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yes escritas sino las de la naturaleza sujetaban á la dinastía en su existencia y en su porvenir social y político. El Pacto de Familia, embozado en una cuestión de dignidad, condujo á España á la guerra con la Gran Bretaña, lucha ruinosa que, además, amenazaba con hacerse interminable por no consentir el carácter inflexible de Carlos III el olvido ni el perdón de la injuria, como inglesa, provocativa é injusta que se le había inferido en Nápoles. Es verdad que esa injuria había revestido tales caracteres de tiránica y ultrajante, que no era para desentenderse de su recuerdo el día en que pudiera ser vengada, mucho más estando al frente de un pueblo como el español, ganoso de, á la primera circunstancia favorable, reaparecer en el gran teatro de Europa con las excelentes condiciones que tanto le habían hecho brillar en las dos centurias anteriores. El reinado pacífico de Fernando VI, si ventajoso para el acrecentamiento de la prosperidad interior, mantenía á los Españoles en una inacción militar opuesta al espíritu belicoso de que siempre han hecho alarde : nada de extraño, pues, que sus deseos de una era nueva de acción y de influjo en ellos, coincidiera con los del rey Carlos en su anhelo de demostrar, á la vez que sus afecciones de familia, el que tanto tiempo hacía le devoraba de responder al insulto de los Ingleses en Nápoles con las represalias á que parecía convidarle su nueva posición en el trono de las Españas.

Con esas condiciones y el tacto y la experiencia que había adquirido en Nápoles para los negocios de Estado, Carlos III se hizo amar de los Españoles desde el momento de su llegada á la Península; acrecentándose después más y más ese afecto con la buena elección que tuvo para sus ministros, los últimos particularmente, y con las mejoras que introdujo en la administración y en el ornato, sobre todo, de la capital. Viniendo de un país como el italiano, heredero del sentimiento eminentemente estético de los Griegos, donde se había acrecentado su pasión desde la in

fancia á lo bello y grandioso en cuanto á los edificios públicos y los monumentos que pudieran recordar las glorias de la patria, Madrid se vió crecer y hermosearse al poco tiempo de haber vuelto Carlos III á pisar su triste y árido suelo; y los Madrileños, para mostrarle su agradecimiento, le prodigaron en vida, y siguen prodigando después á su memoria, las manifestaciones más calurosas de afecto.

Al morir Carlos III aun conservaba España no poco del gran prestigio que la habían hecho ejercer en Europa la política de nuestros más hábiles estadistas y las armas de aquellos soldados incomparables que lo habían elevado á la categoría de supremo é indiscutible con los primeros soberanos de la casa de Austria. Si, entretanto, se había, puede decirse que transformado la Europa, fortificándose poderes antes medianos y creándose otros nuevos; si en el tratado de Utrecht se mostraba Inglaterra preponderante en el mar y con una influencia en las contiendas campales que ya debía preocupar á los hombres de Estado, y si el talento extraordinario de un soberano, político astuto y general el más insigne de su tiempo, había preparado el Imperio, hoy reciente, de Alemania, cuyo carácter étnico se le negaba entonces; si se había roto la unidad ibérica, tan sabia como gallardamente realizada por el genio político de Felipe II y el militar del gran duque de Alba; si en el mundo todo se descubrían así como tendencias á fundir en nuevos moldes la manera de ser de las naciones y sus gobiernos, de las colonias y sus leyes, de la sociedad misma amenazada ya de todo género de mutaciones, en la vecina Francia particularmente, todavía le era dado á España ostentar un poderío que pesaba mucho en la balanza de los destinos del orbe que con orgullo podía recorrer su gloriosa bandera.

Había crecido la población en proporciones considerables, llegando al de más de 11.000.000 el número de los habitantes en la Península; y las rentas, aunque abultadas por nuestros estadistas de entonces, habían recibido un

aumento extraordinario, extinguiéndose parte, aunque no mucha, de la deuda pública. Progresó el ejército con organizaciones que mejoraron, sobre todo, la educación de los oficiales, estableciéndose excelentes academias y colegios, entre éstos el de Artillería en Segovia, donde explicaban los principios fundamentales del arma profesores como D. Vicente de los Ríos y D. Tomás de Morla, brillantes lumbreras de la ciencia militar, lo mismo que aquí, en toda Europa; y la marina contaba en la época á que nos venimos refiriendo con cerca de 70 navíos y más de 30 fragatas, la mayor parte en el mejor estado. Y todo esto, como el aspecto de cultura y hasta de suntuosidad que iban ofreciendo las grandes ciudades de la Península, y la creación de establecimientos comerciales y de crédito, como el Banco de San Carlos en Madrid, y las Compañías de Filipinas y de Caracas para las colonias; cuanto en las esferas de la justicia, de la Administración y de la moral podía representar un verdadero progreso, pero real y práctico, para la gobernación de un Estado, se debió á esas cualidades que, con razón en nuestro sentir, hemos atribuído al rey Carlos III 1.

No carecía su hijo y sucesor de algunas de esas Las de Carprendas; pero son tales las que exige el arte de los IV. gobernar, que no con la de varias, como entonces aconte

1 Excesivamente sucintas parecerán á muchos las precedentes observaciones sobre el estado en que Carlos III dejó á España el día de su muerte; pero hay que tomar en cuenta, si ha de hacerse justicia al autor, las condiciones en que aparece la publicación de la obra de que forma parte esta historia. Empezando simultáneamente á ver la luz los diferentes tratados que la componen, nadie podría emprender su lectura sin un esbozo siquiera, brevísimo cuanto sea posible en cada caso, del que hubiera de precederle, bajo puntos de vista, diferentes acaso, pero que el historiador necesita revelar para que no se le acuse después de incongruente en sus apreciaciones y conceptos. Cuál sea el juicio que forme quien describe el reinado de aquél, de todos modos insigne soberano, ya nos lo dirá él mismo al terminar su trabajo; pero, entretanto, no podríamos dejar sin explicación el nuestro, aun cuando no sea más que para mostrarnos lógicos y consecuentes en la comparación que nos toque hacer de uno y otro gobierno, el del padre y el de su hijo y discípulo.

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cía, sino que con la falta de una de las más esenciales se resienten los organismos de la Administración pública, por robustos y activos que parezcan los poderes que los emplean y dirigen. No carecía de algunas Carlos IV, repetimos, ya que á un corazón recto y exuberante de bondad, á un juicio no común, á una moral rígida y hasta severa para consigo mismo, y á un espíritu de justicia, casi extraordinario, unía los caracteres más significativos de la dignidad real, que ningún pueblo estima mejor y agradece más que el español en sus soberanos. Decía después el célebre arzobispo de Malinas, M. de Pradt: «El Rey de España no era más poderoso que los otros, pero idealmente parecía más Rey que ellos. Y ese, que confirmaron más tarde conceptos bien elocuentes de Napoleón, aun cuando mezclados con ironías sugeridas por el reconocimiento de su condición de advenedizo, era uno de los rasgos característicos de Carlos IV, heredado, es verdad, de sus antecesores en el trono y del Gran Rey, prototipo de aquel realce en majestad y decoro, que la lisonja le hacía pretendiera elevarse á las alturas del sol. Pero con esas prendas personales, por cuantos le conocían admiradas, mezclábanse otras que, reconociendo el mismo origen, como consecuencia, que en parte eran, de ellas, de la bondad de su carácter y la rigidez de sus costumbres, harían de Carlos IV instrumento y en ocasiones juguete de las pasiones, á veces las más ruines y hasta vergonzosas, de los que acabaron, influyendo con él, por dominarle y perderle. Y es que, sometido tantos años, hasta alcanzar los cuarenta de su edad, al predominio paterno, ejercido por quien no consentía nunca la menor resistencia á sus voluntades, ni aun la observación más deferente á sus pensamientos, podía considerarse como saliendo apenas de su minoría oficial, sin el ejercicio, por consiguiente, de su albedrío y sin la experiencia de la vida, en lo que iba á necesitar más para imponerse, ó hacerse por lo menos, respetar. Falta es la de carácter, que se hace inmediatamente

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