseando el aislamiento, hubieron de sentir la necesidad de relacionarse con los demás, de formar rudimentaria sociedad con ellos, hubieron también de sentir la necesidad imperiosa de Derecho que rigiera esa sociedad, y el Derecho internacional surgió. Derecho rudimentario, injusto, imperfecto como la sociedad para cuyo régimen se elaboraba,

(1) Véase E. Hinojosa, Jurisconsultos españoles, y A. Salcedo Ruiz, Benedicto XV y la Sociedad de las Naciones, en La Revista Quincenal (25 Febrero 1918).

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