Imágenes de páginas
PDF
EPUB

á adquirir un grado de poder irresistible; poder que había de ser bien fatal á los cristianos; porque á la manera que Aníbal había jurado sobre los altares de los dioses odio eterno é implacable á Roma, así Almanzor había jurado por el nombre del Profeta acabar con los cristianos españoles y no descansar hasta conseguir el exterminio de su raza.

Con este designio hizo paces con los africanos, y celebró con el fatimita Balkim, que tenía sitiada á Ceuta, un tratado de amistad, por el que el emir africano se obligó á enviar anualmente al regente de España cierto número de soldados y caballos berberiscos; lo cual dió ocasión á que algunos murmuraran de que teniendo enemigos declarados en Africa se mostrase tan dispuesto á inquietar á los cristianos de Galicia y de Afranc, que años hacía estaban siendo fieles cumplidores de los tratos de paz hechos con Alhakem. Almanzor supo acallar todas estas murmuraciones, y cuando hubo recibido los primeros refuerzos de África, emprendió sus primeras excursiones por los territorios cristianos (977), dirigiéndose primeramente á la España oriental; dadas allí las convenientes órdenes para las sucesivas campañas á los walíes de aquellas fronteras, torció hacia las del Duero, y con las huestes de Mérida y Lusitania hizo una incursión exploratoria en Galicia, taló campiñas, saqueó pueblos y ganados, hizo cautivos, y se volvió impunemente á Córdoba satisfecho del éxito de sus primeras algaras (1).

ciertamente no se muestra apasionado: «Un solo hombre llegó no sólo á hacer impotente al califa su señor, sino también á derribar los nobles de entonces, ya que no la nobleza. Este hombre, que no retrocedía ante ninguna infamia, ante ningún crimen, ante ningún asesinato, con tal de arribar al objeto de su ambición; este hombre, profundo político y el más grande general de su tiempo, ídolo del ejército y del pueblo, á quien la fortuna favorecía en todas las ocasiones; este hombre era el terrible primer ministro, el hagib de Hixem II, era Almanzor. Trabajando únicamente por afianzar su propio poder, se contentó con asesinar sucesivamente los jefes poderosos y ambiciosos de la raza noble que le hacían sombra, pero no trató de destruir la aristocracia misma. Lejos de confiscar los bienes y tierras que ésta poseía, era, por el contrario, el amigo de aquellos patricios que no le inspiraban temor (páginas 2 y 3).»

Cuenta más adelante (pág. 208), cómo dos poderosos jefes de los eunucos eslavos concibieron y trataron de realizar el proyecto de proclamar por sucesor de Alhakem II á su hermano Al-Mogirah, en lugar de su hijo Hixem, aunque á condición de que aquél hubiera de declarar á su vez sucesor del trono á su sobrino. Comunicaron el proyecto al ministro Giafar, el cual fingió aprobarle, pero habiéndolo revelado con el fin de tomar medidas para conjurar la conspiración á varios de sus amigos, y entre ellos á Mohammed ben Abi Ahmer (después Almanzor), éste se encargó de asesinar á Al-Mogirah, y estranguló al joven príncipe que aun no sabía la muerte de su hermano.» De este y otros semejantes hechos, que cita también Al-Makari, no dice nada Conde.

(1) En este mismo año se acabó en Ecija el acueducto que había mandado hacer la sultana madre, y en él se puso la inscripción siguiente:

«En el nombre de Dios clemente y misericordioso, mandó edificar esta acequia la señora, engrandézcala Dios, madre del príncipe de los creyentes, el favorecido de Dios, Hixem, hijo de Alhakem, prolongue Dios su permanencia, esperando por ella copiosas y grandes recompensas de Dios: y se acabó con la ayuda y socorro de Dios por mano de su artífice y prefecto cadí de los pueblos de la cora (comarca) de Ecija y Carmona y dependencias de su gobierno, Ahmed ben Abdallah ben Muza, en la luna de Rabie postrera del año 367.»

Y sin embargo, no eran estas correrías sino el preludio y como el ensayo de otras más serias y terribles expediciones que meditaba. Desembarazado de los rivales que podía temer, á excepción de Giafar, casi el único que quedaba; dueño de la confianza de Sobheya; reducido á la nulidad el califa Hixem: contando con los socorros de África, y obrando ya en fin con la autoridad de un soberano, pudo dar principio á la realización de sus proyectos y de su plan de campaña, que consistía, como después se vió, en hacer por lo menos dos irrupciones anuales en tierras cristianas, invadiendo alternativamente ya el Norte, ya el Oriente, con la velocidad del rayo, y dejándose caer repentinamente allí donde menos le podían esperar. Tocó á León y Galicia sufrir el ímpetu de la primera irrupción (978). En manos aquel reino de un monarca niño y de dos piadosas mujeres, no preparado por otra parte á la guerra y acostumbrado á la paz en que Alhakem le había dejado vivir, poca resistencia podía oponer al intrépido guerrero musulmán, el cual volvió á Córdoba llevando consigo porción de jóvenes cautivos de uno y otro sexo, siendo recibido con grandes demostraciones de entusiasmo. Entonces fué cuando, al decir de varios autores, se dió á Mohammed el título de Almanzor (El Mansur), el Victorioso, el Defensor ayudado de Dios.

O muy desinteresado ó muy político Almanzor, no recogía para sí otro fruto de estas expediciones que la gloria de haber vencido: el botín distribuíalo todo entre los soldados, sin reservar más que el quinto que tocaba por la ley al califa, y la estafa ó derecho de escoger que se dejaba á los caudillos. Hombre de memoria y retentiva, conocía á todos sus soldados, y conservaba los nombres de los que se señalaban y distinguían: hábil en el arte de ganarse sus voluntades, inspeccionaba personalmente los ranchos de todas las banderas, restableció la costumbre de dar banquetes á las tropas después de cada triunfo, y convidaba á su propia mesa á los que se habían distinguido en el campo de batalla. ¡Y ay del que se atreviera á murmurar de su liberalidad para con los soldados! En la expedición que con arreglo á su sistema hizo en la primavera de 979 á las provincias fronterizas de la España oriental, fué tan pródigo en la remuneración de las huestes que le siguieron, que hubo de quejarse el hagib Giafar de lo poco que del quinto del botín, llamado el lote de Dios, había ingresado en el tesoro. Súpolo Almanzor, y sirvióle de buen pretexto para desembarazarse del único competidor que le quedaba; redújole á prisión, confiscóle todos sus bienes á nombre del califa, y le despojó de todos sus honores y empleos. Cuatro años más tarde corrió la voz de que Giafar había muerto de consunción y de melancolía. Historiadores hay que suponen haber tenido más parte en su muerte la voluntad de Almanzor que ninguna enfermedad.

Pero tan espléndido como era con los soldados, tanto era de severo y rígido en la disciplina. Dice Al-Makari, que cuando les pasaba revista, no sólo los hombres estaban en las filas inmóviles y como clavados, sino que apenas se oía un caballo relinchar. Cuenta que habiendo visto un día relumbrar una espada al extremo de una línea faltando á la uniformidad del movimiento, hizo llevar á su presencia al culpable, el cual, interrogado sobre su falta, dió una excusa que no pareció suficiente á Almanzor, y

en el acto le mandó decapitar, y que su cabeza fuera paseada por delante de todas las filas para escarmiento de los demás. Al propio tiempo era clemente con los vencidos, y no permitía ni hacer daño ni cometer violencias con la gente pacífica y desarmada. Su política con los cristianos, á quienes por otro lado deseaba exterminar, la confiesan nuestros mismos cronistas. «Lo que sirvió mucho á Almanzor, dice el monje de Silos, fué su liberalidad y sus larguezas, por cuyo medio supo atraerse gran número de soldados cristianos: de tal manera hacía justicia que, según hemos oído de boca de nuestro mismo padre, cuando en sus cuarteles de invierno se levantaba alguna sedición, para apagar el tumulto ordenaba primero el suplicio de un bárbaro que el de un cristiano (1).»

Este hombre singular. cada vez que volvía del campo de batalla, hacía que al entrar en su tienda le sacudiesen con mucho cuidado el polvo que habían recogido sus vestidos, y lo iba guardando en una caja hecha al efecto, la cual constituía uno de los muebles más indispensables y de más estima de su equipaje, con ánimo de que á su muerte cubriesen en la sepultura su cuerpo con aquel polvo, sin duda por aquello de la Sura ó capítulo IX del Corán: «Aquel cuyos pies se cubran de polvo en el camino de Dios, el Señor le preservará del fuego.»

Tal era el nuevo enemigo que de repente se había levantado contra los cristianos. Con todo esto llegó á entusiasmar de tal suerte á los musulmanes, que todos á porfía pedían alistarse en sus banderas, y no eran los menos entusiastas los africanos berberiscos, á quienes daba una especie de preferencia, y de quienes llegó á hacer el núcleo y la fuerza principal de su ejército. Supónese que en una revista general que pasó en Córdoba contó hasta doscientos mil jinetes y seiscientos mil infantes: cifra prodigiosa, que no puede entenderse fuese toda de tropas regimentadas, sino de todos los hombres dispuestos á tomar las armas en los casos necesarios. Tenía, sí, un grande ejército activo y permanente que le acompañaba en todas las expediciones, el cual se engrosaba además con la gente de la frontera por donde hacía cada invasión. Aunque sus irrupciones eran inciertas, acometiendo indistinta é inopinadamente ya un punto ya otro, invadía con más frecuencia la Castilla y la Galicia que la España oriental. Llevaba siempre consigo á su hijo el joven Abdelmelik para acostumbrarle á los ejercicios y á las fatigas de la guerra. El lector comprenderá lo difícil que debía ser para los escritores de aquellos tiempos dar cuenta de todas las campañas de este hombre esencialmente guerrero, que sin contar más que las dos expediciones anuales que infaliblemente realizó, resulta haber hecho en veintiséis años de gobierno cincuenta y dos invasiones por lo menos en tierras cristianas. Las principales de ellas, sin embargo, han quedado consignadas, ya en nuestras historias, ya en las crónicas árabes.

Las de los primeros años no podían menos de ser felices para el ministro regente, descuidados los cristianos, desavenidos entre sí, y ocupando el trono de León un rey joven, de poco atinada conducta y no muy querido del pueblo. Debió, no obstante, el peligro mismo y la necesidad

(1) Mon. Silens. Chron. n. 70.

obligarlos á apercibirse y fortalecerse, cuando las mismas crónicas muslímicas nos hablan de una campaña en el año 370 de la hégira (1), en que habiéndose encontrado frente á frente los dos ejércitos cristiano y sarraceno, ocurrieron circunstancias dignas de especial mención.

Hallábase Almanzor, dicen, á la vista de una poderosa hueste de cristianos de Galicia y Castilla en el año 370: trababan los campeadores de ambos ejércitos frecuentes escaramuzas más o menos sangrientas y porfiadas. En esta ocasión preguntó Almanzor al esforzado caudillo Mushafa: «¿Cuántos valientes caballeros crees tú que vienen en nuestra hueste?-Tú bien lo sabes, le respondió Mushafa.—¿Te parece que serán mil caballeros? volvió á preguntar Almanzor.-No tantos.-¿Serán quinientos? -No tantos.-¿Serán ciento, ó siquiera cincuenta?-No confío sino en tres; respondió el caudillo.» A este tiempo salió del campo cristiano un caballero bien armado y montado, y avanzando hacia los muslimes: «Hay, gritó, algún musulmán que quiera pelear conmigo?» Presentóse en efecto un árabe, peleó el cristiano con él y le mató. «¿Hay otro que venga contra mí?» volvió á gritar el cristiano. Salió otro musulmán, comenzó el combate, y el cristiano le mató en menos tiempo que al primero. «Hay todavía, volvió á exclamar el cristiano, algún otro, ó dos ó tres juntos, que quieran batirse conmigo?» Presentóse otro arrogante musulmán, y á las pocas vueltas, dice su misma crónica, le derribó el cristiano de un bote de lanza. Aplaudían los cristianos con algazara y estrépito, desesperaba el despecho y la indignación á los muslimes, y el cristiano volvió á su campo, y al cabo de breves momentos viósele reaparecer en otro caballo no menos hermoso que el primero, cubierto con una gran piel de tigre, cuyas manos pendían anudadas á los pechos del caballo, y cuyas uñas parecían de oro. «Que no salga nadie contra él,» exclamó Almanzor. Y llamando á Mushafa le dijo: «¿No has visto lo que ha hecho este cristiano todo el día?-Lo he visto por mis ojos, respondió Mushafa, y en ello no hay engaño, y por Dios que el infiel es muy buen caballero, y que nuestros muslimes están acobardados. - Mejor dirías afrentados, repuso Al

manzor.»

En esto el esforzado campeón, con su feroz caballo y su preciosa cubierta de piel, se adelantó y dijo: «¿No hay quien salga contra mí?--Ya veo, Mushafa, exclamó Almanzor, ser cierto lo que me decías, que apenas tengo tres valientes caballeros en toda la hueste: si tú no sales, irá mi hijo, y si no iré yo, que no puedo sufrir ya tanta afrenta -Pues verás, replicó Mushafa, qué pronto tienes á tus pies su cabeza, y la erizada y preciosa piel que cubre su caballo.-Así lo espero, dijo Almanzor, y desde ahora te la cedo para que con ella entres orgulloso en el combate.» Salió Mushafa contra el cristiano, y éste le preguntó: «¿Quién eres tú y á qué clase perteneces entre los nobles muslimes?» Mushafa, blandiendo la lanza. le respondió: «Esta es mi nobleza, esta es mi prosapia.» Pelearon, pues, ambos adalides con igual brío y esfuerzo, hiriéndose de rudos botes de lanza, revolviendo sus caballos, parando los golpes, y entrando y saliendo

(1) Este año árabe comprendió desde el 16 de julio de 980 al 5 de julio de 981 del año cristiano.

el uno contra el otro con admirable gallardía. Pero el cristiano estaba ya cansado, y Mushafa, joven y ágil, acertó á revolver su corcel con más presteza, y dando una mortal lanzada á su valiente competidor logró derribarle del caballo: saltó Mushafa del suyo, y le cortó la cabeza y despojó al caballo de la hermosa piel, y corriendo con uno y otro despojo á Almanzor, fué recibido de éste con un abrazo, é hizo proclamar su nombre en todas las banderas del ejército. Dada después la señal del combate, empeñáronse ambas huestes en sangrienta batalla, que vinieron á interrumpir las sombras de la noche. Al día siguiente los cristianos no se atrevieron á volver á la pelea, y se retiraron al asomar el día. Almanzor volvió triunfante á Córdoba (1).

Las dos irrupciones del año siguiente (de julio de 981 á junio de 982) fueron también sobre Castilla, que los árabes seguían nombrando Galicia. El fruto de la primera fué la toma de Zamora, con otras cien fortalezas y poblaciones, cuyas murallas hizo abatir. Los cautivos de ambos sexos, los ganados y despojos que Almanzor cogió en esta campaña fueron tantos, que al decir de sus historiadores faltaban carros y acémilas en que llevarlos, y cada soldado tuvo ocasión de saciar bien su codicia. Dicen que Almanzor entró en Córdoba precedido de nueve mil cautivos que iban en cuerdas de á cincuenta hombres, y que el walí de Toledo Abdala ben Abdelaziz llevó á aquella ciudad cuatro mil, después de haber hecho cortar en el camino igual número de cabezas cristianas, si bien esta última circunstancia no la dan por tan segura, ó al menos aparentan tener para ellos mismos el carácter de rumor. No fué tan feliz el incansable enemigo de los cristianos en la expedición del otoño de aquel mismo año. Sin oposición ni resistencia había pasado el Duero el ejército musulmán y llegado á las frondosas márgenes del Esla, pero no sin que los cristianos los siguiesen y observasen desde las alturas. Allí, creyéndose seguros los sarracenos, dejaron sus caballos forrajear libremente y que paciesen la hierba que entre espesas alamedas viciosa crecía, y entregáronse ellos también descuidadamente al solaz en aquellas frescuras. Los cristianos que los atalayaban aprovecharon tan buena ocasión y cayeron impetuosamente sobre ellos esparciendo con sus gritos de guerra el terror y el espanto en el campo enemigo. Los más valientes corrieron á las armas y quisieron prepararse á la defensa, pero la multitud despavorida, huyendo sin dirección y sin concierto, atropellando los de la primera á los de la segunda hueste de las dos en que estaban divididos los árabes, dió ocasión á que las espadas de los cristianos se cebaran en la sangre de sus confiados enemigos. En este estado, bramando de despecho Almanzor, arroja al suelo. su dorado turbante, y llama á voz en grito por sus nombres á los más esforzados caudillos: éstos, al ver la cabeza de Almanzor desnuda y sus desesperados ademanes, se agrupan en derredor suyo, y tanto supo enardecerlos con sus enérgicas palabras y con el ejemplo de su desesperado arrojo, que revolviendo sobre los cristianos los persiguieron hasta ence

(1) Conde, cap. XCVII. ¡Lástima grande que no nos haya sido trasmitido el nombre de aquel valeroso castellano, digno de figurar entre los héroes de los tiempos homé

ricos!

« AnteriorContinuar »