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notable, si de lamentar siempre y en todos, mucho más en las personas constituídas en autoridad, pero, sobre todo, en los destinados á regir las grandes colectividades humanas. La severidad, si raya en excesiva, si se convierte en rigor, puede llevar á la tiranía y producir el odio y hasta la desesperación en los individuos y los pueblos; la debilidad conduce al desprecio y, con él, á la pérdida de todo respeto, al entronizamiento de las rebeldías más procaces, á la anarquía, por lo menos, que se ha dado en llamar mansa de las naciones.

Sujeto, como se ha dicho, á la autoridad paterna Carlos IV, y sin gran participación en los negocios de Estado, se había decidido por disfrutar de la que ampliamente le otorgaba su padre, la de la caza, nunca negada á los hijos en la casa de Borbón; siendo rara la batida en que no se viese á Carlos III dando lecciones del arte venatorio á los infantes y acompañado, casi siempre, del príncipe su heredero. Con eso, su complexión, ya robusta, se había hecho extraordinariamente vigorosa, hasta el punto de alardear de fuerzas, de que en él y en los demás consideraba como dotes muy apreciables, cuando lo que España apetecía en su soberano eran talentos y aficiones y perseverancia para cultivarlos. Ni la fortaleza corporal, ni el ejercicio, asaz violento, á que tan asiduamente se dedicaba, ni su inclinación, también desmedida, á las artes mecánicas, habrían de sacarle airoso en la grave crisis que amenazaba á la Europa toda, vista venir por las inteligencias claras de tiempo atrás, y por las más torpes desde el día en que se cerraban para siempre los ojos de su padre á la luz de la vida. Porque, no de entonces, sino de mucho antes se dibujaba en los horizontes políticos del viejo a Revolucion mundo la nube que, preñada de sangre y fuego, descargaría del otro lado de los Pirineos, en pueblo que, como el francés, necesita poco para inflamarse, y capaz, por las condiciones suyas y las de aquel tiempo, de llevar á

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Preludios de

francesa.

todas partes el germen de sus males y los huracanes que pudieran producir. Los preludios de la Revolución francesa se sienten, con efecto, en época muy remota de la en que sus terroríficos efectos: las causas proceden del carácter mismo y la constitución de las huestes conquistadoras, últimas en llegar á la morada de la gente gala para en ella establecerse, haciéndose su perpetua dominadora, dándola su nombre é inspirándola sus preeminencias aristocráticas y su genio emprendedor. El feudalismo franco, armado del derecho del sable, dominante en aquellas edades, se apodera de la tierra y, no satisfecho con eso, ejerce su despótico influjo hasta sobre la misma propiedad mueble y, perturbando las ideas todas de la moral y la conciencia, llega á imponer en el hogar de sus vasallos la opresión más abominable y deshonrosa. La desesperación arma á su vez á la justicia y á la razón contra la arbitrariedad; y viéndose, aun así, vencida, busca el contrapeso en las alianzas, hallándolo en la realeza, si no desconocida por ser objeto de su vanidad, no muy respetada y hasta en ocasiones desobedecida por unos señores que, en compensación de su feudo, la exigen una casi completa independencia para sus tiránicos procedimientos. Y la coalición, después de mil vaivenes de la fortuna, llega á verse coronada por la victoria; pero, como tan desigual para unos tiempos en que se ha perdido hasta la memoria de toda noción de igualdad y de las libertades que tanto avaloraron á pueblos cuya historia se desatiende del mismo modo, redunda más que nada en provecho de su primero y más brillante factor. La autoridad real concentra, efectivamente, en sí su propia fuerza y la de sus aliados, de quienes, al sujetar á sus antes rebeldes conmilitones de la conquista, hace, mejor que auxiliares, vasallos y servidores. Del feudalismo pasaron, pues, los pueblos de la Francia al despotismo, no tan denigrante, en verdad, y vejatorio, como no tan próximo tampoco ni de tantos, pero despotismo al fin, desconocedor de toda ley que ga

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