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SECCIÓN VARIA

Don Angel de Saavedra, Duque de Rivas (1)

Estudio biográfico

(Conclusión)
VI

Poco después de salir fugitivo de España, empezó á escribir don Angel su poema Florinda, en el cual, Cueto y otros ven gran superioridad, comparándole á El paso honroso. Yo veo en ambos poemas el mismo arte, la misma maestría en la versificación y en la dicción poética, y cierta gracia y galanura, que convidan siempre á leerlos; pero, en mi sentir, El paso honroso es obra de más natural y verdadera inspiración.

Sin duda que las tristes circunstancias de España en aquellos días, y las nada felices del poeta, le debieron inducir á emplearse en asunto tan tragico como la caída del Imperio de los visigodos; pero yo entiendo que, ya en pleno siglo XIX, la invasión de los musulmanes, la batalla del Guadalete y la conquista de España, por Taric y Muza, no son para nadie una catástrofe nacional ó de la patria.

Los bárbaros que vinieron del Norte, que deshicieron el Imperio de Roma y se le repartieron, no crearon patria: no lograron amalgamarse con los pueblos vencidos, fundir sus costumbres con las leyes y civilización romanas, y formar nacionalidades homogéneas y persistentes. A pesar de los egregios Príncipes y caudillos, que á veces tuvieron aquellos bárbaros, no acertaron hasta muy tarde á dar vida á nueva nación en ninguna de las tierras conquistadas. Los vándalos sucumbieron en Africa y los ostrogodos en Italia, vencidos por los bizantinos; los francos derribaron el poder de los longobardos; y todavía, mucho más tarde, fueron vencidos por los normandos los anglosajones. La Sicilia, lo mismo que España, fué conquistada por musulmanes.

El pueblo era entonces, en casi todos los países, masa inerte que no oponía resistencia á quien acudía á dominarle, y, ya era indiferente á toda nueva dominación, ya se alegraba de ella, creyendo ó esperando que los nuevos dueños iban á vengarle de la tiranía y de las vejaciones

(1) Véase el núm. 3.o de esta Revista.-15 de Enero de 1889.

de los antiguos, y á ser tal vez más benignos ó menos codiciosos y crueles.

La conquista de España por corto número de árabes y berberiscos no puede, en el día, considerarse, sino como el triunfo de unos dominadores sobre otros. España, como nación, nace después entre los refugiados en Asturias y en otros lugares montañosos, y la nación va creciendo y se va desenvolviendo con muy original carácter, hasta constituír unidad á fines del siglo XV.

Esto no obsta para que, á pesar de la diferencia de religión, se vea ya el espíritu nacional español y exclusivo, casi desde poco después de la conquista, convirtiendo en guerra civil religiosa, la guerra secular entre moros y cristianos ó católicos y muslimes. Hay ya algo de españolismo en la proclamación de Abdel-ramán I como soberano independiente, y más aún en el semi-legendario y semi-histórico triunfo de españoles de toda religión, contra las huestes de Carlomagno, en Roncesvalles.

Es cierto que el interés religioso se sobrepuso, en no pocas ocasiones, al exclusivismo patriótico español; pero, aun así, este exclusivismo se mostraba. Los cruzados extranjeros se fueron antes de llegar á las Navas de Tolosa. La invasión africana de los almoravides fué más funesta á los mahometanos que á los cristianos de España. Tanto esta invasión, como las sucesivas de almohades y de benimerines, hacen épica y sublime nuestra historia de la Edad Media. En esas luchas heróicas es donde ya se ve clara, distinta y pujante la nacionalidad española, á pesar de los diversos estados en que estaba dividida la Peninsula.

Como quiera que ello sea, porque no nos incumbe explicar aquí el sentido que debe darse á la historia de nuestro suelo y de las diversas razas de hombres que han venido á formar la nación, D. Angel de Saavedra no se movió á tomar por asunto los amores de D. Rodrigo y la Cava, la venganza del Conde D. Julian y la conquista de España por los musulmanes, sino por lo novelesco de aquellos amores que el poema pinta interesantísimos, aunque criminales. D. Rodrigo no es el injusto forzador de la oda de Fray Luis de León, sino un amante tierno y correspondido. Florinda le adora, y solo el ultrajado honor de don Julián, sin desagravio posible, ya que D. Rodrigo estaba casado, tiene la culpa principal de todo el mal suceso. Lo que importa, pues, y conmueve más, es la suerte de los dos amantes. Así el poema viene á ser, más que poema, leyenda ó cuento en verso, de amores desdichados, y la enamorada Florinda nos enternece y nos inspira más simpática compasión al perder á su regio amante, que toda España al caer en poder de los muslimes.

Tal, á mi parecer, es el grave defecto de esta obra. Tuvo intención el poeta de escribir una epopeya nacional, y le salió una novela trágica de amores. La caída del glorioso Imperio fundado por Alarico, la pérdida, si no de una nación española, de una cultura española y cristiana, que había ya dado alta muestra de su valer en los Leandros, Ildefon sos é Isidoros, todo esto queda como velado y confuso, allá en segundo ó tercer término. Lo que más se ve y lo que más se deplora es el lastimoso remate de un amor tan apasionado y tan fino como el de Rodrigo

y Florinda. Y lo más graciosamente cándido de todo es, en mi sentir, que el poeta, joven también y enamorado, simpatiza, sin poder reme. diarlo, con los amantes, y, si bien de vez en cuando lanza contra ambos frases severas y hasta duras, harto se nota que es como para pintar el expediente, y que de sobra comprende él que España se hubiera perdido de todos modos. Por lo general, lo que hace el poeta, es disculpar á Florinda é inspirar por ella muy tierna simpatía. De nada vale á la infeliz su resistencia:

noble combate

contra el amor su virtuoso pecho;
mas, quien de combatir con amor trate,
solo trata de ser roto y deshecho:
su invencible poder la fuerza abate
que la doncella opone sin provecho;

y por Rodrigo se le abrasa el alma,
logrando amor la triunfadora palma.

En suma, los tales amores de Florinda y Rodrigo vienen tan dulcemente contados, que yo doy por seguro que apenas hay lector ni lectora que no le tome mucho odio á Don Opas, más que por su traición de pasarse á los moros, por el aviso que dió al Conde Don Julián de los amores en que su hija andaba enredada. Florinda es la persona que más interesa en todo el poema, y, siguiendo y aceptando por buenas las razones que ella da, casi se inclina el que lee á acusar al hado injusto de todos los infortunios de ella. Cuando errante una noche por los campos, en compañía de su amiga Elvira, oye el cantar del campesino que celebra sus amores dichosos, casi cree uno que Florinda tiene razón en negar la justicia distributiva de lo alto, y en atribuir á un capricho de la suerte la ventura de que el pastor se jacta y las desventuras que ella deplora. Como quiera que sea, así el canto de amor del campesino, como las quejas de Florinda, forman un delicado idilio ó una linda égloga.'

Resulta de mi examen, que si comparamos El paso honroso y Florinda con Elmoro expósito y con los Romances históricos, vemos, sin duda, en estas últimas obras, mayores bellezas y más alto significado; pero, si comparamos los dos poemas de la juventud, escritos según el gusto clásico, con las tres leyendas románticas de la vejez del Duque, los dos poemas quedan por encima. En los poemas hay más sobriedad, más unidad, más arte, y, al mismo tiempo, más lozanía, más sinceridad y menos rebuscamiento de efecto.

Y no es esto afirmar que las leyendas no sean buenas; esto es afirmar que los poemas son mejores.

La primera de las tres leyendas, la que se titula La azucena milagrosa, es, sin duda, la más extensa y la que más vale. El argumento carece de novedad, pero da ocasión á multitud de descripciones que son bellísimas. Don Nuño vive feliz con su idolatrada y amante esposa, en campestre retiro, que trae á la imaginación la ventura de García del Castañar. Los Reyes católicos llaman á la guerra para la conquista de Granada, y Don Nuño, sediento de gloria y fiel á sus Reyes, acude al

llamamiento. Doña Blanca queda confiada á Rodrigo, confidente de Don Nuño, y más avieso y taimado que el Iago de Otelo. Ansioso Rodrigo de vengarse de los desdenes de Doña Blanca, urde contra ella trama infernal; llama en secreto á su amo, apenas la guerra terminada con la conquista del Reino granadino; asegura á Don Nuño que su mujer le es infiel, y se lo hace creer, llevándole de noche á un jardín, donde Doña Blanca se deleita con cierto gentil mancebo, que le canta tiernos versos, y á quien ella besa y acaricia. No ha menester don Nuño más evidentes pruebas para salir rápidamente del sitio en que se esconde y matar á Doña Blanca y a mancebo, sin darles tiempo para explicar que eran hermanos, y que, versos, besos y caricias, todo era fraternal, inocente y nada pecaminoso. Fuerza es confesar, no obstante, que Don Nuño no procede tan ciega y brutalmente como Otelo, y que el engaño de Rodrigo es mil veces menos grosero y burdo que el de lago, aunque Shakespeare perdone. Después del doble asesinato, se va Don Nuño á Indias con Cristóbal Colón, y, más tarde, hace prodigios en la conquista de Méjico, al lado de Cortés. Vuelve Don Nuño á España al cabo de treinta y tres años de haber salido de ella, con otro nombre y sin que nadie supiera su paradero. Su cuñado Don García, no había muerto; había sanado de la herida. Algunos años después, Don García había hallado en Sevilla á Rodrigo, el traidor, y, reconociéndole, le había provocado á duelo, y le había dado muerte en el llano de Tablada. Allí, con ojos milagrosos para ver, y con lengua milagrosa para hablar, había estado aguardando la descarnada calavera de Rodrigo á que llegase Don Nuño, como llegó, anhelante de esquivar el bullicio de la ciudad de Sevilla, para descubrirle su crimen y la inocencia de la asesinada Doña Blanca. Informado de todo Don Nuño, se retira al yermo á hacer vida muy áspera y penitente, y, Dios, por último, intercediendo Doña Blanca, le perdona todas sus culpas, siendo como señal del perdón una blanca azucena que brota en el suelo de repente. El santo anacoreta, movido por irresistible impulso, la arranca de la tierra, y, en el mismo instante, espira, volando su espíritu al cielo, con la azucena simbólica, prenda de su redención.

Éste, en resumen, es el asunto de La azucena milagrosa, leyenda que el Duque dedicó al insigne Zorrilla, en pago de La azucena silvestre, que el insigne Zorrilla le había dedicado.

En La azucena milagrosa se cumple bien con la máxima de el arte por el arte. Es un cuento que no tira á enseñar nada, sino á divertir y

conmover.

En este cuento, como en El estudiante de Salamanca, de Espronceda, y como en varias leyendas fantásticas de Zorrilla, hay, según mi modo de entender las cosas, un defecto grave. El poeta no cree en lo sobrenatural que refiere, y no logra infundir en sus lectores la creencia de que él mismo carece. Lo sobrenatural resulta, pues, juego de la imaginación, alegoría ó símbolo. Merced á cierto arte, cabe, con todo, en el día, el empleo de lo sobrenatural, con verosimilitud estética, y sin que aparezca simbólico, sino real y vivido y experimentado. Basta para ello, que en la época en que ocurren los sucesos del cuento, la mente ó fantasía de los hombres lo creyese, lo crease y le prestase,

con potente brío, realidad exterior. Para que sea verdad estéticamente que Santiago, montado en su caballo blanco, aparece matando moros, en esta ó en aquella batalla, basta con que los que asistieron á la batalla fuesen capaces de creer y sostener de buena fe que le habían visto. Hamlet ve el espíritu de su padre, y Macbeth ve la sombra de Banco, porque realmente los vieron. El hombre más escéptico en el día, solo negará la realidad exterior de aquellas visiones, pero no que los héroes de ambos dramas no creyesen en esa realidad exterior; ni negará tampoco al poeta la facultad de infundir con su arte en el alma del espectador ó del lector, trasladándole al tiempo, lugar y medio en que ocurre el suceso, la misma fuerza de imaginación y de fe que sus héroes innegablemente tenían.

Entiéndase bien el alcance de mis asertos. Ni yo, ni ningún crítico literario, tiene necesidad de afirmar ni de negar milagros. Los límites de lo posible se ignoran aún, y tal vez se ignoren siempre. Llevemos nuestro prudente escepticismo hasta el extremo de negarnos el dererecho de dar por imposible ó por falso un hecho milagroso. Lo que se afirma aquí, no con crítica histórica, sino con crítica meramente literaria, es la escasa fe del poeta en los milagros que refiere, lo cual quita al cuento mucho de espontáneo y de vivo, sobre todo, si el cuento se cuenta por lo serio, y no como cuento de hadas, y le presta cierto carácter retórico y artificioso que le perjudica. Todavía si lo sobrenatural estuviese contado con mayor rapidez y vaguedad, con ciertos tonos esfumados y ligeros, apareceria más natural y menos sofístico: aparecería como creación subjetiva del héroe ó de los héroes de la leyenda. Pero nuestros poetas de leyendas é historias milagrosas, en estos últimos tiempos, se han extendido demasiado en los milagros; les dan mucho bulto y realce; los presentan á una luz muy clara, y destruyen el efecto que debieran causar, precisamente por querer aumentar el efecto, persistiendo de sobra y con palabrería en la pintura ó narración del caso. Lo sobrenatural debe ser tremendo, y la familiaridad amengua é invalida el terror y la veneración que conviene que inspire. Sírvanos de ejemplo El estudiante de Salamanca, la mejor, sin duda, de todas las leyendas de este género que se han escrito en castellano en el siglo XIX. La pintura de Don Félix y de Elvira, el dolor de esta en su abandono, su muerte, la escena en la casa de juego, aunque bastante convencional y de teatral aparato, ya que el vengativo hermano hubiera debido buscar lugar más á propósito que un garito y, sobre todo, mejores ó menos testigos que los tahures, para declarar su deshonra y su firme resolución de vengarla; todo esto, digo, es bello y magnífico: pero, no bien empieza lo maravilloso, el poeta se hace palabrero y cansado; y el lector más timorato y crédulo, ni teme ni se asusta, y, si algo admira, es la mar de palabras y la variedad y riqueza de metros y de rimas que luce el poeta, en aquel como dechado y como rico muestrario de su habilidad en versificar y de la riqueza en su estilo poético.

Algo de esto se puede decir también de La azucena milagrosa. En otra leyenda del Duque, en El aniversario, lo sobrenatural está más hábil ó más sentidamente presentado, é infunde terror estético hasta en el más incrédulo de los lectores. El suceso que el poeta refie

EL ATENEO-TOMO II

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