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plaza le fué entregada por el gobernador Juan de Petusa, que ni siquiera procuró velar su traición ó su miedo con la honra de su resistencia.

En crítica y apurada situación quedó el rey, poco menos que sitiado en los dos castillos con la poca gente escapada á la matanza de los combates, pero no decayó su ánimo, pues esperaba de un momento á otro la armada catalana. Efectivamente, en Cortes celebradas por la reina Doña María á los catalanes en Barcelona (año 1422), se había mandado armar con toda prontitud una armada de 22 galeras y 8 naves gruesas, cuyo mando, como almirante, se confió al conde Ramón Folch de Cardona. Hallábase esta armada en Gaeta cuando aconteció la rota de Nápoles.

Los primeros refuerzos que acudieron al rey fueron de Sicilia, conducidos por Gilaberto de Centellas y Bernardo de Cabrera, y el 10 de Junio de 1423 tuvo el gozo de ver llegar la armada catalana y con ella la brava hueste que, mandada por el de Cardona, sólo esperaba el momento de vengar la afrenta sufrida por sus hermanos. No les escaseó ni les retardó el rey esta satisfacción. Nápoles se vió combatida y asaltada por tres partes distintas: por la de la marina, mandando las fuerzas el mismo rey en persona, y por dos lados de tierra, siendo jefes de las divisiones el infante D. Pedro, hermano del rey, y los condes de Cardona y de Pallars. Recia fué la batalla, y tanto más desesperada la resistencia, cuanto durante la noche del primer día de combate entró Sforcia en la ciudad para ponerse al frente de los suyos. Dos días se sostuvo Nápoles, durante los cuales no hubo un momento de tregua ni descanso para sitiados y sitiadores, corriendo por las calles mezclada, á ríos, la sangre de unos y de otros. Sforcia, que dió pruebas de un valor indomable, tuvo cuatro caballos muertos, y sólo cedió cuando los catalanes, de

seosos de acabar de una vez, prendieron fuego por todas partes á la plaza. Voló entonces Sforcia en auxilio de la reina, y sacándola del castillo de Capuana se la llevó á Aversa, mientras Nápoles era pasado á hierro, á sangre y á fuego, vengando los nuestros con esta espléndida jornada la derrota sufrida en aquel mismo lugar pocos días antes por sus compañeros.

Por brillante, sin embargo, que fuese esta victoria, estuvo lejos de dar todos los resultados apetecibles, á causa de la fuga de la reina. Alfonso comprendía bien que sólo podría realizar sus planes cuando tuviese en sus manos á la inconstante y voltaria princesa. En efecto, así que Juana se vió libre y salva en la ciudad de Nola, á donde había pasado desde Aversa, revocó la adopción que de D. Alfonso hiciera como hijo y dió por nulo cuanto éste había realizado. Tuvo esto lugar á 21 de Junio de 1423. Pero esto no bastaba á los anjoinos, que eran entonces consejeros de la reina, y consiguieron de ella, poco después, que adoptase por hijo y heredero al duque de Anjou, dándole el mismo título de duque de Calabria que dos años antes diera á D. Alfonso. Este, sin embargo, no hizo caso de las veleidades de Juana y siguió teniéndose, como antes, por heredero de la corona de Nápoles.

La armada catalana que, al mando del conde de Cardona, había pasado á Nápoles, llegando tan á tiempo para librar al rey de su crítica posición y cambiar la faz de las cosas, iba más que con la idea de empeñar al monarca en las cosas de Italia, con la de hacer que regresase á estos reinos, donde podía ser necesaria su presencia á causa de los asuntos de Castilla, cada vez más amenazadores y erizados de males y dificultades. Don Alfonso, á quien afectó, por otra parte, la prisión de su hermano D. Enrique, llevada á cabo entonces por el rey de Castilla, se dispuso á acceder á las peticiones de sus

TOMO XIV

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súbditos y á trasladarse á Cataluña y Aragón, pero sin por esto abandonar el reino de Nápoles, que miraba ya

como suyo.

Antes de partir quiso llevar á cabo alguna acción notable y bastante por sí sola á dar suficiente gloria á las banderas aragonesas para, durante algún tiempo al menos, contrabalancear el influjo de la liga formada por el Papa, el duque de Anjou y la reina Juana. Así es que aceptó la propuesta que se le hizo de ir á combatir la isla y fuerte de Ischia, donde existían dos parcialidades, una de las cuales ofreció declararse por él en cuanto se presentase. Tuvo esta empresa un felicísimo resultado. La armada real, partiendo de improviso y aceleradamente, llegó á Ischia en ocasión. de hallarse descuidados los anjoinos, y cayeron los aragoneses sobre la ciudad, animados por el ejemplo de su rey, que más se portó como soldado que como capitán, poniendo muy en peligro su vida. Tomada la ciudad por combate, dióse á partido el castillo, y, después de haber dejado fuerte guarnición, regresó D. Alfonso á Nápoles á fin de disponer lo conveniente antes de emprender su viaje de regreso á estos reinos.

Encomendó á su hermano el infante D. Pedro la lugartenencia del reino de Nápoles; pero queriendo al mismo tiempo dejar á su lado un general experto y valiente, envió á buscar á Braccio de Monteone, que á la sazón tenía su campo sobre la ciudad de Aquila, á la cual había puesto estrecho sitio. Braccio no quiso abandonar el cerco, que estaba destinado á serle fatal, pues en él murió, y, antes que partir él, prefirió enviar al monarca sus cuatro mejores capitanes: Jacobo Caldora, Bernaldino Ubaldino, Henrico Malatacca y Orso Ursino. Estos capitanes llegaron cerca del rey, con sus compañías, el 1.o de Octubre, y pareciéndole á aquél que con

esta gente y la demás que dejaba al servicio del infante D. Pedro había la bastante para poder resistir á cualquier ofensa hasta que volviese la armada, decidió partir en dirección á Cataluña.

Estaba ya el rey á punto de hacerse á la vela, cuando el duque de Anjou y Sforcia movieron su campo saliendo de Aversa y dirigiéndose á Nápoles. Llegaron á su marina amenazando la ciudad, y D. Alfonso mandó salir su gente por tierra al encuentro de los enemigos, mientras él con su armada iba á ponerse á la boca del río. Hay quien dice que se siguió una recia escaramuza en que los nuestros fueron rotos y vencidos; pero los más de los autores callan esta circunstancia, diciendo sólo que hubo entre los dos campos varios combates, acabando por retirarse otra vez el duque de Anjou á Aversa y marchándose entonces el rey á Gaeta, en donde dejó por gobernador á D. Antonio de Luna, hijo de D. Artal, conde de Calatabelota.

Mediado iba ya el mes de Octubre, cuando con 18 galeras y 12 naves comenzó á cruzar D. Alfonso las aguas de ese Mediterráneo, constante teatro de victorias. para las galeras catalanas, deteniéndose primeramente en Pisa, donde fué recibido y festejado por los florentinos, y dirigiéndose luego á las islas Pomegas, situadas delante de Marsella, con intento de entrar en esta ciudad y apoderarse de su puerto, uno de los más importantes del Mediterráneo y principal fuerza del duque de Anjou. Atrevido era el proyecto, temeraria casi la empresa, pero demasiado seductora, por otra parte, para que dejase de intentarla un monarca de ánimo emprendedor y esforzado, á quien ni rendían las fatigas ni arredraban los peligros.

Desembarcando parte de su gente, fué con ella Don Alfonso á embestir por tierra una torre que defendía la entrada del puerto; y aun cuando los que la guarnecían

opusieron al principio valerosa resistencia, viendo, al cabo, que los enemigos iban á incendiarla, diéronse á partido, y, soltando las armas, ofrecieron entregarse luego que fuese ganada la ciudad. Entre tanto, se hallaba empeñado Juan de Corbera en forzar con algunas galeras la boca del puerto, rompiendo la cadena que lo cerraba; y como acudieron los marselleses á defenderla con ardimiento, trabóse en aquel sitio un porfiado combate. Los que habían desembarcado, después de haber obligado á capitular á los defensores de la torre, lograron penetrar en el muelle; saltaron de allí á una nave que encontraron desarmada, y, armándola como mejor pudieron, abordaron con ella á otras dos que estaban cerca, haciéndose dueños de ellas, y así sucesivamente consiguieron apoderarse de cuantas había en el puerto. Con esto se hizo ya imposible defender la entrada, y, rota la cadena, las galeras de Cataluña anclaron triunfantes en aquellas aguas. Sin embargo, faltaba todavía apoderarse de la ciudad y estaba ya anocheciendo. El conde de Cardona era de parecer que se esperase el día siguiente, para no tener que pelear en la oscuridad de la noche; pero prevaleció en el ánimo del rey el consejo de Juan de Corbera, que no quería dar tregua al enemigo para que pudiese rehacerse y recibir refuerzos. Emprendióse, pues, desde luego el ataque. Los marselleses se defendieron con bizarría desde sus murallas y baluartes, y, cuando no pudieron sostenerse en ellas, se resistieron desde sus casas arrojando contra el enemigo todo género de proyectiles; pero las tropas de D. Alfonso comenzaron á prender fuego á sus edificios, y así acabaron de desalojar de la ciudad á sus defensores. Esta fué entonces entregada al más espantoso saqueo, y, saqueada é incendiada, la abandonó el rey desde luego, dejando en los anales de Marsella, como fecha de triste recordación, la del 19 de Noviembre de 1423. Distinguiéronse

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