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tivo de Doña Juana. Estas eran las instrucciones que tenían los legados del Papa.

Interin se concertaban los artículos de la concordia bajo esta base y la de que el duque de Anjou debía regresar á Francia, el aragonés, que había puesto sitio á la plaza de Cherca, seguía en el intento de apoderarse de ella, lo cual iba ya á conseguir cuando el legado del Papa se presentó á pedirle que dejase de combatirla. Hubo con este motivo serios disgustos, pues se aprovechó el duque de la suspensión de hostilidades para socorrer á los sitiados; pero, por fin, Cherca se entregó al legado y éste la puso en manos del aragonés, causando gran regocijo á nuestras armas por ser aquel castillo muy importante.

Dueño ya Alfonso de esta plaza, victoriosas sus armas por todas partes, triunfante su política, pactó tregua con el de Anjou, ínterin se estipulaba la concordia, y retiróse á Nápoles á gozar de su triunfo, mientras su enemigo Luis se dirigía precipitadamente á Roma para entenderse con el Papa.

CAPÍTULO X.

Enemigos del rey.--Disturbios en Castilla. -Falta de armonía entre D. Alfonso y la reina Juana.-Peligro del rey en el castillo capuano. -Acude Sforcia en auxilio de Juana.- Rota de las armas aragonesas á las puertas de Nápoles.-Sforcia se apodera de Nápoles.-Cortes en Barcelona.-Toma y saqueo de Nápoles por el rey.-Revoca Juana lo que otorgó en favor del rey.-Se pide al rey su regreso á estas tierras.-Toma de Ischia.-El infante D. Pedro, Jugarteniente. -Se embarca el rey para regresar á Cataluña.-Toma y saqueo de Marsella.- Muerte de Benedicto XIII.

(1422 Y 1423.)

Una falta grave cometió entonces Alfonso de Aragón: la de dormirse sobre sus laureles, creyéndose ya pacífico poseedor del reino de Nápoles, sin reparar, hasta que ya fué demasiado tarde, que los mismos que se le vendían como amigos iban secretamente preparando su ruina. El primer contrario poderoso que tenía el rey era el senescal Caracciolo, quien, como enemigo doméstico, podía hacerle más daño que los demás, ya por su influencia en el ánimo de la reina Juana, ya por ser el alma de las intrigas de la corte. Felipe María Visconti, duque de Milán, sin embargo de tener poderosos motivos para estar agradecido al rey, cuyas armas le habían dado el señorío de Génova, comenzó á trabajar contra él, gestionando cerca del Papa para la formación de una liga que tendía á combatir y arrojar de Italia al monarca aragonés. El Papa, por su parte, inclinado. siempre á Luis de Anjou, entraba de buen grado en estas intrigas, y no sólo favorecía secretamente á los enemigos de D. Alfonso y con su conducta les hacía cobrar

esperanzas y ánimo, sino que iba haciendo pasar con dilaciones al embajador aragonés, adormeciendo su vigilancia y retardando el cumplimiento de la concordia, para cuya terminación se había establecido la tregua. Por entonces fijaba el rey, con alguna inquietud, su atención en el reino castellano, donde tenían lugar grandes novedades y alteraciones. Sus hermanos, los infantes de Aragón D. Enrique y D. Juan, convertían con su ambición aquel país en teatro de discordias, aspirando D. Enrique á la mano de la infanta de Castilla, Doña Catalina, y contrariándole D. Juan en sus planes. Aspiraban los dos á tener influencia y preponderancia en aquel reino, y comenzaba á dibujarse entre ambos la figura de D. Álvaro de Luna, que había de acabar por ser el verdadero privado. Los disturbios que con este motivo se sucedían, rayaban ya en demasiado escándalo para que D. Alfonso permaneciese indiferente á ellos, y acaso hubiera intervenido si los acontecimientos de gran importancia acaecidos en Nápoles, cuando más tranquilo y seguro se creía, no hubieran reclamado toda su atención.

La intriga había andado ya tanto camino, y hallado tan fácil acceso en el corazón de la reina Juana, de carácter liviano y espíritu inconstante, que no tardó en sonar la hora de un rompimiento entre ella y D. Alfonso. Supeditada la reina por Caracciolo, que, según se dice, poseía, al par que la llave de su confianza, la de su corazón, se quejó de que el aragonés se hubiese hecho jurar fidelidad por las ciudades de Acerra, Aversa, Sorrento, Amalfi y algunas otras que se habían rebelado. contra ella, quejándose asimismo de que hubiera dado los empleos á sus hechuras y obrado en todo sin consultar nada con la soberana. Parece que Caracciolo dió también á entender á la reina que Alfonso trataba de encerrarla en un castillo.

En tal estado se hallaban las cosas, cuando el rey supo, por conducto de su embajador en Roma, cargo desempeñado entonces por su secretario Francisco Aviñó, varón eminentísimo y de altas prendas, que en la corte de Nápoles se había formado un complot para asesinarle, lo que le advertía para que anduviese precavido. Alarmado D. Alfonso, creyó dar un golpe decisivo llamando al senescal con un pretexto, poniéndole preso y dirigiéndose en seguida al castillo capuano, donde residía la reina, para darle cuenta de su conducta con Caracciolo, según unos; para ponerla presa á su vez, según otros. Sin embargo, por mucha prisa que el aragonés se diera, ya en el castillo de Capuana se tenía noticia de lo sucedido. Al llegar D. Alfonso á la fortaleza y atravesar el puente, se echó la compuerta de la torre y comenzaron desde la muralla á maltratarle á él y á su comitiva, arrojándoles piedras y ballestas. No por esto retrocedió el enojado y valiente monarca: abalanzóse á la puerta, espada en mano, seguido de los suyos; pero era empresa difícil, si no imposible, la que intentaba, y sólo consiguió ponerse en tan gran peligro, que en poco estuvo que no dejara allí la vida. Llovían en torno suyo los proyectiles; le mataron el caballo, y á él hubieran muerto en seguida si no acudiera prontamente á darle su celada el caballero Juan de Bardají, hijo del Berenguer de Bardají, juez de Caspe y justicia de Aragón. Sucumbió en este lance Álvaro de Garabito, que había sido bayle general de Aragón y era muy valiente caballero, y retiráronse muy mal heridos Juan de Bardají y Guillén Ramón de Moncada, después de haber visto caer á su lado á varios compañeros.

A la noticia de lo que pasaba, la ciudad toda se puso en armas; pero las medidas tomadas inmediatamente por D. Alfonso hicieron que el pueblo no se amotinase. La reina Juana, viendo que sus súbditos no se mo

vían, y viéndose encerrada en el castillo de Capuana, de donde no podía salir, mientras que los aragoneses eran dueños de los castillos Nuevo y del Ovo, envió emisarios á Sforcia para que acudiese á socorrerla. El año antes Sforcia, atraído por Braccio de Monteone, había ido á visitar á la reina y á D. Alfonso, y aun hay quien asegura que se pasó entonces á su servicio. Cuando estalló entre los dos reyes esta discordia, Sforcia se puso del lado de Juana y abrazó el partido de ésta, presentándose á las puertas de Nápoles con banderas desplegadas contra el aragonés.

Éste, que había tratado en vano de concordarse con la reina no obstante lo sucedido, sintióse en esta ocasion espoleado por su valor, y, sin consultar su prudencia, salió contra Sforcia. La refriega fué empeñada, pero no quiso esta vez la Providencia coronar con la victoria nuestras banderas. Rotos y vencidos los nuestros, perdieron 200 hombres de armas y 800 caballos, dejando el campo por el contrario y en poder de éste muchos prisioneros de cuenta, entre ellos D. Bernardo de Centellas, que fué el general que mandó la batalla; D. Ramón de Perellós; D. Fadrique Enríquez, hijo del almirante de Castilla; D. Ramón de Moncada; D. Juan de Bardají; el siciliano Juan de Veintemilla, y Jimén Pérez de Corella y Juan de Moncada, que se señalaron notablemente haciendo prodigios de valor.

Esta infeliz jornada, que las sombras de la noche interrumpieron, fué nuncio de otra no menos desgraciada que tuvo lugar al siguiente día en las calles de la ciudad, la cual acabó por quedar en poder del valiente Sforcia, retirándose los restos de nuestra hueste con su rey á los castillos Nuevo y del Ovo. No atreviéndose Sforcia á intentar ningún ataque contra estas fortalezas, se limitó á dejar buena guarnición en Nápoles y marchó con lo principal de su hueste sobre Aversa, cuya

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