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odio de los naturales á aquellos extranjeros que de auxiliares temían no se convirtiesen en amos, son causas que humanamente explican tan sangrienta derrota.

Quince días después de ella un fúnebre acompañamiento compuesto de una multitud de caballeros enlutados, de los comendadores de la orden de San Juan, y de los canónigos reglares de Santa Cristina que, colocados en la cima de los Pirineos, hacían en aquel siglo con los peregrinos lo que hoy los monjes del monte San Bernardo con los viajeros de los Alpes, engrosado sucesivamente en su larga marcha desde Francia, cruzaba por el árido llano de Sijena, escoltando ocho ataúdes, y desfilaba por la sombría puerta que había de dar perpetua morada á aquellos cuerpos poco antes tan llenos de vida. Tiñéronse los severos arcos con la rojiza luz de las antorchas, y resonaron con los melancólicos cantos de vírgenes y acompañantes mezclados con algún sollozo; los unos lloraban á su rey y las calamidades que su muerte había de traer al reino, las otras al hijo de su fundadora, y la pérdida de algún deudo ó hermano. Los caballeros hallaron tumba en el atrio ya descrito; el monarca fué á ocupar el único nicho que quedaba vacío entre sus hermanas y su madre que no debían esperarle tan pronto ni con motivo tan des graciado. Aquellas exequias fueron las últimas; ningunos sufragios particulares por el alma de D. Pedro recordaron en lo sucesivo el tremendo aniversario; y esta omisión singular, tratándose de tal personaje, será puramente casual, ó hija de un siniestro pensamiento de anatema y reprobación contra el auxiliador de los albigenses? Sin embargo una inscripción enfática de la cual aún se conservan palabras, ciñó cual orla el arco de su sepulcro, y en ella se le llama flor de los reyes, honor del reino, esplendor de la tierra, adorno del mundo, soberano liberal, y el más llorado y plañido de todos (1). En 1565 y en 1626 se

(1) En un antiguo manuscrito vimos aunque mal copiados los versos Iconinos

removió la pesada losa que le cubre (1), y según un autor contemporáneo, el cadáver se conservaba entero, con la boca. abierta, mostrando aún su alta estatura, la dureza de su semblante, y en el costado izquierdo la ancha herida por la cual exhaló el generoso aliento.

Para descansar de tan lúgubres emociones, el último nicho más cercano al altar no ofrece sino recuerdos de virtud y de abnegación, de contemplación y de reposo celestial. En aquel rincón duerme aquella cuyo poderoso celo hizo brotar como del seno de la laguna el suntuoso monasterio, rodeada de los hijos de sus entrañas y de las hijas de su adopción cuya religiosa descendencia se ha continuado por tantos siglos. Murió seis años después que la condesa de Tolosa, y cinco antes que el rey D. Pedro, de quien se conserva una sentida carta al conde de Provenza su hermano, participándole el fallecimiento de su madre en Sijena, y su entierro en la capilla de S. Pedro. No siempre aquel sepulcro estuvo, como en el día, desnudo de toda memoria y distinción; dos siglos hace que se veían aún pintadas en él, desde los tiempos de la priora Doña Osenda de Lizana, la efigie de la fundadora, y los pasajes de su vida, y su alma llevada por dos ángeles al cielo. Si el tiempo y los indiscretos embadurnamientos han hecho desaparecer aquellas antiquísimas pinturas, no es que haya dejado de ser el sepulcro uno de los

de dicho epitafio, del cual aún se leen con trabajo algunos fragmentos en el sepulcro mismo. Transcribimos sólo los que forman sentido completo:

Hæc regum florem Petrum petra claudit, honorem
Regni, splendorem terræ, mundique decorem,

Largum rectorem, planctu doloque priorem.

(1) En 1565 fué para mostrarlo al arzobispo de Zaragoza D). Fernando de Aragón, quien dió cuenta á Felipe II del estado de conservación del cadáver, y el monarca envió un pintor, dicen que portugués, para sacar el retrato, cuyo paradero se ignora; en 1626 se enseñó á Felipe IV en persona, el cual hizo sacar de la tumba algo más, es decir, la espada del vencedor de las Navas y vencido en Muret, que igualmente se ha perdido. Conócese que no discrepaban menos en criterio arqueológico que en otras prendas de ilustración y carácter los dos Felipes.

más preciosos tesoros para las religiosas, altar de oraciones, y estímulo de virtudes: en años de necesidad extrema, en que la comunidad temiendo por sí misma interrumpía sus limosnas, asegura la tradición que se le ha visto sudar sangre, como si les reprendiera por su dureza ó por su harta previsión aquella cuyas manos nunca estuvieron cerradas para el bien; las religiosas rinden á Doña Sancha un culto mezclado de gratitud y reverencia santa; y en las solemnes y raras ocasiones en que se levanta la losa, nunca contemplan sin lágrimas de devoción el cadáver todavía acartonado que conserva su larga y rubia cabellera.

Después de la tumba de la fundadora, buscan los ojos la portentosa imagen que dió origen á la fundación. Ábrense las grandes puertas que cierran el coro situado al nivel de la iglesia, y á los piés de su nave principal; y en un altarcito lateral se venera á la antiquísima Virgen de Sijena, pequeña efigie ennegrecida por los siglos (1), que trocó su humilde altar de parroquia por una morada regia, y sus adoradores aldeanos por monarcas y princesas, viendo pasar inmóvil desde allí durante tantas generaciones á la flor de la nobleza de Aragón consagrada á su servicio. Solemne y majestuosa liturgia hizo su asiento en aquel coro: la armonía y gravedad en el canto, el número de cantoras, los sobrepellices de ricas y delicadas telas, los grandes cetros de plata que empuñan al entonar los himnos y salmos, la solemnidad en cantar los evangelios, la majestad en ofrecer incienso al Altísimo, son tradiciones y ceremonias dignas de una metrópoli venerable. Y á ellas corresponde el primor de la sillería, que escultores seguramente del siglo xv adornaron de elegantes ojivas en los respaldos y de caprichosos follajes y figuras en las ménsulas divisorias que aguantan la cornisa en forma de dosel.

(1) Es de madera, de traza bizantina, de semblante apacible, y con corona en la frente: el traje ceñido al talle está salpicado de flores de lis. El niño Jesús, sentado en las rodillas de su Madre, que le ofrece una flor, con una mano bendice y con otra sostiene un libro donde se lee: Ego sum lux mundi. En los brazos y tarima de la silla, que sirve de trono á la imagen, se advierten con los blasones de la casa real los de Luna y de Urrea.

y

dichos asienel otro,

Mas el realce principal está en el hábito de las que tos ocupan, diez y ocho por un lado y diez y seis por hábito que á la modestia y sencillez religiosa reune la elegancia cortesana; una especie de concha sujeta sobre la frente la blanca ahuecada toca, desciende hasta la mitad del cuerpo un justillo negro ajustado á la cintura, prendido con una cruz sobre el pecho, y bastante entreabierto para dejar ver la bien plegada camisa; negra es la túnica, y negro el manto que en los actos solemnes revisten, y que bajando en graciosos pliegues de sus espaldas y de sus brazos hasta arrastrar por el suelo en forma de cola, ostenta sobre el hombro la blanca cruz de Malta. Una tau que reemplaza á la cruz es lo único que distingue á las religiosas conversas, llamadas con este motivo medias cruces, cuya cuna, ya que no aristocrática, suele pertenecer siquiera á una honrada medianía. Un traje no menos lindo, pero más apropiado á su edad y candor usaban las niñas educandas, ó «escolaras que crecían dentro de aquel santo recinto para acostumbrarse desde muy temprano á la soledad, ó para fortalecerse contra los peligros del mundo en que iban á brillar.

Aquel hábito que realza unos rostros bellos por lo común y delicados, y que remonta la imaginación hasta el siglo XII en el que constituiría, al menos en la forma, el traje habitual de las damas, guarda armonía con la antigüedad del edificio; y al verlo deslizarse con la graciosa ligereza de la juventud ó la pausada solemnidad de los años por aquellas puertas bajas y sombrías, por las escaleras medio arruinadas, por el lóbrego y dilatado claustro, no cree uno estar contemplando lo pasado, sino que ha retrocedido lo presente. Sin embargo, el edificio dista mucho de la elegancia de sus moradoras; las habitaciones son espaciosas, pero faltas de adorno y de risueño aspecto; el claustro, aunque bizantino, se ve desfigurado por las capillas construídas posteriormente al rededor, cerrado con claraboyas que sólo abren paso á una luz enfermiza, y por fuera revestido de ladrillos cuyos arcos dejan ver los antiguos de piedra, tan sencillos y

hasta rudos como todo lo restante. Pero ni el poeta recorre aquel claustro sin emoción, ni sin fruto el anticuario: aquí llama su atención un altar gótico de la Virgen, allí otra gótica capilla en que se ven pintados distintos milagros de las santas formas; más allá una campana en la cual se lee MCCCXCII, y á cuya extraña forma va unida una más extraña tradición, suponiendo que en su metal está fundido uno de los treinta dineros que fueron el precio de la traición de Judas; y arrinconada en un aposento contiguo una silla colosal y antiquísima, sin duda la prioral de la primitiva sillería del coro, á juzgar por las pinturas de sus brazos y de su respaldo, que consisten en figuras de santos, en escudos con barras negras y flores de lis, y en un grupo de tres monjas que sostienen un gremial sembrado de las mismas flores, y dos niñas escolanas.

De cuantas habitaciones y dependencias rodean la planta baja del claustro, testimonios de la primitiva vida común, ninguna iguala á la sala capitular, las hay más vastas como el refectorio, no empero tan notables. Cinco arcos, bajos respecto de su anchura y levemente apuntados, sostienen la plana techumbre, puesto que de bóvedas carece, y dividen en seis compartimientos la estancia, que recibe la luz del claustro por angostas ventanas y por doble ingreso, guarnecido, un tiempo, de columnitas. Una gruesa viga magníficamente labrada enfila, de un extremo á otro de la sala, el vértice de los arcos, partiendo por mitad los ricos artesonados, que si ya oscurecidos por el tiempo, apenas brillan con reflejos de oro y con vívidos colores, conservan la gracia de sus exquisitos arabescos. Todo lo que de pared se descubre en las enjutas de los arcos, lo llenaron, por una y otra cara, desconocidos artistas con pasajes del antiguo Testamento, dentro de orlas de caprichosas grecas, representando en cada espacio la creación de nuestros primeros padres, su tentación en el paraíso, su caída y su castigo, con otras muchas historias de Abel, Noé, Isaac y Moisés; en el íntrados de los mismos pintaron, figura por figura, la serie de los ascendientes de

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