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CAPÍTULO XXII

FERNANDO I DE CASTILLA Y DE LEÓN

De 1037 á 1065

Cómo se captó Fernando el afecto de los leoneses. - En qué empleó los primeros años de su reinado. - Medidas de gobierno interior. - Concilio de Coyanza en 1050. - Sus principales cánones. - Confirmación de los fueros de Castilla y León. – Guerra con su hermano García de Navarra. - Batalla de Atapuerca, en que muere García.— Noble conducta de Fernando antes y después de esta guerra. - Primeras campañas de Fernando contra los sarracenos. - Conquistas de Viseo, Lamego y Coimbra.— Sus campañas en el centro de la Península. - Sitio de Alcalá de Henares. - Humilde súplica del rey musulmán de Toledo. - Campaña contra el rey mahometano de Sevilla. - Humillación de Ebn Abed. - Historia de la traslación del cuerpo de San Isidoro de Sevilla á León. - Testamento de Fernando. Distribución de reinos. - Campaña y sitio de Valencia. - Sorpresa de Paterna. - Enfermedad de Fernando. - Se retira á León. - Religiosa y ejemplar muerte de este gran monarca.

Dejamos en el capítulo XX á Fernando, primero de este nombre, hijo de Sancho el Grande de Navarra, posesionado de las coronas de Castilla y de León, heredada esta última por su esposa la princesa doña Sancha, por haberse extinguido en Bermudo III, su hermano, la línea masculina de Alfonso el Católico, y adquirida la primera por extinción también de la línea varonil de los condes de Castilla y por herencia de otra princesa castellana, esposa de su padre Sancho, viniendo á ser de este modo dos hembras el lazo que unió las familias de Navarra, Castilla y León, la base y principio de la unidad de la monarquía española, cuyo complemento. no obstante, habrá de diferirse todavía siglos enteros.

Quedaba con esto don Fernando el más poderoso de los reyes cristianos de España. Y si bien al principio le miraban muchos leoneses con alguna desafección, nacida del natural sentimiento de faltarles la antigua y gloriosa dinastía de sus reyes propios y de considerarle de algún modo como extranjero para ellos, dedicóse este prudente monarca, después de conquistada la ciudad, á conquistar los corazones de sus nuevos súbditos, ya gobernando con dulzura y con justicia, ya confirmándoles los buenos fueros que les había otorgado Alfonso V, ya añadiendo otros conformes á sus costumbres, ya también halagándolos con anteponer en algunos diplomas el título de rey de León al de Castilla, aunque posterior aquél á éste respecto á su persona. Á pesar de esto, avezados algunos magnates y poderosos á revolucionarse fácilmente contra sus reyes y señores, no dejaron de darle algunas inquietudes: hay quien señala entre aquéllos al conde Lain Fernández, pero la prudencia y vigor del nuevo monarca redujeron tales conatos á inútiles tentativas, y el orden y la subordinación se conservaron en ambos reinos.

Consagróse, pues, Fernando en los primeros años de su reinado á moralizar las costumbres, á restaurar las antiguas leyes góticas, á organizar su antiguo y nuevo Estado y á cuidar del orden y la disciplina de la Igle

sia (1). Si la historia no nos ha trasmitido las particulares medidas que dictó para estos objetos, hallámoslas como compendiadas en el Concilio de Coyanza (hoy Valencia de Don Juan), diócesis de Oviedo, celebrado por este monarca en unión con la reina Sancha en 1050, y con asistencia de todos los obispos, abades y próceres ó magnates del reino, ad restaurationem nostræ christianitatis: asamblea á la vez religiosa y política como las de Toledo del tiempo de los godos, y en que se ordenaron trece cánones ó decretos, algunos de ellos importantísimos para la historia, relativos unos á negocios eclesiásticos, otros al orden político y civil (2). Notaremos las principales disposiciones de este concilio.

Mándase en el primer decreto (título que se dice en el acta), que cada obispo desempeñe convenientemente su ministerio con sus clérigos en sus respectivas diócesis.

Ordénase en el segundo que todos los abades y abadesas, monjes y monjas, se rijan por la regla de San Benito; y que todos con sus monasterios estén sujetos á los obispos.

El tercero sujeta á todas las iglesias ó'clérigos á la jurisdicción episcopal, quitando á los legos toda potestad ó autoridad sobre ellas. Prescribe el servicio personal, el de libros y ornamentos que han de tener las iglesias y los altares: da reglas para el sacrificio de la misa; designa cómo han de vestirse los clérigos, mándales llevar siempre la corona abierta y la barba rapada, les prohibe el uso de armas de guerra, y tener en su casa otra mujer que no sea madre, hermana, tía ó madrastra.

Preceptúa el quinto á los sacerdotes, que no vayan á las bodas á comer, sino á echar su bendición; que los clérigos y legos convidados á comer á las casas mortuorias, no coman el pan del difunto sino haciendo alguna obra buena por su alma, y dando participación á los pobres.

En el sexto, después de aconsejar á los cristianos que asistan á las vísperas los sábados por la tarde y á la misa los domingos, se manda que no anden por los caminos como no sea para enterrar los muertos, visitar los enfermos, ó por orden del rey, ó para resistir alguna invasión sarracena; y que los cristianos no cohabiten con judíos ni coman con ellos. El noveno exceptúa á los bienes de las iglesias de la ley trienal de la prescripción, y el duodécimo devuelve á los templos el derecho de asilo en conformidad á la ley gótica.

Versan los sétimo, octavo y décimotercero sobre negocios de gobierno político y civil. Estos dos últimos son de especial importancia histórica.

(1) Muchos historiadores, y entre ellos Mariana, suponen á este monarca desde los primeros años en guerra con los infieles. Esto no se conforma ni con las historias árabes ni con las crónicas cristianas más antiguas.

(2) Los obispos que asistieron fueron los siguientes: Froilán de Oviedo, Diego de Astorga, Cipriano de León, Siro de Palencia, Gómez de Huesca, Gómez de Calahorra, Juan de Pamplona, Pedro de Lugo y Cresconio de Compostela. No sabemos cómo pudo encontrarse aquí el de Pamplona. Habíalos también de ciudades ocupadas todavía por los árabes. El de Huesca, nombrado en el acta Visocensis, acaso por Oscensis, fué probablemente el que Ferreras tomó por de Viseo, deduciendo de aquí que el concilio de Coyanza había sido posterior á la conquista de esta ciudad por Fernando, que es error manifiesto.

TOMO III

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«Ordenamos, dice el octavo, que en León y sus términos, en Galicia, en Asturias y en Portugal se juzgue con arreglo á lo establecido por el rey Alfonso para los homicidios, robos y todas las demás caloñas. En Castilla adminístrese la justicia de la misma manera que en los días de nuestro abuelo el duque Sancho.»-«Mandamos, dice el décimotercero, que todos, grandes y pequeños, no sólo respeten la justicia del rey, sino que sean fieles y rectos como en los tiempos del señor rey Alfonso, y se rijan de la misma manera que entonces: pero los castellanos en Castilla sean para el rey como lo fueron para el duque Sancho. El rey por su parte los gobierne como el mencionado conde Sancho. Y confirmo todos aquellos fueros que á los moradores de León otorgó el rey Alfonso, padre de la reina Sancha mi esposa. El que esta nuestra constitución quebrantare, rey, conde, vizconde, merino ó sayón, eclesiástico ó seglar, sea excomulgado, etc. (1).»

Por lo decretado en esta asamblea, aparte de lo perteneciente á la disciplina eclesiástica, se ve cómo el monarca garantía y confirmaba á cada uno de los dos Estados reunidos el uso y ejercicio de sus respectivos privilegios y fueros, dando al propio tiempo testimonio del respeto que le merecían así los pueblos como los reyes sus antecesores. Pasó, pues, Fernando el primer período de su reinado en afianzar la pacificación interior de sus reinos, en sofocar las tendencias de los magnates á la rebelión, en dictar reformas para el clero, en establecer las bases de la legislación, renovando la de los visigodos y agregando á ella la que las nuevas necesidades de sus pueblos exigían, y en cuidar además con la solicitud de padre y con el esmero de rey de la educación de sus hijos. Eran éstos. Urraca, á quien había tenido tres años antes de su advenimiento al trono de León; Sancho, que nació en el mismo año de su coronación; Elvira (en latín Geloira), Alfonso y García. A cada uno de estos hijos procuraba darle la educación más adecuada á su edad y á su sexo, con arreglo á las costumbres de la época y á lo que el estado de la ilustración entonces permitía: á las hijas haciéndolas instruir en las labores propias de mujeres y en los ejercicios de religión y de piedad, y á los varones amaestrandolos en el manejo de armas y caballos y en los deberes á que pudieran ser llamados algún día.

Fatalidad fué de Fernando, como lo había sido de los Alfonsos y de los Ordoños, y lo era para España, tener que desnudar el acero antes contra sus propios deudos y hermanos que contra los enemigos naturales de su patria y de su fe. Por desdicha fué así, y esta desdicha perseguirá todavía por mucho tiempo á esta nación tan heroica como desventurada. La partición de reinos hecha por Sancho el Grande de Navarra, sin duda con mejor intención y fe que con prudencia y tino, y que muy pronto había comenzado á dar amargos frutos con las funestas disidencias entre los hermanos coherederos de Aragón y de Navarra, prodújolos aún más amargos, si bien algo más tarde, entre los de Navarra y Castilla. Tiempo hacía que estaba viendo en secreto con envidiosos ojos el rey García de Navarra una tan bella porción como la de los dos reinos unidos de Castilla y de León en manos de su hermano Fernando. Aunque parecía distraído de

(1) Aguirre, Collect. Max. Concil.

este pensamiento, ocupado como se hallaba en unión con su esposa Estefanía en embellecer con grandes edificios y suntuosos templos la ciudad de Nájera, que habían hecho corte y residencia real, no por eso habían dejado de devorarle la ambición y los celos, pasiones de que tan difícilmente se suelen desnudar los príncipes, hasta que un suceso vino á ponerle en ocasión de revelar designios que había tenido encubiertos y en tentación de cometer un acto de insidiosa perfidia.

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Habiendo enfermado este monarca, creyóse Fernando en el deber fraternal de pasar á visitarle á Nájera (1053). Mas no bien hubo llegado, sugirió su presencia á García tentaciones siniestras contra su hermano, y aun hubo de proceder á dar órdenes para la ejecución de su mal pensamiento. Con todo, no debieron ser tan reservadas que de ellas no se apercibiese el castellano, lo cual le movió á dejar apresuradamente aquella mansión y volverse á sus dominios con la fortuna de haber prevenido y frustrado oportunamente todo criminal intento contra su persona. Hizo la casualidad que á poco tiempo enfermara á su vez Fernando; y García, ya restablecido, quiso volverle la visita, como el medio más propio para disipar cualesquiera sospechas que sobre él hubiera podido concebir su hermano. Grandes pruebas ó gran convencimiento debía tener Fernando de las desleales intenciones de García, cuando procedió á ponerle en prisión y á encerrarle en el castillo de Cea (1). Mas habiendo logrado el navarro evadirse de la prisión sobornando á la guardia encargada de su custodia, y ponerse en cobro en sus Estados, rebosando de indignación y de despecho ya no pensó en más que en hacer guerra abierta á su hermano. Comenzó por devastar á mano armada las tierras fronterizas del de Castilla, el cual por su parte reunió grande ejército con el fin de castigar, ó por lo menos de reprimir semejantes agresiones. Todavía, sin embargo, quiso emplear los medios de la persuasión para ver de evitar un fatal rompimiento, y despachó á García personas respetables y prudentes que le recordaran la sangre común que por las venas de ambos corría, que le hicieran ver cuánto importaba el mantenimiento de la paz entre hermanos, que cada cual podía vivir tranquilo y feliz en los dominios que su padre les había señalado, y que meditara por último que en el caso de obstinarse no era posible que sus tropas, inferiores en número como eran, pudiesen resistir á la muchedumbre de las que Castilla tenía dispuestas contra él. Desoyó el navarro en su ciega cólera tan justas y racionales proposiciones, y en lugar de venirse á buenas como la razón y la conveniencia le dictaban. cometió el atentado de hacer prender los legados, si bien mudó luego de propósito, y poniéndolos en libertad: «Andad, les dijo con arrogancia, id ahora á buscar á vuestro señor, que cuando yo venza á éste, os volveré á traer prisioneros como ovejas de un rebaño.»

(1) No Ceya, como escriben Mariana, Romey y otros. Ceya está en Navarra cerca de Pamplona. El redactor de la parte histórica del Diccionario de Madoz ha aplicado con más acierto este suceso á la villa nombrada Cea, en la provincia de León, pero ha cometido al mismo tiempo dos graves equivocaciones, la una en suponer acaecido este hecho en 1040, habiendo sido en 1053, y la otra en llamar al rey prisionero Sancho García, siendo García Sánchez.

Fiaba García en el valor de sus navarros, fiaba en los aliados musulmanes que había logrado atraer á su partido, y fiaba en que él mismo era tan hábil general como soldado valeroso. Con esta confianza rompió con su ejército por tierra de Burgos en busca de su hermano, y estableció su campamento en Atapuerca, á cuatro leguas de aquella ciudad, y á la vista de las huestes castellanas que acampaban en aquel valle. Todavía Fernando, más, á lo que es de creer, por generosidad y nobleza de sentimientos que por temor, renovó á su hermano las proposiciones de paz, y aun envió á su campo á dos venerables varones, San Ignacio, abad de Oña, y Santo Domingo de Silos, á intento de ver si con sus santas palabras hacían desistir de su temerario empeño al obstinado García. Inútiles fueron también los piadosos esfuerzos de tan virtuosos prelados. El malhadado rey de Navarra corría desbocado á su perdición como aquellos hombres á quienes parece arrastrar á su ruina un destino fatal. Frustradas todas las tentativas de avenencia por parte del monarca castellano, la batalla se hizo inevitable y la batalla se dió.

Al primer albor de la mañana (1.o de setiembre de 1054), entre la confusa gritería de ambas huestes mezcláronse los peleadores y se cruzaron con furor las espadas. En el calor de la pelea vióse á un anciano y venerable navarro arrojarse lanza en ristre, sin casco y sin coraza, en lo más cerrado de las filas enemigas, como quien busca desesperado la muerte, que recibió con la imperturbabilidad de quien la deseaba. Era el ayo del rey don García, el que le había educado en su niñez, que después de haberle exhortado con enérgicas razones á que desistiese de aquella guerra, viendo la ineficacia de sus consejos, no quiso sobrevivir á la pérdida de su patria y á la muerte de su señor que preveía, y se anticipó á morir como bueno. Una cohorte de caballeros leoneses, antiguos allegados al rey Bermudo, y particularmente adictos á la causa de su hermana la reina doña Sancha, de los que se habían hallado en la batalla de Tamarón, se abrieron paso con sus lanzas á través de los dos ejércitos, y llegando á donde se hallaba don García rodeado de un grupo de valientes navarros, se precipitaron sobre ellos y los arrollaron, derribando de su caballo al rey, que cayó al suelo acribillado de heridas. Quedaronle al temerario monarca tan solamente algunos momentos de vida, que aprovechó para confesarse con el abad de Oña, uno de los dos santos prelados cuya misión de paz no había querido escuchar antes el acalorado rey (1).

Tal fué el fruto que de su tenacidad sacó el monarca navarro García Sánchez, conocido por el de Nájera, en los campos de Atapuerca, que la tradición designa todavía hoy con el nombre de la Matanza. Muerto García, gritaron victoria los castellanos, y desalentáronse y huyeron los na

(1) Hemos tomado la relación de estos sucesos principalmente del monje de Silos, Chron. n. 82 y 83, con la cual concuerda Lucas de Tuy. Al decir del Silense, Fernando de Castilla había manifestado á aquellos caballeros su deseo de que le entregaran vivo más bien que muerto á su hermano; pero ellos y la reina deseaban vengar con sangre la que él había hecho verter á Bermudo en los campos de Tamarón. El arzobispo don Rodrigo lo cuenta con algunas variantes. Nos merece en esto más fe el Silense, por ser escritor contemporáneo.

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