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CAPÍTULO XXV

RESUMEN CRÍTICO DE LOS SUCESOS DE ESTE SIGLO

De 976 á 1085

Expónense las causas de los sucesos de este período.—Cotéjase la situación de la España cristiana y de la España árabe á la aparición de Almanzor.-Retrato moral de este personaje.-Lo que ocasionó su ruina.--Crisis en el imperio musulmán. -Mudanza en la condición de los dos pueblos.-Comparaciones.-Por qué los príncipes cristianos no aprovecharon el desconcierto del imperio árabe.-Desavenencias, escisiones, guerra entre las familias reinantes españolas. - Juicio del carácter y conducta de cada monarca, y fisonomía de cada reinado.-Paralelo entre el comportamiento de un rey árabe, de un rey de Castilla y del Cid Campeador con Alfonso VI.-Disidencias entre los príncipes cristianos de Aragón, Navarra y Cataluña.-Importante y melancólica observación que nos sugieren estos sucesos.-Por qué iba adelantando la reconquista en medio de tantas contrariedades.—Causas de la decadencia y disolución del imperio Ommiada.

En los 109 años que han trascurrido desde la elevación de Almanzor, el enemigo formidable de los cristianos, hasta la conquista de Toledo por Alfonso VI de León y de Castilla, ha variado completamente la situación respectiva de los dos pueblos, el cristiano y el musulmán. Los poderosos y soberbios son ahora los abatidos y flacos. Los que eran débiles y pobres se presentan ya pujantes y orgullosos. Parecía que no faltaba sino inscribir definitivamente la palabra «triunfo » sobre el pendón del Islam, y sin embargo resplandece la cruz sobre la cúpula de la grande aljama de Toledo convertida en basílica cristiana. El grande imperio mahometano de Córdoba que amenazaba absorber hasta el último rincón de la España independiente ha caído desplomado; extinguióse la ilustre estirpe de los esclarecidos Beni-Omeyas, y los reyezuelos que sobre las ruinas del grande imperio han levantado sus pequeños tronos, los unos han sido derrocados por los monarcas cristianos, los otros han caído á impulsos del huracán de la discordia civil, los otros son tributarios de los soberanos de Castilla, de Aragón ó de Barcelona. ¿Cómo y por qué causas se ha obrado esta mudanza en la condición de los pueblos?

Después que la traición y el veneno pusieron fin á los días de Sancho el Gordo, la monarquía madre de Asturias y León viene á caer en manos de un niño de cinco años (1), y de dos mujeres (2). ¿Qué se podía esperar de la suerte de este pobre reino, fiado á manos tan débiles, precisamente cuando en el imperio musulmán ha sucedido á Abderramán III el Grande su hijo Alhakem II el Sabio? Por fortuna de los cristianos, Alhakem los deja vivir en paz, porque ama más los libros que las armas y gusta más de letras que de conquistas: y por fortuna suya también la monja Elvira que gobierna el reino acredita con su prudencia y discreción que bajo la toca de la virgen hay una cabeza que pudiera ceñir dignamente la diade

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ma real. Pero aquel niño crece, y creciendo en cuerpo y en años crece también en aviesas inclinaciones, sacude el freno de la dirección y del buen consejo de sus prudentes tutoras, corre desbocado por el camino de los vicios, irrita con su desacordada conducta, con su altivez y ásperos tratamientos á los magnates de su reino, levántanse los nobles, se alza un pretendiente al trono, corónanle sus parciales y le ungen con el óleo santo, se hacen armas por una y otra parte, se pelea, y la discordia, y el desconcierto y el desorden reinan en la pobre monarquía leonesa.

¿Y cuándo acontece todo esto? Cuando en el pueblo enemigo, cuando en el grande imperio musulmán aparece un genio belicoso, emprendedor y resuelto, figura histórica colosal, gigante, que desde su aparición asombra, y á quien sin embargo se le ve siempre creciendo; político profundo, ministro sabio, guerrero insigne, el Alejandro, el Aníbal, el César de los musulmanes españoles. Excusado es que nombremos á este famoso personaje con su verdadero nombre: porque, ¿quién conoce á Mohamed ben Abdallah ben Ami Ahmer el Moaferi? Mas si le apellidamos con el título que le valieron sus hazañas, si le nombramos Almanzor, no hay ni quien le desconozca ni quien le pronuncie sin asombro y sin respeto.

Cuando un pueblo tiene la desgracia de ver sucederse una serie de príncipes, ó débiles y flacos, ó desatentados y viciosos; cuando además este pueblo se ve destrozado por las ambiciones y las discordias; cuando al propio tiempo en el pueblo enemigo se levanta un genio de las dimensiones de Almanzor, ¿quién no teme, y quién no augura la ruina propia é inmediata de aquel imperio? Emprende Almanzor aquel sistema propio suyo de las dos irrupciones y campañas anuales. Incierto como un cometa errante, terrible como el trueno, rápido como el rayo, no se sabe nunca dónde irá á descargar el siniestro influjo de este astro de muerte, si al Norte, si al Este, si al Oeste de la España cristiana. Todo lo recorre el valeroso musulmán, y allí se deja caer como una lluvia de fuego donde menos se le espera. Los cristianos pelean con valor, pero ¿quién resiste á la impetuosidad del mahometano? Cada estación señala un triunfo para el guerrero árabe, y sus victorias se cuentan por el número de sus campañas. Zamora, la Numancia de aquellos tiempos; León, la corte de los monarcas cristianos; Barcelona, la ciudad de Luis el Pío y de los Wifredos; Pamplona, la plaza envidiada de Carlomagno; Compostela, la Jerusalén de los españoles; San Esteban de Gormaz, una de las llaves de Castilla, todo cae al golpe de las cimitarras sarracenas, todo cede al ímpetu del alfanje manejado por el brazo irresistible de Almanzor. Bermudo el Gotoso de León se refugia á los riscos de Asturias con las reliquias de los santos y las alhajas de los templos como en tiempo de Rodrigo el Godo. Borrell huye de Barcelona como Bermudo de León. Las campanas de la basílica del santo apóstol son llevadas á la corte musulmana para servir de lámparas en el gran templo de Mahoma. El conde García de Castilla es conducido y atado como un ciervo á los pies de Almanzor; y mientras su hijo Abdelmelik gana en África el título de Almudhaffar (guerrero afortunado), los cristianos de España se ven reducidos á la cuna de su independencia como en tiempo de la conquista.

Una ilustre religiosa de León, la célebre abadesa Flora, cautivada con

otras compañeras en la catástrofe de aquella ciudad, nos dejó consignados en patéticos lamentos los estragos de aquellos días de tribulación. «Los pecados de los cristianos, dice, atrajeron la gente sarracena de la estirpe de los ismaelitas sobre toda la región occidental, para devorar la tierra, pasar á todos al filo de sus aceros. ó llevar cautivos á los que quedaran con vida. Nuestra constante acechadora la antigua serpiente les dió la victoria: destruyeron las ciudades, desmantelaron sus muros y lo conculcaron todo: los pueblos quedaron convertidos en solares, las cabezas de los hombres cayeron tronchadas por el alfanje enemigo, y no hubo ciudad, aldea ni castillo que se librara de la universal devastación.»

¿Será que haya sonado la última hora para el pueblo fiel? ¿Habrá entrado en los decretos eternos que sean perdidos para los cristianos los sacrificios de cerca de tres siglos? No: el que rige la marcha de la humanidad y tiene en su mano los destinos de las naciones, volverá los ojos hacia su pueblo: pasará la tormenta, se calmará el huracán, caerá el coloso del Mediodía, el Nembrot de los muslimes. La Providencia envía un soplo de inspiración á los monarcas cristianos, y los que estaban sumidos en el abatimiento se sienten de repente fortalecidos, y los que hasta entonces habían sido víctimas de sus propias rivalidades se unen instantáneamente para hacer un vigoroso y desesperado esfuerzo en defensa de su fe y de su libertad. Líganse como instintivamente los soberanos de León, de Castilla y de Navarra, atrévense á desafiar al hombre de las cincuenta victorias y se da la memorable batalla de Calatañazor. La Providencia, que suele hacer visible su omnipotente mano en las ocasiones solemnes, mostró allí que no abandonaba á los que confiados en ella no se dejan abatir por los infortunios. En el camino de Medinaceli se ven cuatro guerreros musulmanes conduciendo en hombros un personaje moribundo entre las desordenadas filas de un ejército consternado. Este personaje exhala entre acerbos dolores su último suspiro..... Conducido á Medinaceli, una lápida sepulcral guarda sus restos inanimados. Era Almanzor, el grande, el guerrero, el victorioso. «¡Almanzor ha muerto! exclaman los soldados de Mahoma con acento dolorido: ¡cayó la columna del imperio!» El pueblo cristiano entona himnos de regocijo, y Córdoba viste de luto después de la batalla de Calatañazor, como Roma después de la batalla de Cannas. El imperio musulmán que llegó al apogeo de su engrandecimiento bajo un califa niño, comenzará á decrecer bajo un rey cristiano niño también, porque niño es Alfonso V de León como Hixem II de Córdoba, que Dios quiso colocar al pueblo cristiano en circunstancias análogas á las del pueblo infiel para sus sabios fines.

Difícilmente presentará la historia de ningún pueblo entre sus grandes hombres el tipo de un personaje como Almanzor. Que fuese gran ministro, hábil regente, político profundo, administrador diestro, batallador insigne y el mayor general de su siglo. nos causaría admiración, pero no asombro: que no se arredrara ante ningún obstáculo, ni cejara ante ningún crimen, ni reparara en la calidad de los medios para llegar á los fines de su ambición: que fuera deshaciéndose por reprobados caminos de todos los que creyera podían servirle de estorbo para afianzar su omnipotencia, cualidades son en que por desgracia se le han asemejado muchos de los

que la historia decora con el título de héroes. Pero Almanzor es acaso el único valido que, colocado por el favor en la cumbre del poder, haya ejercido por espacio de veinticinco años una soberanía absoluta, una omnipotencia ilimitada, sin excitar la murmuración ni la odiosidad del pueblo, siempre propenso á aborrecer á los privados. Almanzor, ministro, tutor y árbitro de un califa imbécil, dueño del favor de la sultana madre, sin rivales que temer porque ha cuidado de anonadarlos ó extinguirlos, emplea su omnipotente privanza en dar ensanche, engrandecimiento y gloria al imperio. Soberano de hecho, querido del pueblo y adorado de los soldados, reducido á perpetua nulidad el que de derecho ceñía la corona, Almanzor no aspira á usurpar un título cuyas atribuciones ejercía; era rara moderación atendida la condición humana que así suele ambicionar los títulos como las cosas. Y el pueblo, que gustaba de ver respetado el principio de sucesión en su amada familia de los Beni-Omeyas, parecía al propio tiempo agradecer en vez de sentir, que su califa viviese aislado y encerrado como un imbécil, á trueque de ver prosperar el imperio bajo el poder omnímodo de tan gran ministro.

El califa Hixem vegetando entre pueriles placeres en el alcázar de Zahara represéntanos al débil emperador Honorio cobijado en el palacio de Rávena en vísperas de desmoronarse el imperio romano, con la diferencia que Estilicón, aunque ministro hábil y guerrero valeroso, no poseía ni el talento ni las altas prendas, ni el ánimo elevado de Almanzor.

¿Era en realidad imbécil el califa Hixem, ó fué plan combinado de Almanzor y de la sultana Sobehya mantener embotadas sus facultades intelectuales? Si no lo era, ¿cómo la sultana madre consentía que su hijo desempeñase un papel tan degradante y abyecto? ¿Qué clase de relaciones mediaban entre la sultana y el ministro-regente? ¿ Eran sólo políticas, ó se mezclarían afecciones de otra índole? Esto es lo que no vemos declarado por ningún escritor musulmán, como si se hubiesen propuesto encubrir con el velo del silencio hasta la menor flaqueza, si la había, que pudiera empañar la gloria del grande hombre á quien tanto debía el imperio.

Contrastes singulares presenta la vida de Almanzor. Como guerrero, hace su campaña periódica, vence, conquista, destruye, se vuelve á Córdoba, licencia su ejército y ya no es Almanzor el guerrero, el conquistador, el victorioso: es Mohammed el hagib, el primer ministro y regente del imperio, el administrador celoso, el justo distribuidor de los cargos públicos, el amigo de los pobres, el fundador de escuelas, el académico, el protector de las ciencias y de los sabios, el amparador y premiador de los talentos (1). El gran perseguidor de los cristianos y el destructor de sus ciudades celebra las victorias de su hijo en África dando libertad á dos mil esclavos cristianos, pagando á los pobres sus deudas y distribuyendo entre los necesitados abundantes limosnas, y festeja y solemniza

(1) Si es cierto lo que cuenta Dozy (Investigaciones, t. I, pág. 4), que para captarse el amor del pueblo hizo quemar los libros de filosofía y de astronomía que halló en la gran biblioteca formada por Alhakem II, no acertamos á conciliar esta conducta con el grande amor á las letras y con las ocupaciones académicas de que nos dan noticia los más de los historiadores.

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CAPITELES DE ESTILO ÁRABE BIZANTINO, EXISTENTES EN EL MUSEO PROVINCIAL DE CÓRDOBA (COPIA DE UNA FOTOGRAFÍA)

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