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gués, el aldeano, el agricultor, el pueblo, en fin, seguía sufriendo el peso de una sociedad que, como dice un historiador, lo aplastaba. Al villano jamás le era permitido esgrimir una espada contra el pecho de un noble; y para alcanzar un empleo ó el grado de oficial en el ejército, se necesitaban tantos de nobleza como pudiera ostentar el Franco más linajudo de la conquista.

Luis XVI, lleno de bondad y aspirando á mejorar en lo posible la condición de su pueblo, encontró la opinión ya soliviantada en contra suya. La Regencia había rebajado tanto el concepto de la monarquía, que después no era fácil lo volviese á elevar el reinado, harto vergonzoso, de Luis XV, y desde el advenimiento de su nieto al trono se vieron ya signos muy próximos de una conflagración general en el país. Para alejarla, serían necesarias gran previsión política y una energía excepcional; y, desgraciadamente, Luis XVI carecía de una y otra. «La realeza, ha dicho un historiador anónimo, se degradaba sin pena entre los placeres; los nobles, según el antirrevolucionario Rivarol, parecían á lo sumo los manes de sus antepasados; ni siquiera sabían darnos generales...» «Ante semejante monarquía, de tal y tan degenerada nobleza, y de un clero donde ya no se veían Bossuets ni Fenelones, se buscaban los derechos y se estudiaban los títulos de aquellos poderes antes tan respetados. Había una enorme desproporción entre la cultura, entre el progreso de los espíritus que venían transformándose hacía un siglo, y la organización de la sociedad que en nada había cambiado y se encontraba, de consiguiente, muy atrasada.»

Tal era la separación existente entre la raza conquistadora y la antigua sólariega de Francia que, ya entrado el siglo XIX, afeaba Napoleón á Carlos IV el no saber distinguir un Montmorency de un noble de fecha reciente. ¿Cómo, pues, evitar el orgullo de los unos, representantes todavía genuinos de los vencedores en cuantos rasgos ca

racterizan á una raza privilegiada, ni el odio, así inextinguible, de los vencidos por su derrota anterior y su rebajamiento presente en la escala social?

Los primeros pasos de Luis XVI en el camino, que tan mal había de terminar, de su reinado, fueron los que debían esperarse de su carácter bondadoso. Rebajó ciertos impuestos cambiándoles, además, su índole hasta entonces humillante; y, como para dar una muestra de consideración á la opinión pública, convocó al Parlamento, cerrado no mucho antes, y se rodeó de ministros que, como Turgot y Necker, trabajaron por detener y, cuando menos, quitar pretextos á la revolución. Pero su amor á la reina María Antonieta, su esposa, y la debilidad de su carácter le hicieron desprenderse de tan eficaces auxiliares para entregarse á vanos é ignorantes arbitristas que, destruyendo la obra de sus hábiles predecesores en el gobierno, causaron la reproducción de las quejas y las innovaciones que de dentro y de fuera de la Francia llegaban, cada vez más lamentables aquéllas, y más subversivas éstas y temibles. Luis XV, al pronunciar su célebre frase de «Après Nous le déluge,; Voltaire, principalmente en su carta del 2 de Abril al marqués de Chauvelin, y Rousseau en 1760, habían profetizado la revolución, los dos últimos proclamándola en mil de sus escritos; y Luis XVI, al desterrar al Parlamento á Troyes en 1787, abrió, puede decirse, el período de aquella era funesta que habría de trastornar hasta en sus más sólidos fundamentos la antigua sociedad francesa. Porque el Parlamento volvió luego á París, y las escenas que en él se produjeron, más tenían el carácter de independencia que el de protesta contra la intervención de María Antonieta en los asuntos del gobierno, contra las torpezas autoritarias del arzobispo de Tolouse, llevado por ella al Ministerio, y las ineficaces imposiciones del débil Luis XVI. Por fin se hizo preciso convocar los Estados generales, que se reunieron el 5 de Mayo de 1789; recono

ciéndose primero la participación, y después la supremacía en ellos de aquel tercer estado, á quien antes se negaba todo y que Sieyes y sus amigos decían debía ser todo.

Continuación

de Floridablanca en el go

Poco antes de acontecimiento de tal magnitud

para la suerte, no de Francia sólo, sino del munbierno. do entero, subió Carlos IV al trono español. Si se temió por unos días que en circunstancias tan críticas al sentir de los hombres pensadores de nuestra patria, llegara á desprenderse de los servicios del eminente estadista conde de Floridablanca, no se tardó á ver que el nuevo rey había respetuosamente seguido los consejos que le diera su antecesor y padre en el lecho de la muerte. Decimos que se temía la destitución de Floridablanca, porque se susurró en aquellos primeros momentos, y Jovellanos lo confirmaba poco después, que á consecuencia del despacho del domingo 28 de Diciembre, esto es, á los catorce días de la muerte de Carlos III, se había visto á su experto ministro abatido y escribiendo tres horas seguidas, y que el martes siguiente hasta había hecho á sus soberanos alguna indicación de retirarse 1. Parece, sin embargo, que la reina le contestó que aun no era tiempo; con lo que Floridablanca pudo continuar al frente del Ministerio, aunque, como se desprende de esas palabras, más tolerado que acogido con la gratitud y entusiasmo que merecía.

Ya conoce el lector la Representación, memoria de los servicios prestados por Floridablanca en el tiempo de su gobierno, leída á Carlos III en Octubre de 1788 á presencia del que pocos días después iba á sucederle en el trono. Si en su largo contesto no aparece alusión alguna á los suce

1 En el manuscrito ya citado de Jovellanos se lee lo siguiente: «Actualmente se dice que F. B. piensa en hacer dimisión. De resultas del despacho del domingo 28 de Diciembre (esto se escribía tres días después) estuvo tres horas escribiendo, y se le advirtió muy abatido. El martes hizo alguna insinuación acerca de retiro; la reina le dijo, que aun no era tiempo: Éste corre, veremos. Acaso trabajará por traer á Azara al Ministerio de Gracia y Justicia, y abrirá un hueco en Roma como su antecesor Grimaldi.»

sos interiores de Francia, refiriéndose más bien á la parte tomada por aquel celoso ministro en la resolución de los graves problemas planteados sobre la política de familia iniciada por Carlos III desde su llegada á España, aun puede observarse que en varias de las disposiciones que allí se recuerdan y los comentarios que provocan, se descubren tendencias á impedir que aquellos sucesos y las ideas que los habían producido, tuvieran imitación ni siquiera resonancia en nuestro país. En la administración que ha hecho la gloria de aquel insigne hombre de Estado, se notan un cambio marcadísimo que en otras circunstancias revelaría poca fijeza en sus pensamientos políticos, contradicciones inexplicables, y una debilidad de carácter impropia del consejero de uno de los soberanos que más se picaban de no sentirla jamás. Y, sin embargo, bien estudiada esa administración, se la ve ejercida en razón, aunque opuesta, de la fuerza que empuja á la Francia por el resbaladizo camino en que acabamos de dejarla. No nos toca volver los ojos al reinado de Carlos III en que otros más perspicaces habrán hecho á nuestros lectores descubrir los resortes más delicados de un oportunismo, como ahora se dice, que explica, así los orígenes de la revolución que ya se iniciaba en el vecino reino como la política seguida para apartar de España los peligros que eran de temer. No era el mismo el estado social en ambas naciones, como tampoco se podían confundir las causas que produjeron el de nuestra limítrofe de los Pirineos con las muy distintas de una monarquía en que su constitución, desde los Reyes Católicos sobre todo, la unidad religiosa, con tan escrupulosa vigilancia y severos modos conservada, y la extraña circunstancia de haberse, con rara excepción, asimilado siempre á los vencidos los conquistadores, quitaban á la aristocracia los medios de imponerse y al pueblo motivos de quejarse por las preeminencias y las tiranías de un feudalismo, si ensayado aquí por algunos advenedizos en época remota, reprimido por la co

rona y rechazado por todos. El clero, por otra parte, lo mismo el alto que el bajo, no debía su influencia al nacimiento de sus miembros, arrancando en su casi totalidad del pueblo; y apoyado como estaba por los reyes, constituía uno de los elementos más democráticos de la nación. Pero, aun sin esos peligros, graves y manifiestos en Francia, se hacía necesario en España ejercer tanta energía como cuidado para evitar el contagio de ideas que los ignorantes y los desgraciados habrían naturalmente de acoger con simpatía; y Floridablanca había sido la palanca más poderosa para resistirlas con una fortuna que no tardó en ponerse de manifiesto en cuantas ocasiones se presen

taron.

Era, pues, una garantía y sólida para las esperanzas que pudiera abrigar el pueblo español en el nuevo reinado, un hombre de la capacidad y la experiencia de Floridablanca; y de habérsele aceptado la dimisión que, bien á pesar suyo se conoce, presentaba á los 14 días de la muerte de Carlos III, hubiérase producido una gran perturbación que, de seguro, se atribuiría á exigencias de la reina y á debilidad del rey 1. El soberano difunto, que conocía, como es de suponer, perfectamente á su hijo, le recomendó no deshacerse de estadista tan hábil; y á ese consejo se deben, sin disputa, la tranquilidad y el bienestar de que España continuó disfrutando algunos años.

Con Floriblanca siguió el Ministerio todo que había presidido hasta entonces. Eran cinco las secretarías del Despacho para los asuntos de España é islas adyacentes, las de Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Marina y Ha

1 Decimos que á su pesar, porque tantas veces repite la solicitud de retiro en su « Representación», y eso después de hacer ver sus eminentes servicios, que más parece temerlo que desearlo. En otro caso no se pediría al demostrar que nunca son más necesarios esos servicios, y menos cuando ni los años ni las enfermedades se lo exigían, puesto que murió 20 después de Presidente de la Junta central y en lo más recio de una lucha, cual pocas de enérgica y asoladora.

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