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hablador volviéndose hacia mí-que éste, tan grandullón y todo como es, está en los libros todavía y... vea usted, vea usted cómo los esconde debajo de la blusa; es que se avergüenza de que, siendo ya tan mayor, está más atrasado que nosotros; pero el pobretico no tiene la culpa; demasiado sabe para el poco tiempo que está viniendo á la escuela. Yo tengo menos años, y ya estoy en cuentas, verbos, triángulos y provincias; pero sabía un poquillo de letra cuando vine con D. Andrés, y hace más de un año que no falto á la escuela ni siquiera un día.

-¡Y si yo me hubiera criado entre gentes!-exclamó el de los libros con expresión tal de amargura en sus ojos azules y tristo. nes, que me sentí conmovido;-pero allá en el cortijo, casi no he visto más que zorras y cochinos; gracias que ahora sepa hablar algo más que lo preciso para pedir un cacho de pan; y lo que yo te digo es que, reviento, ó antes de un mes he de escribir á Ujíjar por mi mano preguntando si hay noticias de mi padre.

Me interesó mucho el carácter resuelto del muchacho; le pedí su historia, me la contó su entrometido compañero, y pronto supe que aquél se había criado en una cortijada de la Alta Alpujarra, de donde la miseria ó quizás algún otro motivo menos simpático había hecho al padre emigrar en busca de trabajo al Moro, como decían los chicos. Quedaron la mujer y el hijo del emigrado en el abandono más completo; viniéronse mendigando hasta Granada, y en ella vivían: la madre, dedicada á las más rudas faenas para ganarse el inísero sustento; y el hijo, luchando heroicamente contra la ignorancia, bajo la dirección y amparo de D. Andrés, que había descubierto, sin duda, el tesoro de bondad y energía que el pobrecillo encerraba debajo de su rústica corteza.

Y así, en conversación con los dos escolares, y aprendiendo yo en ellos mucho más de lo que nunca pudieran figurarse, llegamos juntos á la puerta de la colonia, ó, mejor dicho, Portillo, pues tal parece la humildísima entrada que en la mezquina tapia da paso á los jardines, y que por única señal de su destino ostenta, pintado sobre el muro, un sencillo letrero que dice: AVE

MARÍA, más como piadoso saludo al visitante que como título de la grandiosa fundación que allí se ha establecido.

No hallé portero que cerrara el paso; un dependiente de la colonia que me ofreció sus servicios accedió sin dificultad á mi ruego de que no interrumpiera sus tareas, y acompañado por mis dos amiguitos recorrí libremente las enramadas y plazuelas del hermoso carmen, poblado ya entonces de muchachos, reparándolo todo y pidiendo de todo explicaciones á los mismos bulliciosos escolares, que me las daban siempre con simpática mezcla de infantil confianza y de respeto.

Una verja que tenía por remates grandes letras de hierro, á la vez que cercaba una parte del terreno, evitando caídas por diferencias de nivel, servía para el juego á las esquinas de que me habían hablado en el camino, y unas veces nombrando la letra correspondiente á cada puesto, y otras bautizando éstos con nombres geográficos ó históricos, se logra que los pequeños, al correr de la Má la Z y de la B á la J, aprendan sin trabajo el alfabeto, y que los grandes, cambiándose de Portugal á Rusia y de Grecia á Noruega, se familiaricen con los nombres de las uaciones europeas, y hasta conserven para siempre el recuerdo de los principales personajes de cada una, pues al empezar el juego, cada niño, que prefiere un puesto, recibe temporalmente el nombre de la figura nacional más importante relativa al pueblo representado por el poste de que arranca el jugador en sus carreras, y al que debe volver en los intermedios. Un recitado durante éstos, ampliando las nociones histórico-geográficas adquiridas sin trabajo, en medio de la bulla y algazara, completan la instrucción de los muchachos, que atienden sin esfuerzo, por hallarse cansados del trajín y por considerarse muchas veces aludidos cuando el profesor refiere algunos hechos del personaje que cada uno representa. Cerca de allí disputaban también de Geografía unos cuantos muchachos que, sin saberlo, repasaban sin libros sus lecciones, á la vez que jugaban al salto del carnero ó de la muerte. Uno de ellos, doblado por la cintura, ofrecía el dorso como barrera; los demás en fila, habían de saltarla por turno; el primero decía el nombre de un país, y el que llegaba corriendo á dar el salto tenía que decir el nombre de la capital sin detenerse; una equivocación

ó un retraso en contestar redimían de su incómoda postura al que hizo la pregunta, y pasaba á sustituirle el que no supo contestarla bien ó á tiempo. Solía ocurrir que por malicia ó ignorancia disputaban algunos sobre la exactitud de las respuestas; pero nunca faltaba algún jugador bien reputado que autoritariamente resolvía las dudas, añadiendo detalles y noticias para aumentar su crédito y confirmar su superioridad en materias geográficas. Supe después que el mismo juego sirve para repetir la tabla de multiplicar, fechas históricas, conjugaciones y otros asuntos adaptables al sistema de preguntas y respuestas rapidísimas.

En una pila rústica de piedra, con agua corriente, cristalina y fresca, se sucedían los niños, mojándose con deleite los brazos y la cabeza y hasta el cuerpo entero, pues bromeando unos con otros y echándose mutuamente el agua á manotadas, solía ocurrir que terminara en baño lo que empezó en ablución. Allí era, según dijo mi pequeño guía, donde jugaba D. Andrés á las cerezas con los niños sucios, y especialmente con los greñudos gitanillos. Consiste el juego en arrojar cerezas al fondo de la pila y sacarlas los chicos con la boca, teniendo las manos á la espalda; sumergen para ello toda la cabeza, hociquean en el agua para coger la fruta; salen bien remojados, chorreando; se frotan y restriegan por sacudirse pronto y secarse mejor al aire libre, y, empezando por juego y por codicia, acaban por adquirir hábitos de aseo y gusto por el cuidado personal y la limpieza. ¡Verdadero milagro pedagógico el de hacer pulcro á un gitano!

Llamaron mi atención unos silbidos que en notas graves y agudas, alternadas, y formando series con extraño ritmo, parecían responderse desde puntos distantes é invisibles: eran ejercicios prácticos de un sistema especial de comunicaciones por medio de un alfabeto en que cada combinación de las dos notas representa una letra, y que también se adapta por medio de banderas desiguales á la instalación de un telégrafo óptico sencillo como el que, según dijeron, funcionaba entre la abadía del Sacro-Monte y la Colonia.

Un muchacho se encaramaba por un árbol para limpiarlo de las orugas que, gracias á su gran vigilancia y buena vista, había descubierto entre las hojas; otros regaban con esmero varias

plantas y arbustos del jardín, y á un chico haragán y descuidado le increpaban duramente sus amigos porque dejaba secar las matas que pusieron á su cargo. En los cármenes escolares cada vegetal tiene su infantil protector, que lo cuida con esmero, lo ama y defiende como á cosa propia, lo examina diariamente siguiendo con vivo interés su desarrollo, y lo suele exhibir envanecido cuando resalta por su hermosura y lozanía. Así aprenden los niños, sin libros ni fatiga, Botánica y Agricultura, y llegan á comprender las bellezas naturales, despertándose en ellos el sentimiento artístico.

Incrustadas en los rústicos muros que sostienen y afirman los cuadros del terreno vi muchas losas de mármol blanco, que acaso fueron antes mesas de algún café: son los encerados de aquella Escuela á cielo descubierto. Aun se reconocían en varias losas, trazados con carbón, problemas de Geometría, cálculos aritméticos y toscos dibujos, algunos intencionados y grotescos; pero entre muestras tan diversas de las tareas é inclinaciones de tantos escolares, reparé con gusto en que ni por casualidad había palabras ó dibujos obscenos ó injuriosos. Un niño me preguntó la hora para comprobar las líneas que, por encargo del Maestro, tenía que trazar en una de las piedras destinada á ensayos para la construcción de relojes de sol, y, por los comentarios de los allí presentes, comprendí que no les era del todo desconocida la marcha de los astros ni la constitución de nuestro sistema planetario.

Pero lo que más me interesó de cuanto llevaba visto fué la magna obra que un grupo de escolares realizaba al empedrar una plazuela, reproduciendo los contornos de un gran mapa de España. Los más pequeños escogían las piedras y las clasificaban según sus formas, colores y tamaños; otros trazaban las sinuosidades del litoral de Cataluña copiando con la fidelidad posible la silueta, pintada en un cartón, que les servía de modelo; varios. iban rellenando con piedras diferentes la tierra y el mar en las regiones cuyo trazado había sido aprobado ya sin duda por los directores de la obra, y todos alternaban en los trabajos, discutían su exactitud é ilustraban las cuestiones con las noticias y juicios personales que tenían ó formaban sobre ellas. Nadie estaba inactivo; la Geografía entera de España andaba de boca en boca,

un tanto corrompida á veces y con algún que otro error nada pequeño, pero siempre corregida en forma y fondo por alguno de aquellos Aristarcos en agraz, pues jamás perdonaban los errores ajenos que estuvieran al alcance de su propia ciencia. Y como por menguada que fuera la de cada uno, era estimable la que reunían entre todos, resultaba de aquella confusión aparente una instrucción mutua tan eficaz y positiva, que de seguro al concluir la obra, que era por cierto de bastantes días, á juzgar por lo poco que adelantó á mi vista, saldría sabiendo cada uno por lo menos tanto como al empezar supieran entre todos.

Y no era sólo esto: allí ejercitaban la observación, la comparación de proporciones, la estimación de las distancias y hasta el razonamiento, discurriendo sobre las más altas cuestiones de política, pues ante mi trataron de una, digna del Ateneo. Véase cómo se produjo:

Reprochaba uno de los mirones que las piedras representativas de Barcelona y Tarragona estaban entre sí más separadas que lo correspondiente á los puntos respectivos del modelo, y en el prolijo examen del asunto que con este motivo hicieron varios, cayeron en la cuenta de que si había de mantenerse la escala de amplificación hasta entonces seguida, no era posible representar completas las islas Baleares, por falta de terreno. El conflicto era grave, y hubo diversidad de pareceres: unos querían prescindir de las islas porque, estando separadas del continente, no formaban en realidad parte de España; otros preferían sacrificar la escala y representarlas, aunque fueran muy chiquitas y pegadas á la costa Levantina, y alguno apuntó con timidez la idea de que podrían ponerse en cualquier rincón del mapa encerradas en un marquito propio. Se acaloró la discusión y, aferrados á su parecer los que seguían el criterio topográfico, llevaban trazas de prevalecer, en la contienda y de segregar las islas Baleares del territorio nacional, cuando desde lo alto de un ribazo un político de catorce años intervino resueltamente en el debate diciendo con imperiosa autoridad:

-Hay que poner las Baleares á todo trance, quepan ó no quepan, porque son parte de España, lo mismo que Granada ó Madrid; y no importa que sean islas, porque también lo son la Habana y

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