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LUZ DE LUNA.

LEYENDA HISTORICA.

I.

TRISTEZA.

Era el oscurecer de un hermoso dia de otoño del año 1454, Y las campanas de Segovia tocaban á la oracion: las damas de la córte (pues la córte estaba entonces en esta ciudad) se dirigian al templo cubiertas con largos mantos negros y acompañadas de reverendas dueñas, lo que no impedia que algunas de ellas trocasen una frase amorosa pronunciada á media voz, con los gallardos donceles que de cerca las seguian, ó recibiesen un billete, que ocultaban con rapidez maravillosa entre los anchos pliegues del manto.

Triste estaba entonces la ciudad: Enrique IV habia abierto una tregua á sus contínuas diversiones y en cuanto á la reina no parecia desear tampoco los saraos y festines, que tanto la hacian gozar en otro tiempo; murmurábase entre sus damas, que una profunda tristeza la consumia, aunque ninguna de ellas, podia adivinar ni remotamente la causa: y en efecto, no existia al parecer. Don Beltran de la Cueva, estaba á sus pies, todo el tiempo que le dejaban libre sus ambiciosos planes: al penetrar, en la régia cámara desaparecia en el umbral el hondo pliegue, que unia sus pobladas cejas, animábanse sus negros ojos, y

asomaba á sus lábios la sonrisa: mas aunque esta sonrisa era triste tambien, parecia que al lado de doña Juana era feliz.

¿Qué tenia, pues, la reina? ¿seria acaso que la aquejaba el presentimiento de alguna desgracia? ¿soñaria con dolores lejanos todavía? ¿ó por ventura la entristecia el remordimiento de su culpable pasion?

Todos estos comentarios se hacian en palacio. ¡Terrible mansion son las cortes!

Las crónicas, me han enseñado, que en las antiguas, se murmuraba desapiadadamente, y be oido decir tambien que en las de ahora, hay la misma cruel murmuracion.

Pero entonces como hoy, se erraban tambien los juicios; formábanlos equivocados los que dotados de una imaginacion activa, anhelaban darle alimento con tan vano trabajo; y al oirlos emitir á estos, se encogian de hombros con frialdad é indiferencia las personas dotadas de

un generoso corazon.

Solo el conde de Ledesma, podia saber la causa de aquella tristeza: solo él podia decir, por qué se apagaban los ojos de la hermosa soberana, por qué palidecia su frente, por qué lloraba... y don Beltran, no lo decia á nadie.

Las siete de la noche, acababan de sonar en el reloj del alcázar real: los balcones de la cámara de doña Juana, abiertos aun, permitian ver la ancha plaza, que atravesaban los pacíficos habitantes de Segovia al dirigirse al templo: la reina habia dado órden, de que no entrasen luces hasta que ella llamase, y la estancia, débilmente alumbrada por el crepúsculo, se iluminaba ya con el blanco fulgor de la luna, que aparecia llena y purísima en el azulado cielo, sembrado de estrellas.

Ya no hacia calor; pero un ambiente templado todavía iba á aliviar con sus caricias la agonía de las flores que morian en soberbios jarrones de oro y plata.

Magníficos tapices cubrian el pavimento y las paredes; grandes y hermosos espejos, con marcos de recortado ébano y molduras de plata, reproducian los sillones de elevado respaldo.

Recostada, en uno mas ancho que los otros, estaba doña Juana absorta en una profunda meditacion: la luna iba á quebrar sus rayos en la pálida y hermosa frente de la reina, y en los gruesos bucles de sus cabellos de un negro brillante y azulado: radiaban como dos estrellas sus rasgados y negros ojos, antes llenos de fuego, y ahora velados por la tristeza; pero siempre de una hermosura sin rival. Jamás Miguel Angel, trazó un perfil tan severamente correcto; su boca de sí melancóli

ca y soñadora, estaba deprimida en ambos ángulos, por un pliegue habitual de melancolía, y sus manos de una belleza soberana, aparecian pálidas y enflaquecidas, al cruzarse sobre el negro terciopelo de su vestido.

Sentado á sus pies sobre un rico almohadon, veiase un page, que podria tener diez y seis años: su angélica hermosura, era el tipo opuesto á la severa belleza de la reina: de menos estatura que esta, era delgado y esbelto como una doncella. Tenia como doña Juana grandes y rasgados ojos; pero de puro y sombrío azúl; su boquita purpurea, su delicada nariz era de una suavidad encantadora; caian sus dorados y abundantes cabellos, en espesos y largos rizos, sobre la gola de encajes, y sus manos blancas como el marfil, eran mas bellas y delicadas las de la reina.

aun que

Vestia una ropilla de raso azúl celeste, prolijamente bordada de plata, y sujeta con un cinturon de lo mismo que dibujaba su esbelto talle, y dejaba ver el puño de pedrería de una linda y pequeña daga, segun el uso de los pages de aquel tiempo: sus calzas de seda blanca, permitian adivinar sus puras y juveniles formas y sus zapatos de raso blanco tambien, y adornados de un gran lazo celeste, encerraban unos pies infantiles: divertíase en deshojar una rosa menos pura y blanca que su serena frente.

-¿Qué teneis hoy, señora mia? dijo al fin, alzando la cabeza y fijando en la reina sus azulados ojos: ¿por qué estais tan triste?

La voz del page tenia un eco dulce, sonoro y armonioso: era uno de esos timbres, que una vez oidos, no se olvidan jamás, y que conmueven siempre porque hacia vibrar las cuerdas mas delicadas del alma: la reina no le oyó sin duda, porque no se movió.

El pagecillo, esperó algunos instantes la respuesta; pero viendo que no se le daba, alargó la mano á un florero, y tomó la mas marchita de las rosas volviendo á su primera ocupacion.

Un suspiro que se escapó de los lábios de doña Juana, le hizo alzar vivamente la cabeza.

-¿Qué teneis, señora? repitió el page con mas dulzura todavía, y arrodillándose sobre el almohadon en que habia estado sentado, buscó con sus ojos la abatida mirada de la reina.

Estremecióse ésta, y pasó una mano por su frente, como para apartar un triste pensamiento.

-

No tengo nada, Fernando, dijo con alterada voz: ¿qué hora es? aŭadió levantándose; ¿por qué no pides luces?

-V. A. mandó, que no iluminasen la cámara, porque penetraba tan hermosa luna...

¿Ha venido el conde? interrumpió la reina con viveza.

-A esta pregunta se inmutó la fisonomía del pagecillo: á haber luz en la estancia, fácilmente hubiera visto doña Juana sus ojos llenos de lágrimas.

-Don Beltran no vendrá esta noche, señora, dijo al fin, sobreponiéndose á la emocion dolorosa, que habia hecho palidecer su frente: y añadió con un profundo suspiro, y en voz tan baja, que no pudo llegar á los oidos de doña Juana: ¡desgraciadamente, no vendrá!

-¡No vendrá! repitió la reina cuyo hermoso semblante, se entristeció mucho mas, ¿y por qué?

-Porque dentro de dos horas, señora, debe salir con el rey para Toledo, á donde los llaman los partes dados por Pedro Lopez de Ayala: en la conjuracion del marqués de Villena, están comprometidos muchos nobles castellanos; cuéntanse entre ellos don Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo; don Alfonso Fonseca, arzobispo de Sevilla; el condestable de Castilla, don Manrique Lucas de Iranzú; don Gomez Solis, maestre de Alcántara; don Diego de Arias, tesorero mayor, y otros muchos. -¿Y los Lunas?

-¡Mi padre! ¡mi hermano! ¡oh no! esclamó fieramente el pagecillo, y su frente se cubrió de un subido carmín: antes morirán cien veces, que ser traidores á su rey.

-¿Pero dónde se hallan?

-En Aragon, señora: no quieren rendir homenage à vuestro esposo, porque le aborrecen; pero respetan la persona del rey de Castilla.

-Pero la conspiracion de Toledo está secretamente protegida por don Juan de Aragon, Fernando. ¿Cómo don Fadrique no ha de ayudar al monarca que le da asilo? y tu jóven hermano Gonzalo, ¿cómo ha de permanecer en calma en la córte de Aragon?

-En calma estarán, señora, hasta el dia en que peligre la vida del rey ó la de V. A.; entonces volverán á Castilla para castigar á los traidores.

-¡Buenos Y nobles caballeros! esclamó doña Juana, en cuyas largas pestañas negras brillaba una lágrima.

—¡Oh sí! muy nobles, señora, repitió el page con profunda emocion; pero buenos aun mas que nobles, y sobre todo para vos.... ¡Oh, señora mia! continuó el niño con los ojos humedecidos de llanto; si hubiéseis oido á mi buen padre el dia en que me envió á vos, comprenderíais

hasta qué estremo os adoran los Lunas. «Vé, me dijo, hijo mio: la persona de la reina está amenazada, y yo te envio á tí á su lado para que veles por ella: muere si es preciso, pero que sea tu pecho el escudo de su vida. »>

-¡Oh don Fadrique! murmuró doña Juana; ¡felices los reyes cuyos vasallos se os parezcan!

-Mi padre os debe la vida, señora, segun él mismo me ha dicho, y la vida de todos los Lunas os pertenece: mas aun, os debe tambien su libertad y su honor.

-Verdad es, Fernando, dijo doña Juana, que tuve la fortuna de sacar a tu padre de la prision en que gemia; es cierto que le volvi la libertad, y con ella el poder de deshacer la odiosa calumnia que pesaba sobre él; pero ha satisfecho su deuda con usura, poniéndote á mi lado, y dándome tu puro amor, único consuelo en los males que me agobian.

Al pronunciar estas palabras prorumpió en llanto la reina: el pagecillo se arrodilló de nuevo à sus pies y besó cien veces sus manos, que humedecia tambien con sus lágrimas.

-No os aflijais por Dios, señora mia, dijo; yo estoy aqui para instruir á mi padre y á mi hermano de los planes de don Juan Pacheco, marqués de Villena, que es el gefe de los conjurados, y vuestro mas cruel enemigo; no puede perdonaros el que diéseis libertad á mi padre, que sabe os sostendrá á vos y vuestro esposo á todo trance en el trono de Castilla; ya están de vuelta en Toledo con el infante don Alfonso, que han sacado del castillo de Maqueda, y al que han proclamado rey: pero nada temais, señora, prosiguió el niño volviendo á acariciar las manos de la reina: yo velo por vos; si os veo en peligro avisaré à mi padre y á mi hermano, que vendrán con trescientas lanzas à vuestro socorro; con nadie podeis contar aqui mas que con el conde de Ledesma y conmigo.... ¡pero don Beltran y yo valemos mas que todos esos villanos!

-¡Don Beltran! esclamó dolorosamente la reina, porque este nombre avivó sus pesares: ¿acaso piensa ya en mi?.

Nada contestó el page: palideció, é inclinó tristemente la cabeza. Durante algunos instantes reinó en la estancia un profundo silencio; levantóse por fin doña Juana, y el page la imitó.

-Pide luces, Fernando, dijo con voz alterada.

Obedeció el niño, y la cámara real quedó bien pronto profusamente iluminada.

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