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manía imitativa, de un mal que reconoce por causa una lesión del buen gusto, ó una gravísima indisposición del sentido común, para la que, yo, sin embargo, aún espero remedio.

El cuadro de costumbres, necesita, por parte del artista, gusto exquisito en la elección del motivo, y cumplir misión análoga á la que, respecto de la historia, cumple el de género. Yo entiendo que el cuadro de costumbres resulta sin valor psíquico, si reproduce escenas de la vida de las grandes capitales, donde el cosmopolitismo de gentes, de ideas, la vida comercial, la fabril, se desarrollan en línea rectá como las calles y los paseos de las ciudades modernas, y esta línea recta, antiestética, dura é inflexible, no se amolda á las flexibilidades del pincel ni del sentimiento. Creo que la pintura de costumbres ha de buscar la escena allí donde tenga carácter local, tradicional ó histórico: donde el tipo sea fuerte, viril, y bello el escenario; pero bello naturalmente, no producto del artificio. El cuadro de género tiene su asiento en las ciudades donde la vida moderna produce mayor número de dramas y sainetes característicos de la época actual; el cuadro de costumbres tiene su Ninfa Egeria, en la montaña, en el valle, en la costa ruda y en la playa de conchas de nácar.

Al hablar del cuadro de género, he descrito uno, poniéndolo como modelo de valor filosófico; ahora necesito describiros otro de costumbres, como modelo también, de esta rama de la pintura.

<<En el centro del cuadro se ve una fuente, especie de caverna pequeñita, y por caño de la fresca linfa, una hoja de verza. A nuestra izquierda (la del espectador), varias mozas, gallardas, enhiestas, como los altos picos de las montañas que rodean la aldea, escuchan con viva curiosidad, sentados sobre sus cántaros vacíos, lo que una vieja les cuenta. Por los dedos, aquel sayón de San Bartolomé, va contando las tiras de pellejo que su afilada lengua arranca de las costillas al señorito del lugar, que al apearse de su último viaje, se topó en el fondo de un estrecho y obscuro camino á la Mari-Pepa, á quien le había dicho algo al marcharse el verano pasado: las muchachas que escuchan, presienten un drama, y una de ellas cruza las manos asombrada, otra se inclina hacia la chismosa, para no perder una sílaba. ¡Buena está la Mari-Pepa!... ¡Quiera el Dios de los cielos que no le salga!... Madre, ¿podrá le salir algo?-preguntan en dulce bable, tiritando casi de terror, las frescas mozas... Al otro lado de la fuente, una hermosa hija de las montañas, sentada y sola, ni oye el susurro de la murmuración, ni el barbolleteo del cántaro, que con aquella cháchara de beodo, advierte á su melancólica dueña que su panza de barro no puede contener más agua. ¡Ay! no está en la fuente, ni en la aldea, ni en la provincia, el pensamiento de la joven; sus ojos no ven el mundo que le rodea; atravesando con su pensamiento espacio de leguas sin cuento, solo allá mira

«<lejos de ella, de pie y en la popa
de un aleve y negruzco vapor,
emigrado, camino de América,

marcha el pobre, infeliz amador;>>

como canta un poeta gallego, querido amigo mío. De pie sobre una de las piedras del muro que corre á lo largo del cuadro, otra moza conversa con dos, que ocultas por la barda, no presentan más que el busto; la campiña

se estiende en dulce ondulación, y varios árboles frutales, tras de los que se ven gentes que regresan de sus faenas, forman el resto del cuadro.

Señores, inutilmente buscará el pintor de costumbres nada más típico que esos tipos de las montañas de Austurias y Galicia, tan poco visitadas hasta ahora. Inútilmente buscará en el modelo anémico, mezcla de chulo y señorito, de lineas deshechas, de macilenta faz, que vive solo al lado de la estufa y á fuerza de licores, la hermosura, la gallardía de la línea de las gentes del campo, que pisan descalzos la nieve en León y en Castilla, que luchan cual titanes con las borrascas del mar en la costa cantábrica. Y el pintor de costumbres, si ha de emocionar al aficionado de pura raza, y cumplir con su conciencia de artista, no puede pintar en Madrid la mitad del año, á no hacerlo de memoria, á no echar mano del traje del torero y del pañolón de Manila, para hacer uno de tantos cuadro flamencos, insul-. sos, generadores del bostezo.

Y si el pintor de figura ha menester estudiar la naturaleza allí donde ésta vive pujante y bella, el de paisaje, como el marinista, necesitan fijar su estudio, uno en las playas y en las costas, otro en el valle en el monte, en la aldea. Desengañense de una vez para siempre, nuestros paisajistas; es inutil lo que por recuerdos y composiciones de lugar puedan hacer en la corte, cuyos alrededores son á propósito para el amaneramiento; cuanto realicen en esa forma, tiene que ser, y, en efecto, es malo, muy malo, malísimo.

Pero, no crean que con salir al campo, como aquí decimos, y pintar á destajo, está ya el remedio aplicado; de ningún modo: antes que el paisajista ó el marinista pueda sentarse con la paleta en la mano frente á la naturaleza, necesita saber dibujar una figura, lo suficiente, para que un viejo sea viejo, y un mozo, mozo, y una vaca una vaca, y un perro un perro; necesita saber pintar un castaño, y que no se confunda con un manzano; un aliso, que se le tenga por un aliso, y no por otro árbol distinto; un guijarro, y que no se le equivoque con un panecillo alto. Porque, este mal fundamento de los desvaríos del pintor de historia, del religioso, del de género, del de costumbres, del de paisaje, es la falta de conocimiento del dibujo, y sin el dibujo no existe la forma; y sin forma no hay verdad ni expresión clara, así el pincel haga maravillas de color; y cuando estudiado concienzudamente el dibujo, el pintor pretenda pintar un trozo de la naturaleza, entonces medite si va á fotografiar con el pincel lo que vé, ó á dar á su obra la poesía, el encanto, la frescura que inunda el natural.

Porque el mar y la campiña hablan al sentimiento, como la belleza habla al alma: la imponente y azulada cordillera de montañas, por cuyo seno laberíntico corre el río, que murmura eterna plegaria al deslizarse sobre su lecho de arena, de guijarros y yerbas acuáticas; el bosque, en cuya espesura se guarece el pastor y la vaca y el choto, huyeudo de los rayos solares; y allí, éstos paciendo, aquél tumbado, le cuenta no sé qué cuentos á la moza que va por yerba al prado vecino: la tarde melancólica de otoño, que extiende á los tibios rayos de sol amarillento alfombra de hojas de oro y exhalan quejas de dolor las secas ramas al partirse y rebotar sobre la tierra; el mar rugiente, que ocultándola con la espuma de verdosa ola, lanza de abismo en abismo y de cresta en cresta la atrevida lancha pescadora; la onda mansa, de color de esmeralda, coronada de blanco encaje, que corriendo por entre las peñas de la playa, arranca nuevos ma

tices á las conchas y á la arena, que brillan al fulgor de los últimos rayos del sol que cae, todo esto, sentimiento y forma, color y poesía, debe analizarlo el pintor de paisaje y el pintor de marinas, como el pintor de género debe analizar la vida social y estudiar psicológicamente al hombre moderno, como el pintor de costumbres debe buscarlas típicas, nobles, reales; como el de historia debe estudiar las ciencias históricas y el religioso la filosofía de los hechos y de las ideas.

La pintura española se tambalea por falta de base, y esta base es dibujo y cultura estética, ilustración artística. El dibujo necesita por modelo, no el hijo de las capitales modernas, enteco y nervioso, sino el hijo de la naturaleza, y el color, la variedad infinita de este suelo español privilegiado. Que no le es menester al pintor español aprender á pintar en Roma; allí, como en el resto de Italia, como en París, en Holanda y Bélgica, debe estudiar las obras maestras de otros días y modernas, para educar el gusto y depurar el sentimiento; mas no para aprender lo que basta á enseñar Velazquez, y mejor que Velazquez nuestra raza, nuestro suelo y nuestro cielo.

Sí; comarcas tiene España donde el hombre y la naturaleza no han sido agotados por la vida febril del siglo, y conservan la pujante hermosura de la juventud y nos infiltran nueva vida á los que allí vamos en busca de reposo, y el arte necesita, cual nuestra naturaleza, respirar oxígeno puro, aspirar la fragancia de la rosa del campo, el acre perfume del pino, vivir al aire libre: que cuando orean mi frente las salitrosas brisas del Océano, y percibo el fresco aroma de la violeta silvestre, y escucho el rumor del gótico pino, y hasta el fondo de mi alma llega el canto monótono de mi tierra, entonado por la muchacha que del monte vuelve con el ganado, y allá, por detrás del lejano pinar, asoma su faz de marfil la luna, y del fondo del valle donde la vetusta casa solariega de mis antepasados yace enclavada, dominando, con su adusto gesto de arquitectura casi medioeval, la tranquila aldea, y la niebla se alza como ofrenda de mirra quemada hasta el cielo, entonces deseara que mi pincel lo guiase un instante el genio poderoso del inmortal pintor de Felipe IV, porque creo firmemente que sería la obra del realismo y del idealismo en que á una colaboraran Dios y el hombre.

HE DICHO.

SECCIÓN VARIA

El General Zarco del Valle

Estudio biográfico

I

Sin haber presidido el Ateneo, lo honró con su ilustrada cooperación el Excmo. Sr. D. Antonio Remon Zarco del Valle, General insigne, sabio Académico y Estadista en quien la sútil habilidad del diplomático se aunaba con la energía del hombre acostumbrado al ejercicio del mando.

Como General, es una gloria del ejército, que le vió con escándalo bajar al sepulcro sin haber obtenido la más alta jerarquía de la milicia, á que le daban derecho sus servicios, su talento y los sacrificios de todo género, hechos por él en aras de la patria. Académico, fué el primero en presidir la Real de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, y perteneció, como individuo de número, á las de la Historia y de Nobles Artes de San Fernando, así como á otras muchas Sociedades científicas y literarias, nacionales y extranjeras; distinguiéndose en todas, por su asiduidad y variadísimos y sólidos conocimientos. Si fué, por fin, conspicuo Estadista, dígalo la fama que logró conquistarse en las misiones que se le confiaron, políticas, militares, administrativas y diplomáticas, desempeñadas con éxito completo y aplauso universal.

Desde el sitio de Campo Mayor, en la mal juzgada Guerra de las Naranjas, donde, alferez todavía, recibió de sus jefes los más lisonjeros plácemes por su bizarro comportamiento, hasta el mando superior civil de Cataluña, en circunstancias, por cierto, bien azarosas; y desde el Ministerio, en las más difíciles aun de la guerra de siete años, hasta la felicisima embajada que produjo el reconocimiento de Doña Isabel II como Reina por los gobiernos de Berlin y Viena, el General Zarco pudo recorrer una escala de empleos, cargos y comisiones que habrá muy pocos en España que la hayan recorrido con resultados tan gloriosos para sus nombres.

Las mismas condecoraciones que cubrían su pecho, están elocuentemente proclamando la envidiable y universal reputación de que gozaba por esos y otros servicios. España se los reconocía otorgándole cuantas en sus Cancillerías se registran, desde el Toisón de Oro y las grandes cruces, así civiles como militares, con que contaba en su tiempo, hasta tres de San Fernando y muchas otras ganadas en las acciones de guerra en que tomó parte, siempre brillante; y Austria, Portugal, Francia, Cerdeña y Prusia le dieron, con las más estimadas en sus respectivos países, muestra innegable de no ser indiferentes á los progresos de la cultura intelectual en todas sus ramificaciones.

Nada, pues, más propio de esta Revista que el recuerdo y el exámen de los méritos contraídos por el General Zarco, lo mismo que en los campos de batalla y en los centros militares que le cupo dirigir, en los científicos y literarios, varios de los que, el Ateneo de Madrid entre otros, ostentan en sus salones el retrato del varón ilustre que con tanto fruto se asoció á sus más laboriosas y fecundas tareas.

II

Había nacido en la Habana el 30 de Mayo de 1785; é hijo de andaluces, de cuna también ilustre, adquirió el atractivo singular que prestan generalmente tal sangre y clima tan privilegiado. Y lo reveló bien pronto, desde los principios, sobre todo, de su carrera militar, conquistándose la predilección de sus superiores, á punto de que, probado su esfuerzo, segun ya hemos dicho, en Portugal, fueron ellos los primeros en aconsejarle que aprovechase las excelentes dotes de ingenio que en él observaban, cultivando las ciencias que hacen útil y envidiable el valor en los trances más críticos de la guerra.

Porque, con efecto, si el valor, la cualidad primera, la indispensable en todo hombre de guerra, soldado ó general, no va acompañado del talento, cultivado por supuesto, no pocas veces, mejor dicho, en las ocasiones más solemnes, puede y suele resultar estéril, hacerse perjudicial y hasta punible. ¿Qué es el valor sin el juicio que lo impulse ó lo modere para regularlo segun los fines á que se dirija su empleo? El valor es el instrumento, sin el que nada debe intentarse porque es la fuerza, pero instrumento, al cabo, puesto al servicio del genio que, con la experiencia, que sólo él sabe aprovechar, lo guía y lo maneja.

Aceptado el consejo, Zarco del Valle creyó que en ningun instituto militar podía mejor aprovecharlo que en el á que también había pertenecido su padre, uno de los Ingenieros más distinguidos de su tiempo, secretario de la Junta de generales que dirigió la expedición, tan gloriosamente acabada, de Panzacola, retirado después, con el empleo de Coronel, en Antequera, su patria. Dejó, pues, el arma de Infantería en cuyo regimiento del Principe había servido; y, teniente de Ingenieros en 1804, comenzó el ejercicio de su nueva carrera con la construcción del camino de San Lúcar á Jeréz, con el proyecto de una dársena en la desembocadura del Guadalquivir y el de varios canales dirigidos á sanear las marismas, aún no desecadas hoy, de aquel admirable río en las cercanías de Sevilla. Era esa, en aquel tiempo, misión confiada á los Ingenieros militares, y siguió siéndolo despues por muchos años.

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