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SECCIÓN DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS

ATENEO

Sócrates y Platón

Conferencia leída por el Sr. D. Matias Nieto y Serrano

E dicho algo en mi primera conferencia De los orígenes de la ciencia [natural hasta los siglos que siguieron á la fundación de la escuela pitagórica.

En una segunda etapa de los mismos orígenes vamos á encontrar un momento solemne, une especie de crisis, que vino á interponer una como agudeza transitoria en el curso lento y apacible de la evolución natural. Platón y Aristóteles, precedidos por Sócrates, son los representantes de este movimiento crítico fuertemente destacado de sus precedentes históricos, y que solo después de muchos siglos y en muy distintas circunstancias, había de verse reproducido. Este momento de la filosofía natural, merece ser considerado como un reconocimiento de la ciencia con relación á la época antecedente.

En el movimiento total tienen acaso la parte mayor Sócrates y Platón, en lo que se refiere á la ciencia de la naturaleza; el protagonista fué Aristóteles.

En efecto, si los pitagóricos pueden ser considerados como los fundadores de las Matemáticas, base firmísima de la ciencia de la Naturaleza, Aristóteles merece asimismo el nombre de fundador de la Lógica natural. Verdad es que la lógica estaba en embrión envuelta en la dialéctica de Parmenides, ámpliamente desenvuelta por Platón; pero el filósofo de Stagira fué el primero que la consideró decididamente como función especial, como órgano racional, asentándola en sólidos fundamentos. Debió, pues, Aristóteles añadir la lógica á las matemáticas, que ya escuelas anteriores habían prestado á la Naturaleza como terreno donde asentarse.

La Naturaleza, lógicamente distinguida como rama independiente del árbol científico, apareció en las obras de Aristóteles con una dignidad especial, con una independencia tan decidida, que rebasando sus propios límites, llegó á invadir los derechos del organismo total de que formaba parte.

La Naturaleza, elemento pasivo de los pitagóricos, vino á ser el elemento activo en el sistema de Aristóteles. En vano había conseguido Platón, por un esfuerzo colosal de su divino ingenio, elevar al principio de lo finito, del límite, ó sea de la distinción desde el mundo natural donde lo había objetivado el filósofo de Samos, al mundo sobrenatural, distinguiendo en él y caracterizando, no el número y la extensión, sino las ideas y el orden moral. Su frío y reflexivo discípulo, abandonando á su suerte el organismo ideal de la primera academia, se consagró á las realidades, buscando en ellas la razón y el fundamento de todo. Era esto nada menos que otorgar á la naturaleza el imperio de la luz, por cuyo beneficio acababa en cierto modo de salir del caos primitivo; era devolver al espíritu tenebroso el predominio reclamado por el espíritu consciente; mas no por eso dejó de aprovecharse la ciencia de la naturaleza del bien alcanzado, y aun de exagerarle por la misma injusticia de sus procedimientos propios.

Examinemos por parte los diversos momentos de esta segunda evolución de la ciencia de la Naturaleza.

La revolución que sufrió la Filosofía en la época á que me refiero, fué un cambio fundamental, análogo al que experimenta el organismo humano al pasar de la infancia á la adolescencia; la transmisión de la adolesceneia á la virilidad estaba reservado para un momento muy posterior.

Sócrates es la figura, por siempre memorable, que simboliza el genio de la ciencia brotando de improviso en Grecia cuatro siglos antes de Jesucristo, como brota del tronco seco la flor primaveral. Sócrates recoge la tradición, reconoce su vanidad, halla en sí una fuente más alta de saber, y elevándose por encima de la ignorancia del sofista, no ignora simplemente, sino que sabe también algo, sabiendo que ignora, para cuyo saber necesita un método, una ley que convierta en certidumbre lo que de otro modo sería un hecho accidental é infecundo.

El principio del saber socrático no es la Naturaleza ni cosa alguna exterior; es un principio interior, una ley, la ley moral, la idea del bien, que nunca hasta su tiempo se había elevado á la categoría de un principio. Todos sus antecesores, las religiones mismas, habían consignado SERES naturales y sobrenaturales más o menos poderosos, sabios y longevos engendrados ó eternos, elementos, divinidades sobrepuestas á todos los hechos, á todas las existencias particulares. Sobre esto se hubiera divagado sin término posible, á no interponerse el individuo humano, convirtiendo en función más alta los hechos accidentales, y transitorios siempre, del mundo exterior. El espíritu debió servirse de límite á sí propio en esta orgía del pensamiento, en que lanzándose sin freno á las incitaciones de la vida pequeña y fenomenal, olvidaba la gran vida, la vida de la ley. Tiempo era ya de que sacudiendo las cadenas de la duda y el sofisma que degradaban y envile

cían lo más noble y elevado de la función humana, apareciese con radiante claridad ese sol de la inteligencia que llamamos moralidad.

Sócrates, artista antes que sabio, formula una ley práctica tan bella como nueva. ¿Qué valen, comparadas con ella, todas las leyes de la Naturaleza? Lo que la falsa moneda comparada con la legítima, lo que la sombra enfrente de la luz ó la apariencía en lucha con la realidad. Nada iguala á la soberanía del BIEN, y en reconocerla y estudiarla debe concentrar todo su afán el verdadero sabio. ¿Quién, decía Sócrates, se ha dedicado hasta hoy al estudio de esta ciencia superior, única verdadera? Cierto es que en la vida vulgar todo el mundo busca el buen artesano para que le confeccione aquello que necesita, el buen médico para que le asista, el buen abogado para que le defienda; en una palabra, todos buscan su bien; pero semejantes procedimientos son toscamente empíricos, no son una ciencia, y harto lo prueba la observación de que se los olvida cuando se trata de los asuntos más importantes: la administración interior de los Estados y su política exterior; ¿cómo quereis que resulte el bien en las ocasiones más solemnes, cómo podeis siquiera administrar justicia si comenzais por ignorar la ciencia de lo justo ó de lo injusto, si fiais la decisión de todas las cuestiones el criterio brutal del número, sin distinción de instruidos é ignorantes, de aptos é ineptos, para los asuntos de que se trata?

Nada sabemos de cierto respecto de las cosas que caen bajo el dominio de los sentidos externos; pero tenemos un sentido interno, un demonio familiar, que nos informa acerca de lo absoluto y de lo eterno. Oir esta inspiración sublime, es conocer el bien: conocer el bien, es ejecutarle, es ser bueno.

Sócrates, en la plaza pública y donde quiera que halla ocasión, con sus piés descalzos, su traje desaliñado y su aspecto de Sileno, de donde se destacan un acento irónico y una mirada escrutadora, como quien es todo espíritu, desavenido con su cuerpo, interroga á los filósofos, los conduce de pregunta en pregunta por senderos extraviados, pero de él bien conocidos, hasta convencerlos de su ignorancia de aquello que más les importa saber. ¡Vulgar y estéril convencimiento, dirá alguno, porque ignorar es ley común por todos consentida! Pero entre sentir y conocer esta ley, hay distancia inmensa, aunque no lo parezca á primera vista: hay la distancia que media entre el sentir vulgar y el sentir ilustrado, entre caminar á ciegas y caminar con luz.

Conocer que se ignora la última palabra de la física, de la química, de la astronomía, de la geología, de todo, en fin, lo que es materia de cualquier ciencia determinada, es algo más que sentir vagamente este límite para dejar de tenerle en cuenta, lo cual equivale á lo mismo que si no se le hubiera sentido jamás. Conocer que no se sabe, es hacerse cargo de un elemento negativo, fundamental, que jamás debe olvidarse, y que vale tanto como si fuera afirmativo, porque es afirmación, no duda, de la negación misma, y entonces, ¡cosa singular! esta negación afirmada es á manera de un espejo, que reproduce invertidas y trocadas, de fenómenos, en leyes, todas las realidades del mundo, cuya ciencia incompleta reaparece ensanchada y generalizada en la abstracción del pensamiento.

He aquí el punto excelso á que llegó la evolución socrática de la

ciencia: momento supremo en que el sér de la ciencia se regenera en el seno del no sér, y el no sér afluye alrededor del sér. El hombre moral se mirará así en el espejo de su conciencia, como se miraría el hombre físico en el cristal de una fuente. El no hombre, ó el cristal, reproduce dentro de sus límites propios la forma humana y el ambiente que la limita.

No se trata aquí, como en las teogonias y cosmogonías, de dioses y de mundos primitivos, de realidades independientes del filósofo y subsistentes por sí: se trata de la intervención del pensamiento humano, que por primera vez se sorprende in fraganti, se fija y se estudia á sí propio. Conócete á tí mismo, como había dicho la antigüedad, pero conócete interior y no solo exteriormente, como ley y no solo como fenómeno, en las alturas de la ciencia y no en la práctica insciente; en general y no en particular, porque lo particular es impropio para constituir una ciencia.

El conocete á tí mismo de Sócrates, es relativamente racional; el de épocas anteriores relativamente empírico. Este último era, sin duda,. el primer grito de la conciencia, la voz de alarma dada por la individualidad humana contra la invasión absorbente de la exterioridad, proclamada como única realidad legítima. Algo advertía al pensador que los objetos representados en su pensamiento participaban del pensamiento mismo, tanto como de su propia objetividad; pero esta advertencia del sentimiento, por más que inspirara cierto temor, no era objeto de estudio, ni podía, por lo tanto, sugerir las precauciones suficientes.

Se desechaba, como se ha seguido desechando después y aun se desecha hoy, por la mayoría de las gentes, á nombre del sentido común, ese límite de la realidad de las cosas impuestas á los sentidos, como el molesto zumbido de un insecto que perturba la armonía de música deliciosa. ¡Es tan grato creer con firmeza en algo que se juzga inconmovible! ¡Lo que vemos, lo que palpamos, parece tan absolutamente cierto! Si no se halla aquí al menos la verdad completa, ¿dónde la iremos á buscar?

Pues no: hay que decirlo con firmeza, aunque sea con cierto dolor. Ni aun aquí está la verdad absoluta; porque la verdad absoluta supondría un absoluto saber, y el saber más elevado es el de Sócrates, saber, sí, pero saber también que no se sabe. Saber limitado que confesamos. con pena, porque esclavos de la ley por él impuesta, no nos remontamos á la función que envuelve la ley misma, y en la cual, si se la priva del carácter infinito que abstractamente nos seducía, es para darle la realidad que prácticamente le otorga la existencia, y en cuya virtud. viene y figura en el orden universal.

Lo que llamamos realidad, ese mundo exterior tan positivo, tiene, no por desgracia, sino por fortuna, un límite sin el cual no existiría: los seres no son en sí, son lo que son para el sujeto que se los representa, y en este modo de ser se los llama fenómenos. Tal es la primera consecuencia de someter á la reflexión el apotegma empírico conocete á tí mismo. Si tal conocimiento es algo contrapuesto á todo lo que no es él, claro está que limita aquella á que se contrapone, y no hay duda en que, como tal límite, merece ser estudiado. La prudencia estaría en

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