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pulosas y aseadas villas de su tierra; maldeciría sus penosas cuestas y su áspera situación, por más que ésta favorezca desde afuera á lo pintoresco de la perspectiva, y desde adentro á la extensión y variedad de su horizonte; y al vagar por sus tortuosas calles, no osaría levantar los ojos del sucio y mal empedrado pavimento para fijarlos en los graciosos restos de tapiada ventana, ó en la labrada torre que descuella aérea por cima de sombríos tejados. Para éste calles á cordel, anchas aceras, frontis pintados, largas filas de balcones una sobre otra, pulidas tiendas, rutilantes cafés, y demás dijes de nuestra civilización, cuya falta no quedaría á sus ojos compensada con toda la abundancia de antiguallas y monumentos. En vano además buscaría en estos que nos ocupan, aun suponiendo la mejor voluntad, aquella grandiosidad y perfección que, auxiliadas de una conservación esmerada y de popular nombradía, triunfan á primera vista del más helado positivismo, ni saborearía en su contemplación aquellos encantos que bien que procedentes de formas materiales se perciben por el alma más bien que por los sentidos, si no los vivifica la imaginación, ó si no los ha educado en el sentimiento de la verdadera belleza un profundo estudio del

arte.

Y sin embargo ¡cuántos tesoros artísticos, cuánto aroma poético no encierran aquellas doce ciudades que esmaltan el suelo aragonés con su capital en el centro, como los dorados florones que en torno de otro mayor adornan la crucería de la mayor parte de sus iglesias! Todas ceñidas de antiguos muros ó mostrando sus restos desmoronados, recuerdan su esfuerzo y su importancia; todas desparramadas por la vertiente de una colina, asentadas sobre altura, ó anidadas en un barranco, ostentan en su cúspide, en vez del temido castillo feudal, la mole protectora de su catedral ó colegiata, como colocadas bajo el dominio y amparo de la religión. Tienen fuertes en las alturas cual vigilantes centinelas contra incursiones enemigas, ó último refugio de sus moradores en trances desesperados; tienen alcá

zares que recuerdan festejos, cortes, entrevistas y enlaces de reyes, ó voluptuosos placeres y sangrienta conquista bajo el nombre arábigo de azudas; recuerdan el celo y piedad de los conquistadores la antigüedad y número de parroquias, como el de conventos la piedad de sus sucesores; fueros y libertades recuerdan las severas casas municipales; comercio pujante y antiquísimas ferias, los mercados cercados de pórticos; ilustres solares y encarnizados bandos, los fuertes y sombríos casales marcados con su escudo de piedra. Todas en fin tienen un río que, después de besar sus muros ó atravesar su recinto, enlazando su nombre con el de la ciudad, pasa cual genio amigo á derramar fecundidad y vida por su deliciosa huerta. La vieja Fraga se mira en las aguas del indómito Cinca, y extiende á lo largo de las márgenes el manto de verdor con que adorna su desnudez y pobreza; Barbastro, en el fondo de ameno valle, aunque en rápido declive, recibe en su seno al pequeño Vero más rico de puentes que de agua; y no menos pobres el Flumen y el Isuela fecundizan el llano ó adornan las alamedas, por entre las cuales la monumental Huesca cercada de santuarios y recuerdos, levanta al cielo sus torres, destacando sobre un pintoresco fondo de quebradas montañas. El Aragón y el Gas cercan como un foso á la risueña Jaca que guarda sus restos en miniatura de ciudad antigua con el aseo de villa moderna; la poética Tarazona se despliega en forma de media luna sobre altísimo ribazo, siguiendo la dirección del sonoro Queiles que la divide en dos y visita amoroso sus viñedos; y Borja, recostada allí cerca en la falda de una colina, debe al Huecha lo sabroso de sus frutos y lo fértil de su territorio. El Jalón benéfico besa las tapias de la noble Calatayud que confunde á lo lejos sus blancos edificios con las calcáreas peñas, en medio de las cuales está como estancada, y en cuyo seno se ha infiltrado, abriéndose en él nuevas viviendas; el Jiloca nacido portentosamente en la llanura, cruza la fértil vega de la amurallada Daroca, cuya única calle serpentea cual riachuelo entre dos colinas coronadas de torreones; el

Guadalaviar, después de haber mugido en el fondo de los horribles despeñaderos que cercan á la tan pobre cuanto codiciada Albarracín, lame pacífico la muela sobre la que como en un pedestal está sentada Teruel la comerciante, de entre cuyas modernas fábricas descuellan por único adorno las cuadradas y almenadas torres de sus parroquias fundadas sobre arcos; el raudo Guadalope, murmurando entre umbríos olivares, parece minar la colina del castillo de Alcañiz, por detrás de la cual se extiende en semicírculo la población con sus edificios de piedra y góticas fachadas, asomando al río sus dos extremidades. Y en la vastísima llanura, allá donde el impetuoso Huerva y el caudaloso Gállego rinden al Ebro su tributo, en el corazón mismo de la provincia, el rey de sus ríos visita á la reina de sus ciudades, reflejando en sus aguas las pintadas cúpulas del Pilar, paladión sagrado de los aragoneses; y los tres ríos confundiendo su vario murmullo parecen cantar las glorias de la ciudad de César Augusto, la ciudad de los agudos y atrevidos minaretes arábigos y de los lindos patios platerescos.

Tal vez en alguna de estas ciudades el artista después de prolijo examen y repetidas correrías se despedirá de ella sin haber abierto su cartera, á falta de un conjunto bastante bello y completo para ser reproducido, ó bastante agrupado para que lo abarque un solo punto de vista; pero, si poco que admirar ¡cuánto en cambio no habrá encontrado que estudiar y que gozar en los curiosos fragmentos de arquitectura destrozados ó engastados en construcciones modernas, de que aparece salpicado su recinto, en los queridos tipos bizantino y gótico á cada paso reproducidos, y aplicados á todos los usos y dimensiones, y bajo todas las escalas de bueno ó mal gusto, de rudeza y de perfección, de desnudez y de magnificencia! Exentos al menos del furor de destruir y del prurito de reformar y embellecer, ya que también del cuidado de conservar, los naturales por lo general, si no han reparado en pasar por encima de este género de preciosidades, siempre que se atravesaban en su camino

como un obstáculo á sus necesidades ó proyectos, tampoco las han hostilizado de intento: diríase que en la continua lucha entre el tiempo y el edificio, el hombre se mantiene allí neutral, sin tender al último una mano reparadora, ni anticipar la acción del primero con el pico destructor. Gracias á este que pudiera llamarse fatalismo de inercia, no sólo las catedrales que por su naturaleza aristocrática y tradicional resisten á los cambios de los siglos y guardan mejor el carácter de la veneranda antigüedad, sino las parroquias, los oratorios, hasta las ermitas en la soledad de los caminos conservan frecuentemente sus puras formas primitivas; el lábaro (1), sellando sus portadas cual misterioso emblema, acusa su remota fundación; dibújase incrustada en las reparaciones ó al través del blanqueo la esbelta ojiva ó el robusto arco semicircular; molduras y capiteles intactos escu

(1) El signo llamado lábaro por su analogía con los caracteres que escribió Constantino en su victoriosa bandera, que se nota en la portada de casi todas las iglesias de los siglos x1 y xII, y encabeza á menudo los documentos de aquella época, consiste en un círculo cortado por tres diámetros, perpendicular el uno, oblicuos los dos restantes. Sobre el primero figura una P, en el radio superior, y una S en el inferior; entre los radios de la derecha una w, y entre los de la izquierda una A. Parece haber tenido su origen en la iglesia oriental, pues se compone de las primeras letras del nombre de Cristo en caracteres griegos; la Xi ó Ch griega formada por las dos líneas diagonales, la Po ó R griega igual á la P latina, la línea perpendicular que representa la I, y finalmente la S ó Sigma. La A y la w que es la Z latina aluden á la célebre expresión del Apocalipsis aplicada á Cristo: Ego sum Alpha et Omega, principium et finis. Véase esta explicación en los siguientes versos:

Sunt quinque hic Grajis cum grammâ elementa figuris;

Xi, Po, Sigma, brevis virgula Christus agunt.
Ast Alpha O que mega estremo in utroque reposta
Christum ipsum finem, principiumque notant.
Principium namque ipse Deus rerumque creator,
Est finis legis, nostri et agonis honor.

El uso del lábaro es muy antiguo si es cierto que servía de contraseña para distinguir los templos católicos de los arrianos en que se negaba la adoración á Cristo. Con el tiempo y el desuso del idioma griego, se perdió la explicación de este signo, que continuó usándose sin embargo aplicado á otros misterios. Así en la puerta principal de la catedral de Jaca, construída á últimos del siglo xi, se leen estos versos al rededor del lábaro en el cual se pretende simbolizar la Trinidad:

Hac in scriptura, lector, si gnoscere cura

P Pater, A genitus duplex est, S Spiritus almus:
Hi tres jure quidem Dominus sunt unus et idem.

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