Imágenes de páginas
PDF
EPUB

rantice la independencia del individuo y el ejercicio de los derechos que le señala su carácter de hombre, igual, en ese concepto, á los demás en dignidad y suficiencia. La inclinación inevitable á sus antiguos hermanos, aun se llaman primos, y á sus hábitos de siempre, hizo á los reyes olvidar muy pronto los servicios, si interesados también, de los que, al prestarlos, á la vez que por sus personas miraban por la idea que, al fin, llevaría á la propia emancipación y, con ella, al triunfo de la general de la humanidad en el mundo.

Quedó, pues, la nobleza, si subordinada al trono, como vencida en tan recia y larga batalla, con el señorío de los mismos que la habían humillado, con fuerza, de consiguiente, para vengar su ultrajante derrota. Y se vengó cruelmente; porque, manteniendo muchas de sus exenciones, ya que no su antigua independencia, siguió ejerciendo la más cruel tiranía allí, sobre todo, donde la vista del monarca ó la de sus más altos delegados no pudiera templarla ó dulcificarla. Pero no en vano, y aunque muy lentamente, pasaba el tiempo, sucediéndose en él enseñanzas ý enseñanzas que, ya por un camino, ya por otro, iban conduciendo á la ilustración de las clases desheredadas y al conocimiento de la fuerza que habría de garantir sus legitímos derechos. Comenzando por el clero, privado de las grandes prerrogativas que antiguamente se extendían hasta la de elegir sus reyes, y que no se había corrompido poco al hacerse cortesano y al dividirse en escuelas más ó menos apartadas de la rigorosamente ortodoxa de Roma; siguiendo por la pequeña nobleza, envidiosa y rival de la antigua, como nueva que era, aunque sacada de las clases más ilustradas ó más ricas del pueblo, y acabando por los que con una educación escogida buscaban el modo de erigirse en guías de las muchedumbres, se fué creando poco á poco una atmósfera de ideas, vagas al principio, de libertad, que favorecería á la aspiración general de un estado de

equilibrio social, honroso para todos. Con la decadencia de la raza conquistadora coincidió la elevación de las clases; y á los Parlamentos á que aquélla concurría con los tan celebrados Pares para aconsejar al rey, asistieron luego los juris

consultos formando un tribunal desconocido hasta entonces y se instituyeron más tarde los Estados generales, en que votaba con la nobleza y el clero uno llamado tercer estado, compuesto del común del pueblo, pero que proporcionaba mejor y más generosamente los medios y recursos necesarios á la corona para hacerse respetar dentro del país é imponerse á sus enemigos de fuera.

Ya, pues, se ve un principio de representación nacional, en Francia durante los siglos xiv y xv; pero tan limitada por la voluntad incontrastable de los reyes como humillante para el tercer estado, que ni se atreve á revolverse contra la soberbia de los otros dos, refractarios á toda idea de confraternidad entre los tres. Si alguna vez lo intentó ó si quiso intervenir, y eso era lo único á que le ayudaban los otros en cuestiones legislativas de alguna importancia, pronto fueron despedidos los Estados generales, por el recelo de que pretendieran una soberanía que sólo tocaba al trono, ayudado, eso á lo más, por los Parlamentos, convocados y reunidos á la antigua usanza. Ya estos cuerpos se hicieron políticos, en cuanto cabía, después de haber prociamado el poder sin límite alguno de la corona, y llegaron á considerarse estables á favor de una magistratura comprada en los apuros de discordias interiores ó de guerras con el extranjero, con lo que no pocas veces trataron de imponerse, aunque la mayor parte de ellas sin fortuna, pues que no llegaron á formar nunca un cuerpo verdaderamente constitucional, árbitro como el inglés, su más ambicionado objetivo, de conceder ó negar los subsidios al rey.

En tal estado de cosas y en el peor ya posible para el pueblo francés, abrazaron su causa los filósofos que, al trabajar y cor. fruto por su emancipación política y social,

acabaron, por desgracia, con toda noción de moral cristiana y de respeto á los poderes constituídos. Minando los fundamentos de la Iglesia, fuente la más saludable de todo principio orgánico de la sociedad, que estableció, desde sus orígenes, sobre sus bases más sólidas de la familia y del Estado, creyeron y con razón los filósofos, y lo mismo los enciclopedistas que siguieron y fomentaron sus doctrinas, que no sólo nivelarían todas las clases, fuese la que quisiera su condición, sino que, al arrancar á las más elevadas los privilegios adquiridos, llegarían á rebajarlas hasta las más perseguidas por la fortuna, en venganza siquiera de las humillaciones que las habian hecho sufrir hasta entonces. Sembraban en tierra bien preparada, como que, en desacuerdo los Parlamentos, el clero y el rey en cuanto á sus privilegios y autoridad, estaban conformes en cuanto á la exclusión del pueblo de los empleos públicos, en el reparto injusto de los impuestos, cargados casi exclusivamente sobre él, los indirectos con especialidad, y en el más costoso aun de sangre, sólo redimible á fuerza de sacrificios pecuniarios que no á todos era posible hacer. La industria y el comercio, cuyo ejercicio era peculiar de otras clases. que la de la nobleza, eran los únicos agentes igualitarios en aquella sociedad en que el lujo que empobrecía á la más alta era para ellos la fuente de riqueza, capaz de ser solicitada y, por lo tanto, no pocas veces relativamente enaltecida. Pero de Voltaire, desafiando á los fieles que creían indestructible la religión, á Rouseau, proclamando el estado salvaje como el único de libertad é igualdad en la raza humana; de Montesquieu, no viéndolo sino en las sociedades antiguas, en la romana sobre todo, cuyas excelencias y vicios tan magistralmente recordaba, á D'Alembert, Diderot, fundadores de la Enciclopedia, y D'Aguesseau, Mably, Condorcet y otros muchos, filósofos también, matemáticos, economistas y maestros en artes y literatura, todos parecían conspirar con sus obras á hacer ver en el

trabajo y el talento, si caminos de perturbación para las conciencias, el del triunfo también de las ideas sobre la fuerza, los privilegios con ella sostenidos, y las antiguas costumbres de sumisión y respeto á las jerarquías y á la autoridad. Los tres primeros fueron, sin embargo, los que señalaron los principales rumbos para la obra de demolición á que dirigían sus esfuerzos; Voltaire, el del impulso hacia la primera etapa de la Revolución con el establecimiento de sus principios fundamentales de 1789; Montesquieu hacia la segunda, señalada por los constitucionales en la Asamblea nacional; y el autor del Contrato Social, en cuyas primeras frases se lee la de «El hombre ha nacido libre » donde se mantiene la soberanía del pueblo, hacia el pensamiento, ya que no los actos repugnantes y feroces, de los representantes de la Convención, manchados con la sangre del hijo de San Luis.

y

Las glorias militares, tan influyentes en el espíritu público, mantenían más que nada el monárquico en el pueblo francés, apasionadísimo como ningún otro de ellas; y así se elevó el despotismo en los días de Luis XIV hasta el punto de llegar aquel fastuoso monarca á considerarse como el Estado mismo. Pero al torcerse la fortuna, al declinar astro tan deslumbrador como el que parecía inmutable sobre la cabeza del Gran Rey, al cambiarse en tristes y abrumadores los prósperos y brillantes años de su larga soberanía, el sentimiento monárquico principió también á debilitarse. Los reveses de Hochstedt y Malplaquet sumieron á la Francia en un abatimiento tan hondo como embriagador y presentuoso se había hecho el entusiasmo producido por sus victorias en Flandes, Holanda, el Franco Condado é Italia, en cuantas partes visitaban sus banderas y recorrían sus mariscales. Después, la invasión del reino, los huracanes del cielo, la miseria y el hambre, su cortejo inseparable, la suspensión de pagos y cuantas calamidades afligen por lo regular á los vencidos, fueron fuente que pa

recía inagotable de desórdenes en París y en las ciudades más importantes y de ataques á la corona en pasquines, libros y folletos, tanto más leídos cuanto más perseguidos eran y hasta quemados en las plazas y la picota. Sólo un éxito podía contarse entre tantos reveses, el entronizamiento del nieto de Luis XIV en España, debido, mejor que á la influencia y á la acción suyas, á la lealtad castellana, triunfante después de tan rudas pruebas como las de Almenara y Zaragoza; y ese éxito había estado para fracasar, sacrificándolo el monarca francés á sus intereses particulares. Resultó en desventaja de los vencedores de la Península la misma paz de Utrecht, cuyas consecuencias se tocan todavía; de modo que, como antes hemos dicho, el esplendoroso cometa que había brillado en el cielo de Europa por espacio de casi un siglo que lleva el nombre que le dió Voltaire en sus raptos de adulación, declinó hasta dejar á la Francia en una penumbra que, á pesar de la incomparable jornada de Fontenoy, no llegó á disiparse hasta haber transcurrido otra centuria de fracasos y desgracias para su política y sus armas.

Resultado; que la Francia comenzó á perder las ilusiones que la habían hecho olvidar el estado siempre humillante y precario de las clases que con su sangre y su dinero la elevaron á tal grado de gloria y de grandeza; y, al morir Luis XV, los tres Estados que constituían la gran nación se conservaban en situación casi igual á la anterior de la Edad Media. La primera nobleza se mantenía influyendo poderosamente en la corte; la segunda, bien llamada pequeña (petite), vivía en provincias de sus rentas ó de las exacciones que no pocas veces se le consentían; el alto clero nadaba en la abundancia y el bajo se consumía en la pobreza; la industria y el comercio buscaban con su dinero el modo de ennoblecerse para obtener el desprecio de sus nuevos iguales y el rencor envidioso de los que quedaban debajo; y el que ahora llamamos impropiamente bur

« AnteriorContinuar »