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Nada más natural que el agradecimiento de los devotos oña tenses; por lo que acordaron trasladar la Virgen á la parroquial de San Miguel ó á alguna de las 32 ermitas que había dentro de la jurisdicción de la villa; así lo hicieron; pero la imagen se volvió al espino; y comprendiendo los hijos de Oñate que no quería la Virgen recibir homenajes en la villa, determinaron construir una iglesia en el pequeño llano que se extiende desde Arrieruz hasta Guesalza. Acopiáronse materiales; mas al comen. zar la obra se encontraron los operarios con que aquellos, así como la imagen, habían desaparecido, trasladándose todo al lu gar de la aparición. Decidióse edificar una ermita, no precisamente en aquel lugar, por las dificultades que presentaba el terreno, sino en otro muy próximo, el que ocupa hoy la Capilla del Santo Cristo: se colocó la Virgen provisionalmente en una capilla de madera; desapareció otra vez, y no se insistió más en separarse del espino.

Erigióse primero una pequeña capilla, después proyectaron los frailes mercenarios establecerse en aquellas asperezas, y comenzaron á fabricar un convento; pero arredrados por el frío y rudeza del sitio, abandonaron la obra, que la continuaron los franciscanos, los cuales, ó sea los moradores de esta casa, no queriendo aceptar la reforma de la Orden y reducirse á su primitivo instituto, abrazaron el de la Orden de predicadores, que ocuparon el monasterio. Disputáronles su posesión los francisca. nos, y después de haber intentado las vías de hecho, y aun el rigor de las armas, obtuvieron los dominicos en los tribunales de justicia ejecutorias de pertenencia.

Á los treinta y ocho años de su establecimiento, en 1552, se quemó el convento, quedando la iglesia intacta, pereciendo casi todos los documentos de su archivo; le reedificó la caridad pú blica; volvió á quemarse en 1622; y con las limosnas que se fueron reuniendo se construyó el actual Santuario sobre un ba rranco profundísimo, formado de duras rocas, apoyando la obra en tres gigantescas puntas ó peñascos que, caprichosamente co

locados por la naturaleza, le ofrecían tan difícil como inusitada base, pareciendo colgado en un barranco. Nada más grandioso é imponente que la naturaleza que rodea al edificio.

En creciente progreso, se hizo casa de estudios, contando á principios de este siglo más de sesenta y un profesos, varios criados, una síndica y cinco criadas; llegó á poseer grandes riquezas en alhajas ofrecidas á la Virgen, albergando además el templo algunas preciosidades artísticas, obras de Gregorio Hernández y una Concepción de Murillo: los franceses expulsaron á los religiosos en 1809; en 1822 fué saqueado é incendiado el convento; se reedificó después; nuevamente se incendió de orden de Rodil en 1834, disolviendo la comunidad, simpática á los carlistas. Reedificado el templo en 1846, volvió á él la Santa Imagen conducida en ostentosa procesión; se autorizó en 1878 la fundación de una comunidad de franciscanos que viviera con arreglo á su instituto sin gravamen alguno para el Estado ni para los municipios; se efectuó al año siguiente una concurrida peregrinación, y hoy sólo es el Santuario de Nuestra Señora de Aranzazu objeto de devoción para peregrinos y de curiosidad para turistas.

III

Á los anteriores Santuarios sobrepujó bajo todos conceptos el templo erigido al fundador de la Compañía de Jesús.

Entre las villas de Azcoitia y de Azpeitia, en uno de los más encantadores valles de Guipúzcoa, fertilizado por el río Urola, se comenzó á levantar en el siglo XVII por el arquitecto Fontana el celebrado Santuario de Loyola, con la expresa condición al cederse para él el terreno, de que no se demoliera pared alguna de la casa solar en que nació San Ignacio de Loyola. Así forma parte integrante de tan famoso edificio la llamada Casa Santa,

que se conserva y una especie de zaguán ó pórtico en el primer departamento de la casa.

Por los recuerdos que representa, no por su arquitectura, es notable la casa solar del guerrero jesuíta. En el último piso, que

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se supone fué habitado por el Santo antes y después de su conversión, se ve la alcoba y el mismo cielo de la cama de San Ignacio, sin que el destrozo causado por los años impida traslucir la elegancia del damasco y del fleco de plata que aún la guar

necen.

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