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nuevos vestigios en otro ángulo del monasterio junto al ábside de la iglesia, donde tres ventanas partidas por una columna recuerdan el estilo del siglo xv y la memoria del papa Luna, cuyas insignias pontificales y blasones de familia marcan la obra de su munificencia.

Frente al pilar de donde colgaba el fúnebre aldabón exclusivamente destinado á anunciar la agonía del religioso con sus tres fatídicos golpes (1), despliégase majestuosa en dos ramales la escalera principal, sostenida toda por arcos y cobijada por linda bóveda de crucería. Bellísimos son los efectos de óptica producidos por aquel conjunto de ángulos y revueltas, y más cuando de noche una oscilante luz triplica las dimensiones en sí colosales de la escalera, que apenas hallaría rival en su línea, si á la disposición y grandiosidad de la forma correspondiesen la preciosidad de la materia y el adorno de los detalles. Ni fué esta la única obra que legó al monasterio el siglo XVI; también adornó en 1584 con esmaltada crucería la octógona cúpula de una pieza cuadrada, cuyo uso no alcanza á explicar la sentencia del Apocalipsis inscrita en su friso (2). Ramifícanse por aquel lado numerosos y dilatados corredores cuya moderna regularidad no excluye cierta magnificencia; y alegran las vacías celdas vistosas galerías, que si bien miradas desde la huerta ofrecen poco grata uniformidad, permitían al cenobita espaciar los ojos por el azul de los cielos y las maravillas de la naturaleza.

(1) Estos tres golpes dados á compás con que se convocaba á la comunidad en torno del lecho de la agonía, eran una imitación de los que, según tradición muy vulgarizada entre los cistercienses, solían oirse sobrenaturalmente en las celdas de los moribundos, y se llamaban los golpes de San Benito. Sobre el aldabón se leían estos rudos pero poéticos versos:

Hic cum quis moritur, ad me currendo venitur:

Et me clangente turbantur corda repente.
Signa fero mortis, et sum prænuntia luctus:

Jam hic cur teneor vos bene scire reor.

(2) Son las palabras dlrigidas al Ángel de Efeso que oyó San Juan: Memor esto unde excideris et age pænitentiam, et prima opera fac: sin autem, veniam tibi cito, et movebo candelabrum tuum. Apocal. secundo. Y continúa la inscripción: Dominus Sanctius Ferdinandus abbas, anno 1584.

Y cierto que sin salvar la cerca de su mansión solitaria, hallaba el monje de Piedra materia bastante para elevar el alma y

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sorprender los sentidos. En su vasta huerta cercada de peñascos logró encerrar y hacer propiedad suya imponentes cascadas, umbrías cuevas, rarísimas petrificaciones. ¿Qué valen los ingeniosos surtidores en los jardines re

gios, las fuentes por subterráneos caños importadas, las tazas de

alabastro, las artificiales grutas revestidas de estalactitas ó de mariscos? ¿Qué valen ante el río, que exento de sujeción y tor

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tura, bulle, se precipita, esmérase en superar con sus espontáneos juegos los caprichos é invenciones del hombre, ora desplomándose en gruesos chorros dentro del cultivado barranco, ora

batiendo de roca en roca sus cristalinos raudales? Analizad estas rocas, penetrad en las cavidades medio ocultas entre la yedra; pero en el conjunto de plantas, raíces y de toda clase de objetos reducidos á sonoros fósiles, no veis la muestra de un mundo antediluviano, sino la mágica virtud de las aguas del Piedra, que mintiendo en breves días la acción de largos siglos, envuelven en terrosas capas cuanto á su paso encuentran ó somete á su influjo el curioso naturalista: así los personajes y las instituciones truecan á su muerte la vida real por la vida histórica, y pierden al cabo su forma bajo el cúmulo de prevenciones y juicios encontrados que en ellos va deponiendo la corriente de los siglos. Agita incesantemente los aires la voz de las cascadas, y su rumor solemne no ha alterado un punto su uniforme nota en tantos miles de años en que ni una sola gota de agua ha descrito dos veces el camino: así las generaciones pasajeras como las aguas, así la humanidad invariablemente, renovada como el ruido; así, remontándose más arriba la cautiva mente, concibe la coexistencia del tiempo con la eternidad.

Sin embargo, no es más que un riachuelo el que encierra tan portentosa eficacia, el que tan magníficos espectáculos produce; á tal punto llegan la fuerza y poderío del líquido elemento. Contigua al monasterio y en el borde de un precipicio blanquea la cuadrada ermita de Nuestra Señora de la Blanca ó de los

Argadiles, que desde su renovación en 1755 apenas se recomienda sino por el carácter puro é interesantes detalles de su gótico retablo (1). Ante su umbral discurre mansamente el Pie

(1) Sus pinturas más que por el mérito absoluto interesan por su antigüedad y por las particularidades que ofrecen. El cuadro del centro representa á la Virgen ofreciendo una flor á San Bernardo, y al niño Jesús con un pajarito en la mano y rodeado de ángeles que le presentan pájaros y flores. En las comparticiones laterales se ve á un lado el descendimiento de la cruz, la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu Santo; y al otro la anunciación, la adoración de los reyes, la purificación y la muerte de la Virgen. En este último pasaje figuran en torno del lecho varios apóstoles con sendos libros, leyendo uno el Venite exultemus, otro el Dixit Dominus Domino meo, y otro la Salve Regina; entre resplandores y en medio de dos ángeles se aparece á la moribunda Señora un hombre aún joven con vesti

dra á la sombra de los fresnos, bien ageno aún en su oscuridad tranquila de las estrepitosas vicisitudes que han de dar agitación y celebridad á su humilde corriente. Desde allí ambicioso se divi

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dura blanca y un niño en los brazos, que no puede representar sino á San José, idea en este caso dulce y tierna la de pintar al Esposo consolando la agonía de su santísima Esposa, y sorprendente además para el que no ignore que el culto del santo Patriarca no principió antes del siglo xvi. El remate triangular del retablo presenta el juicio final, y el basamento dos santos tendidos que son San Benito y San Bernardo. Algunas figuras como las del relicario llevan letras árabes en las orlas de los vestidos.

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