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la Corona de Aragón hemos encontrado un documento que prueba bien el atraso literario de aquel país en el siglo que examinamos. Es una escritura, en que consta que Giliberto obispo de Barcelona y los canónigos de Santa Cruz, por la gran falta y necesidad que tenían de libros, compraron en las calendas de diciembre del año 14 de Enrique (1) á Raimundo Seniofredo dos libros de gramática por precio de un casal sito en el Call de Barcelona, y una pieza de tierra sita en Mogoria, y firmaron la escritura de contrato cuatro obispos y varios eclesiásticos de dignidad, con el juez de Ausona (2). Todos estos requisitos y formalidades se emplearon para la adquisición de dos libros de gramática.

¿Pero era sólo en España donde se padecía esta escasez de elementos de instrucción? General era y acaso mayor en otros países de Europa á pesar de hallarse en circunstancias menos desfavorables que el nuestro. Un ejemplar de las Homilías de Haimón obispo de Halberstad, costó á la condesa de Anjou doscientos carneros, cinco cuarteras de trigo y otras tantas de centeno y de mijo (3). Cuando se regalaba algún libro á alguna iglesia ó monasterio, el donador le ofrecía en persona delante del altar por el remedio de su alma (4). Motivábalo en gran parte la falta de materiales en que escribir. Escribíase sólo en pergamino, y era muy común tener que borrar un libro de Tito Livio ó de Tácito para reemplazarle con la vida de un santo ó con las oraciones de un misal. Remedióse mucho este mal en el siglo XI con la invención del papel debida á los árabes, que ́ favoreció extraordinariamente el estudio de las ciencias con la multiplicación de los manuscritos.

Así no es maravilla que el clero español fuese poco ilustrado: y á pesar de todo éralo más que el de otras partes. Lamentábase Alfredo el Grande de que desde el río Humber hasta el Támesis no se encontrase un sacerdote que entendiese la liturgia en su idioma natural, ó que fuese capaz de traducir el más fácil trozo de latín. Entre las preguntas que los cánones prescribían hacer á los que aspiraban á ser ordenados, era una si sabían leer el evangelio y las epístolas, y si á lo menos literalmente podían exponer su sentido; y muchos eclesiásticos constituídos en dignidad no pudieron firmar los cánones de los concilios á que asistían como miembros (5). General era la ignorancia entre los legos de más alta jerarquía: y en esa Francia, después tan ilustrada, se cita, ya en el siglo XIV, el ejemplo del condestable Duguesclin, uno de los más ilustres personajes de su época, que no sabía leer ni escribir (6). La irrupción de la milicia de Cluni en España, de esa milicia que producía los varones más doctos de su tiempo,

(1) Que corresponde al 1044.-En Cataluña siguieron por muchísimo tiempo rigiéndose en su sistema cronológico por los reinados de los reyes de Francia, en lugar de la era que regía en el resto de España.

(2) Pergamino núm. 75 del 8.o conde de Barcelona don Ramón Berenguer I.

(3) Hist. lit. de France par des relig. benedict. t. 7, pág. 3.

(4) Murat. vol. 3, pág. 836.

(5) Nouveau Traité de Diplomat. vol. 2.

(6) Sainte-Pelaye, Mem. sur l'anc. chev.

Puede verse sobre este asunto toda la nota X del discurso preliminar de Robertson

á la Hist. de Carlos V.

fué favorable bajo el aspecto literario al clero español, si bien parecía llevar en ello la doble mira de monopolizar las letras en el clero y de convertir la España en una nación puramente teocrática, pues á muy poco vemos al obispo Diego Gelmírez en un concilio de Santiago prohibir que los clérigos enseñasen á los legos (1).

En cuanto á la grosería y corrupción de costumbres, no negaremos que fuese lamentable la de una gran parte de nuestro clero, á juzgar por las medidas que para corregirla se tomaron en los concilios de Coyanza, Jaca, Gerona y otros de este siglo. Duélenos leer en la Historia Compostelana que los canónigos de la iglesia de Santiago «vivían como animales, y se presentaban en coro sin cortarse jamás las barbas, con capas rotas y cada una de su color, habiendo tal desorden, que mientras unos canónigos comían con la mayor esplendidez, otros se morían de hambre.» ¿Pero eran más cultos ó menos corrompidos los eclesiásticos del resto de Europa? Desconsuela leer los escritos de Baronio y de Pedro Damiano, y los cuadros de desmoralización que en ellos nos presentan. Rather, arzobispo de Verona, que habiendo congregado un concilio halló que muchos de los asistentes ni aun sabían el Credo, declamaba enérgicamente contra el clero de Italia, que «excitaba con el vino y los alimentos sus apetitos libidinosos.» El bienaventurado Andrés, abad de Vallombrosa, exclamaba: «El ministerio eclesiástico estaba seducido por tantos errores, que apenas se hallaba un sacerdote en su iglesia: corriendo eclesiásticos por aquellas comarcas con gavilanes y perros, perdían su tiempo en la caza: unos tenían taberna, otros eran usureros: todos pasaban escandalosamente su vida con meretrices: todos estaban gangrenados de simonía hasta tal extremo, que ninguna categoría, ningún puesto desde el más ínfimo hasta el más elevado podía ser obtenido, si no se compraba del mismo modo que se compra el ganado. Los pastores, á quienes hubiera correspondido poner remedio á esta corrupción, eran hambrientos lobos (2).» «Tienen hambre de oro, exclama Pedro Damiano hablando de los prelados... (3).» Pero no recargaremos más este cuadro, y sólo diremos con un erudito escritor de nuestros días: «Tanta depravación atestiguan las crónicas, las invectivas de los hombres honrados y de los concilios, que en esto mismo se ve una prueba más de la institución divina de la Iglesia, pues si hubiera sido una institución humana, de cierto hubiera sucumbido (4).»

Infiérese de todo, que el clero español en este siglo, en medio del estado de perturbación en que se hallaba la España, y á pesar de sus desarreglos parciales, era el menos corrompido y acaso el menos ignorante de Europa.

V. Dificil es siempre reducir á un cuadro las costumbres públicas que retratan ó constituyen la fisonomía de un pueblo y de un período, y más de una época de que quedan tan escasos documentos. Indicaremos, no obstante, algunas de ellas.

(1) Aguirre, Collect. max. concil., t III. (2) Ap. Puricelli de San Arialdo, II.

(3) Op. XXXI, c LXIX

(4) César Cantú, Hist. Univ., época X.

El espíritu caballeresco toma gran desarrollo en este siglo. Aunque mezclados muchos hechos con las fábulas introducidas por los romances; aunque contemos entre las invenciones el reto del príncipe don Ramiro de Navarra á todos sus hermanos por defender el honor de su madre acusada de adulterio; el de don Diego Ordóñez de Lara á don Arias Gonzalo y á sus hijos y á todos los zamoranos, y como dice la crónica general, «á los grandes como á los pequeños, é al vivo, é al que es por nascer, asi como al que es nascido, é á las aguas que bebieren, é á los paños que vestieren, é aun á las piedras del muro;» el del Cid con el caballero aragonés Martín Gómez por la posesión de Calahorra, y otros semejantes que se le atribuyen y de que está llena la historia romancesca de este siglo, encuéntranse en él tipos, rasgos y acciones caballerescas en abundancia, así en Castilla como en Aragón y en Cataluña y en todos los Estados cristianos. El caballero castellano que retó solemnemente á los moros del ejército de Almanzor, Gonzalo de Lara el vengador de sus hermanos, el conde Armengol de Urgel, el mismo Cid, que aun despojado de los arreos con que le revistiera después la fábula, se presentaba ya como el genio y tipo de la caballería, daban ya á esta época aquel tinte que había de distinguir el carácter español en los siglos sucesivos de la edad media.

De que no era el combate personal usado tan solamente como lance de honor, sino también como prueba jurídica, hemos presentado ya hartos testimonios. Vese no obstante en el siglo XI comenzar la lucha entre una costumbre generalizada y el convencimiento de su monstruosidad. Pues por una parte la cuestión de los oficios gótico y romano se remite de público á la prueba del duelo, y el antiguo fuero de Sahagún prescribe la lid para que los acusados de homicidio oculto pudiesen justificarse con esta prueba; por otra don Alfonso VI liberta al clero de Astorga de esta prueba judicial como de un mal fuero; el de Sepúlveda exime á sus habitantes de la prueba de batalla, y en el de Jaca se manda que no estén obligados al duelo sino de consentimiento de las partes, y precediendo para los desafíos con personas de fuera el consentimiento de la ciudad. Así nuestros monarcas, si no quisieron ó no pudieron desterrar de la sociedad este abuso monstruoso, procuraron por lo menos contenerle, sujetando los duelos, lides, rieptos y desafíos á un prolijo formulario, estableciendo leyes oportunas para precaver la frecuencia y evitar el furor y crueldad con que antes se practicaban.

Otro tanto decimos de las demás pruebas llamadas vulgares, tales como la caldaria, ó del agua hirviendo, y la del fuego ó hierro encendido. Horroriza leer el difuso ceremonial de este género de pruebas en el antiguo libro de fueros de San Juan de la Peña. «El agua, dice, debe ser fervient .. et sea tanta en la caldera que él pueda cobrir al que ha de sacar las gleras de la muineca de la mano fata la yuntura del cobdo; pues que hobiere sacado las gleras el acusado, átenle la mano con un paino de lino que sean las dos partes del cobdo. Et sea atado en la mano con que sacó las gleras en IX dias, et seyeillenlo la mano en el nudo de la cuerda con que esta atado con seello sabido, en manera que no se suelte fata que los fieles lo suelten. Acabo de IX dias los fieles cátenle la mano, et si le fallairen quemadura peche la pérdida con las calonias. Et es á saber que en el fuego

con el que se ha de calentar el agoa en que meten las gleras, deben haber de los ramos que son benedichos en el dia de Ramos en la eglesia (1).»> «Mujer que á sabiendas fijo abortare, decía el Fuero de Plasencia, quémenla viva si manifesto fore, si non sálvese por fierro.» «Causa ciertamente admiración, dice con justicia á este propósito uno de nuestros más sabios jurisconsultos, cómo nuestros mayores pudieron consentir que los intereses, fortuna, honor y vida de los hombres pendiese de cosas tan casuales y tan inconexas con la conciencia y con el crimen como las pruebas llamadas comunmente vulgares.» Ya hemos dicho las causas, y por fortuna también se iba conociendo la monstruosidad y poniendo el remedio.

Conócese que el juramento era muy sagrado y respetado en aquel tiempo, y el perjurio uno de los delitos que se miraba con más horror. Imponíase entre otras penas á los testigos falsos la de destruir sus casas hasta los cimientos, y la espiritual y terrible de la excomunión (2). Y si las leyes son el reflejo de las costumbres generales de un pueblo, las noticias que de la legislación conciliar y foral hemos apuntado no dejan de dar luz sobre el estado social y moral de la España de aquel siglo.

Podemos no obstante añadir, que si es cierto, como no duda afirmarlo el cronista don Pelayo de Oviedo, que en los últimos años de Alfonso VI de Castilla podía una mujer cruzar sola de un extremo á otro de España con el oro en la mano sin temor de ser robada, inquietada ni ofendida, no había sido inoportuno el derecho penal ni infructuosa su aplicación, al menos en cuanto á la seguridad de las personas y de las propiedades, moralización prodigiosa en una época en que el continuo guerrear parecía debería traerlo todo en turbación y desorden.

La alta idea que se tenía del matrimonio hacía que se mirara un día de boda como de júbilo para el pueblo, y las leyes mismas establecían severas penas contra los perturbadores de la pública alegría, y principalmente contra los que en tales días injuriasen á los desposados. Los juegos con que se festejaban solían ser ya las danzas, las justas y torneos (3). Y entre las formalidades de los matrimonios, figuraba siempre la trasmisión de arras, ceremonia que hallamos solemnemente practicada en los contratos matrimoniales de Sancho el Mayor de Navarra, de Rodrigo Díaz el Cid, de Ansur Gómez y de otros caballeros castellanos, navarros y catalanes.

No damos más extensión á esta ligera reseña del estado social de la España cristiana, así por la escasez de los documentos de este tiempo,

(1) Al fol. 83. De traher gleras de la caldera.

(2) Can. 19 del Concil. de León.

(3) El P. Fr. Luis de Ariz en su historia de Avila, describe las fiestas que en 1107 hubo en aquella ciudad con motivo de las bodas de Blasco Muñoz con Sancha Díaz, y dice que hubo en ellas corridas de toros, torneos y bofardeos, añadiendo que la infanta doña Urraca danzó con el gallardo moro Fermín Hiaya á la usanza de la morería, y los demás cada cual con sus moras. Suceso que manifiesta lo admitida que estaba ya esta clase de fiestas populares, la mezcla de árabes y cristianos en los regocijos públicos, y la modificación que en esta parte habían ido sufriendo las costumbres, á que debió contribuir mucho el ejemplo del enlace de Alfonso VI con la mora Zaida, la hija de Ebn Abed de Sevilla.

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