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chivos. Los escudos de armas de Colón están copiados de los que M. H. Harrisse inserta en su excelente obra, y ajustados á la cédula de 30 de Mayo de 1493. No llevan el casco, lambrequines y leyenda que Fernández de Oviedo detalla, y que se ven en tantos, porque no lo rezan las cédulas de concesión ó de acrecentamiento; porque el Almirante dejó dispuesto que D. Diego, su hijo, y todos sus descendientes y sus hermanos, D. Bartolomé y D. Diego, trajesen las armas que él dejaría después de sus días, sin entreverar más ninguna cosa que ellas, y por las demás razones que el curioso podrá ver en la citada obra (tomo II, página 167), donde se corrigen errores de Las Casas y Fernández de Oviedo respecto á este punto.

El escudo de armas de Hernán Cortés, así como la cédula de la concesión, se han tomado de las Noticias sacras y reales de Indias, por Díez de la Calle, y el de Pinzón de la que publicó Nava

rrete.

Sin duda que la lectura de una cédula tras otra parecerá á algunos monótona; pero sobre que la mayor parte mencionan en lacónicas frases grandes hazañas y heróicos sufrimientos, constituyendo todas como un Diccionario biográfico de los conquistadores, algunas impresionan y paran la mente á reflexionar sobre la fuerza de voluntad de que es capaz el hombre. Juan Tirado pierde en un combate con los indios la mano derecha, y la cédula, después de mencionarlo, continúa relatando con la mayor sencillez: «E despues os hallastes en toda la guerra que ovo en la tierra que se habia ganado

por el dicho Hernan Cortés.» ¡Cuánta destreza y cuánto arrojo supone hacer toda una guerra con la falta de la mano derecha! Elesforzado español, con sólo el apoyo de otro compañero que le hacía espaldas, se sitúa en un puente y angostura, hace retraer á buen número de indios, les arrebata un cristiano que traían prisionero, y con el ejemplo anima á los demás españoles que acometen y vencen.

Juan González de León halla atajado el paso para la casa de Motezuma por una acequia sobre la cual estaba tendida enorme viga de palmo y medio de anchura, envuelta ya por las llamas. El español, con un dalle y rodela, se lanza por entre el fuego, penetra en la casa, arremete á los indios que la defienden y, auxiliado por otros compañeros, se apodera de ella.

Encargado de la conducción de un navío en que venían para España 130.000 pesos de oro, Alvar Sánchez de Oviedo, después de sufrir gran tormenta y de navegar veinticinco días separado de la flota, se apresta á la defensa contra un corsario francés que le dispara gruesa artillería y lanza el arpón contra la nave. Con 14 arcabuces que dos pajes le iban armando alternativamente y con la poca gente que llevaba, Alvar Sánchez toma la bandera al francés y le pone en fuga.

Antonio de Ribera se halla en la conquista de Puerto Viejo y Santiago de Guayaquil, en la provincia del Quito, descubrimiento de los Quijos, Chalcoma y la Cairela; con Belalcázar en los Guillacingas y Pastos, población de Popayán, Cali, Cartago, Quimbaya, Valle de la Vieja y Cerma;

con Blasco Núñez Vela en Pasto y en la batalla de Iñaquito, donde recibe 19 heridas, una en el rostro que le deja cortadas las narices; pierde toda su hacienda, y no recibe por tanto servicio otro galardón que el escudo de armas.

Con solos 37 de á caballo sale Andrés de Villanueva de Guadalajara contra 15.000 indios que la cercan; y como aquellos pocos se negasen al combate, pasa él con Cristóbal de Tapia tres ó cuatro veces de un cabo á otro por la multitud enemiga, siendo ocasión de que fuese desbaratada y la ciudad quedase libre.

Hernando Nieto, viendo á Alonso Ortiz de Zúñiga que peleaba con más de 1.000 indios y ya caído en tierra, se lanza á socorrerle y se le arranca de las manos á costa de muchas heridas.

Juan Roldán salva la vida á D. Diego de Almagro, sacándole á cuestas de entre la muchedumbre de indios que le rodeaban, los derrota y pierde un ojo en la pelea. No recibe el menor premio.

Disfrazado de indio y con un cántaro á cuestas por no ser conocido, Miguel de Zaragoza penetra de noche, con riesgo de su vida, en la provincia de Almería: se entera de lo que los indios traman; salva á los españoles con su aviso, y es causa de que aquella provincia se gane.

Entre los indics, el cacique D. Diego (pág. 258), manco del brazo derecho de un arcabuzazo que le tiraron las gentes de Gonzalo Pizarro, es llevado á ahorcar: el clérigo que le confiesa le salva arrojándole de un empujón por la ventana de donde había de colgar su cuerpo; refúgiase entre los indios,

y, fiel siempre á los españoles, ayuda á matar al rebelde Pedro de Puelles; prende siete ú ocho de los amotinados en Quito, y pelea en todas las ocasiones con singular arrojo.

¿A qué multiplicar las citas? En un Nobiliario en que constan los nombres de Colón, Pinzón, Hernán Cortés, El Cano, Gómez de Espinosa, Francisco Montejo, Jiménez de Quesada, Jorge Robledo, Pascual de Andagoya, Hernando Bachicao y tantos otros ilustres capitanes, las hazañas tienen que ser numerosas, y las cédulas que las refieren lectura interesante para el patriotismo y para la inteligencia.

Aun para el menos entusiasta de la ciencia heráldica, es por lo menos curioso observar el ingenio unas veces y la candidez otras con que los símbolos de los escudos quieren representar las hazañas del agraciado. Así, por ejemplo, mientras á los servicios que dejo citados del cacique D. Diego corresponden en el escudo armas, banderas, castillos, leones, yelmos y lambrequines, los de otro indio de igual nombre cristiano, cacique de la isla de la Puna (Quito), que proveyó de mantenimientos á La Gasca, al capitán Francisco de Olmos y á cuantos españoles pudo favorecer, se representan por canoas cargadas de víveres; la orla está formada por carneros, panes y peras, y la divisa es una cesta llena de alimentos de la que sale un carnero en salto.

El conjunto de la obra, si llega á publicarse íntegra, con ennoblecer á más de cuatrocientos descubridores, conquistadores, soldados, religiosos,

indios y ciudades, constituirá poderoso argumento contra los que acusan á nuestra patria y á nuestros Reyes de ingratitud para con los que dieron un mundo á la Corona de Castilla, y probará que había magnanimidad bastante y se sabía prescindir de preocupaciones muy arraigadas á la sazón, para imponer al indio vencido y conquistado el apellido mismo del conquistador, y elevarle al nivel del altivo castellano, ennobleciéndole además con timbres y blasones.

Claro está que no todas las hazañas premiadas son artículo de fe, ni las recompensas extricta justicia. Hay servicios encomiados que ocultan acciones vergonzosas, y es seguro que el favor allanaría muchos barrancos, y que con el oro se chapearían á veces brillantemente fondos de repugnante aspecto. Las cédulas se expedían después de la información de que hablan, presentada al Consejo de las Indias. El interrogatorio á que respondían los testigos informantes solía estar, en los casos desdichados que supongo, compuesto por el interesado, y los testigos, escogidos, y aun pagados, para contestar con arreglo á programa. Pero ésta es la inevitable excepción que hay en todas las cosas, y la conformidad de tantos hechos heróicos, solamente apuntados en las cédulas, con lo que más por extenso refieren las crónicas é historias de la conquista, es para nosotros garantía de que en la mayoría de las cédulas hallamos verdad y justicia.

Y aquí es oportuno citar otra tentativa hecha en el siglo XVII para reunir en un cuerpo, como

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