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ceder á la acostumbrada jura del príncipe primogénito, que era otra de las leyes del reino.

Ya se considerará, pues, que con tan leales demandas y tan interesadas negativas el descontento debía ser general: los ánimos hervían, los corazones estaban próximos á estallar á fuerza de la comprimida cólera, alzábanse voces amenazadoras, murmuraban los nobles y el pueblo al verse desairados en sus Cortes y agraviados en sus leyes, y tanto más se esforzaba el país en proteger los derechos de D. Carlos de Viana, en cuanto veía que el desventurado príncipe no había cometido más crimen que el de tener una madrastra.

La mina estaba, pues, próxima á reventar. Sólo se necesitaba un acontecimiento, cualquiera que fuese, para hacer que estallara. La imprudencia y la temeridad de D. Juan II hicieron que este acontecimiento no se retardase.

Veamos lo que sucedió.

Disgustada tenía el castellano rey Enrique IV á su nobleza de Castilla, que formó una liga contra su monarca, invitando á entrar en ella á D. Juan II de Aragón. Este, á instancias de su suegro el almirante de Castilla, que era uno de los principales de la liga, se decidió á apoyarla, y entonces Enrique IV, para conjurar en parte el nublado que amenazaba descargar sobre su cabeza, solicitó la amistad del príncipe de Viana, á quien envió embajadores con este objeto. Parece ser que el príncipe dió oídos á esta embajada y que se trató su matrimonio con la infanta Isabel de Castilla, cuya mano ambicionaba D. Juan para su segundo hijo D. Fernando. Alarmado el almirante de Castilla ante el giro que tomaban los negocios, participó lo que pasaba á su hija, la mujer de D. Juan, la inexorable madrastra del príncipe, y ésta, llegando hasta la calumnia para salirse con la suya, incitó á su esposo á que pu

siera preso al de Viana, si no quería que éste, según le dijo, se uniese con el rey de Castilla para quitarle la corona de Aragón.

D. Juan, dominado por aquella mujer, por aquel ángel malo que el infierno parecía haber puesto á su lado, dió desgraciadamente oídos á sus sugestiones. Fué enviado á buscar el príncipe, que, abandonando á Barcelona, corrió á Lérida, donde estaba su padre, á quien creía hallar con los brazos abiertos para recibirle. Acababa el príncipe de llegar á Barcelona, después de haber ido en romería á Montserrat, cuando recibió de su padre la orden de presentarse en las Cortes que á la sazón se estaban celebrando en Lérida á los catalanes. Hízose la ilusión de que se le llamaba para ser jurado por heredero del trono; y por más que muchos de sus amigos y allegados procuraron infundirle recelos, diciendo que con ir allá ponía en peligro su vida, y aconsejándole que, para mayor seguridad, se escapase á Sicilia 6 Castilla, permaneció sordo á tales consejos y quiso de todas maneras obedecer el mandato paternal, aun cuando la necesidad le obligó á retardarlo por algunos días, por ser tal su pobreza que hubo de pedir á diversos pueblos de Cataluña que le suministrasen algunos dineros para poder emprender el viaje. Llegado á Lérida, y habiéndose presentado á D. Juan, éste le tendió hipócritamente la mano y le dió el ósculo de costumbre; mas luego le intimó la orden de darse á prisión. D. Carlos se echó entonces á los pies de su padre; rogóle que no quisiese proceder tan cruelmente contra su propia sangre, y le reconvino por semejante felonía, alegando la inviolabilidad de los que concurrían á las Cortes, y la salvaguardia y seguridad que gozaba, según los usajes y las constituciones, el vasallo que iba llamado por su señor y que había además recibido el ósculo de paz: todos estos ruegos y razones fueron en vano. D. Juan tenía resuel

ta la perdición de su primogénito, cuya existencia estorbaba los medros del otro hijo que había tenido en su segunda mujer, y por lo mismo se mantuvo inflexible, contentándose, por toda respuesta, con ordenar á algunos de sus más fieles servidores que se encargasen de la custodia del príncipe.

Es de advertir, para mayor inteligencia de lo que va á seguir, que la prisión de D. Carlos coincidió con la prórroga de las Cortes que estaba D. Juan celebrando en Lérida. Al tener noticia los diputados de aquel hecho inaudito; al saber que, pisoteando la ley y vulnerando pactos y palabras, se había atrevido D. Juan á prender al príncipe, que tranquilo pasara á Lérida fiado en el seguro de las Cortes, se exasperaron y decidieron acudir al derecho de prórroga.

El derecho de prórroga, fundado en una constitución de Cataluña, disponía que hasta seis horas después de cerradas las Cortes debían estar en todo su vigor y fuerza los derechos de los diputados y las inmunidades de los que á ellas concurrían; que hasta seis horas después del acto de despedida gozaban las Cortes, para cualquier acontecimiento imprevisto, de toda su fuerza y repre

sentación.

En vano los diputados quisieron hacer valer este derecho santo, pues que la ley lo concedía, á favor del prínci pe; en vano instaron, reclamaron y protestaron; en vano suplicaron al rey que les entregase la persona del príncipe, obligándose á guardarle como á prisionero de las Cortes: D. Juan, en su terquedad, no tuvo consideración á nada ni á nadie. Desoyó á los diputados y atropelló la ley.

A las reclamaciones de las Cortes catalanas vino á unirse una diputación de las Cortes aragonesas y luego una embajada de Barcelona. Inútil todo. El rey permaneció inflexible y duro. Ruegos, amenazas, súplicas,

ofertas, protestas, reflexiones, á todo se acudió y de todo se echó mano. D. Juan, haciendo de su resolución una coraza impenetrable, acabó por decir que no perdonaría jamás á su hijo y que maldecía la hora en que le había engendrado 1.

CAPÍTULO XIX.

Patriotismo catalán.-Palabras del rey dirigidas á los diputados catalanes.-Levantamiento nacional.-El rey devuelve su libertad al príncipe.—Entrada triunfal del príncipe en Barcelona.

(HASTA MARZO DE 1461.)

Prolongaría esta obra indefinidamente, si hubiese de darse minuciosa cuenta de los sucesos acaecidos durante este breve período de 1460 y 1461 en Cataluña. Lo haría, sin embargo, si no existiese la obra que en la última nota se acaba de citar. Tengo ya dicho otras veces que mi único objeto es popularizar la historia de Cataluña, deteniéndome en las épocas menos conocidas y describiendo sólo á grandes rasgos aquéllas en que, y ojalá fuesen todas, se han ejercitado ya y han escrito plumas ciertamente mejor cortadas que la mía, autores á quienes reconozco superiores en talento, si bien no crea que me superen en amor al país y en buena voluntad por las cosas de la tierra, como dicen hablando de Cataluña nuestros viejos cronicones.

1 Como esta época del príncipe de Viana es ya muy conocida, particularmente después de publicada la Cataluña vindicada, de D. Luis Cutchet, paso por alto muchos incidentes y remito á los lectores curiosos á dicha obra, donde se dan minuciosos y hasta ahora desconocidos detalles.

TOMO XIV

ΙΟ

La historia del príncipe de Viana, tan admirablemente contada por Quintana; tan concienzudamente escrita por Cutchet, que ocupa en escribirla todo un volumen; bosquejada también por el autor de estas líneas en otra obra, no puede ocupar aquí más que un espacio limitado. Y en verdad que es harto sensible, pues pocos ejemplos existen en la historia de las naciones, de un período en que tan alto rayen el patriotismo, la cordura, la dignidad y la excelencia de un pueblo. Es la de esta época una de las páginas más reconocidamente brillantes de nuestros anales.

Las Cortes, la diputación ó General, el Concejo de Ciento, las juntas ó consejos extraordinarios que fueron nombrados por razón de las circunstancias, las corporaciones y gremios, los particulares, todos rivalizaron en patriotismo, y de las actas de las sesiones celebradas por los cuerpos superiores, se puede extraer todo un completo tratado de la más sana y pura doctrina constitucional.

Asombra ciertamente ver á la diputación catalana mantenerse durante todo este período á una gran altura, patrocinadora del derecho y de la justicia, refrenadora del pueblo pronto á estallar, centro perenne y continuo de sabiduría, de pericia, de aplomo, de sensatez, de virtud y de toda clase de abnegaciones y sacrificios. A cuantos recursos humanos puede imaginarse se apeló antes que al de las armas. Sólo cuando todo fué desconocido, cuando la razón y la ley fueron pisoteadas por un monarca imprudente, cuando ya era un crimen sufrir por más tiempo tanta sinrazón y tanto desafuero, sólo entonces, los diputados catalanes, que con su prudencia sujetaban al pueblo impaciente por romper la valla, como sujeta la mano hábil y experta del jinete al fogoso corcel, sólo entonces soltaron las riendas y dieron el tradicional grito de ¡vía fora! A este grito, repetido de

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