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CAPÍTULO PRIMERO

CAIDA DEL REINO VISIGODO Y CONQUISTA DE ESPAÑA POR LOS SARRACENOS

§ 1.°-CAÍDA DEL REINO VISIGODO.

Trabajada por muchos vicios y males en los últimos tiempos de la dominación visigoda, la nación española sucumbió á principios del siglo VIII, cayendo bajo el yugo de los musulmanes en que debía gemir por cerca de ocho siglos.

La Monarquía fundada por Ataulfo, ó más bien por Eurico, después de luchar victoriosamente con diferentes pueblos y naciones, abarcando en sus dominios toda la Península ibérica y dilatándose además por la Galia Gótica y la Mauritania Tingitana 2, había lle

4 Para este capítulo y el que sigue hemos consultado, entre otros, los siguientes documentos y fuentes: el Cronicón latino atribuído por largo tiempo à Isidoro Pacense; el Cronion de Alfonso III, ó según otros, del Obispo D. Sebastián; el del Albeldense; el libro III De rebus Hispaniae, de D. Rodrigo Ximénez; la crónica arábiga titulada Ajbar Machmúa, edición de D. E. Lafuente y Alcántara; la de Ibn Adari titulada Albayan Almogrib, tomo II de la edición de R. Dozy; la de Ibn Alcotía, de Córdoba, edición de D. P. de Gayaugos; las Analectas de Almaccari, tomo I, parte 1.a, cap. Il de la edición de Leyden; el tomo I de las Recherches sur l'histoire et la littérature de l'Espagne pendant le moyen âge, del citado Dozy; el tomo II de la Histoire des musulmans d'Espagne, del mismo autor; el libro VI de la Corónica general de España, de A. de Morales; el libro VI de la Historia general de España, del P. J. de Mariana; las Historias de Idacio, etc., recogidas por Fr. Prudencio de Sandoval; el tomo I de la Historia de España, de M. C. Romney; el tomo I de la Historia critica de la literatura española, de D. J. Amador de los Ríos; el Discurso leido por D. P. de Madrazo al ser recibido en la Real Academia de la Historia; el tomo I de la Historia de los heterodoxos españoles, de D. M. Menéndez y Pelayo; el libro titulado Caida y ruina del Imperio visigótico español, de D. A. Fernández-Guerra, y el novisimo Estudio sobre la invasión de los árabes en España, de D. E. Saavedra. Todos estos libros, y en particular los últimos, deben ser consultados por los que deseep conocer y apreciar debidamente las causas inmediatas y apartadas, interiores y exteriores, que precipitaron á España en el abismo de la dominación sarracénica y que nosotros exponemos con forzosa concisión.

Acerca de este punto, muy discutido en nuestros días, véase á Dozy en sus Recherches, I, 61-65; al Sr. Fernández-Guerra en su Caida y ruina, 63-67, y al Sr. Saavedra, 45-47. Es cierto que aquella provincia había sido agregada á nuestra Península durante la

gado á componer el Estado más poderoso, el mejor constituído, el m ilustrado y culto de cuantos se habían formado de las inmensas rui nas del Imperio romano. Componíase la población española en su ma yor parte de la antigua raza ibérica, raza fuerte, valerosa y armipo tente, amante de su libertad é independencia; pero juntamente d costumbres sencillas y de vida frugal, morigerada, honesta y religio sa, constante en su fe y en su conducta, si bien no poco desvirtuada en algunos territorios con el ingerto de la raza púnica, de la romana, de la griega, de la goda y de otros pueblos de distintos orígenes, que habían penetrado en nuestra Península por el Norte, por el Oriente y por el Mediodía. El elemento latino, el oriental, el céltico, el helénico y el germánico, habían influído por diversos modos, ya útiles, ya nocivos, en la civilización de nuestra sociedad, sacando á la raza indígena de su antiguo aislamiento y barbarie y prestándole nuevos usos, conocimientos é instituciones, aunque introduciendo al par gérmenes de corrupción anteriormente ignorados.

Al desmembrarse nuestras provincias del Imperio romano, habían trabajado con actividad los nuevos dominadores en crear un Estado y un Gobierno más firmes, estables y provechosos. Este propósito, contrariado durante largo tiempo por la falta de unidad civil y religiosa, por la rivalidad y discordia de las innumerables tribus que poblaban la Península y por el espíritu turbulento, díscolo y rebelde de la aristocracia visigoda, había entrado en vías de feliz ejecución bajo el venturoso reinado de Recaredo el Grande. Proclamada entonces la unidad católica, madre de todas nuestras futuras grandezas, pudo la Monarquía visigótica emprender la reorganización nacional con ayuda del Brazo eclesiástico, nuevo y poderoso elemento político y legislativo introducido en la Constitución de aquel Estado. Reunido en los famosos Concilios de Toledo, el Episcopado español dictó, de acuerdo con los Monarcas, así en el orden civil y político, como en el religioso y eclesiástico, las leyes que juzgó más acertadas y oportunas

dominación romana, y que había entrado en la politica de los Reyes visigodos, como en la de los Emperadores romanos, el contener las invasiones de los pueblos africanos por medio de presidios ó plazas fuertes en aquellas costas; es cierto también que San Isidoro (Etym., lib. XIV, cap. IV) y varios autores árabes cuentan aquella región en los dominios de España; pero de todas maneras, el señorío visigodo en la Tingitania debió ser harto precario é inseguro, como disputado por los imperiales de Constantinopla y combatido por las frecuentes incursiones de las tribus berberiscas.

4 Fernández-Guerra, Caída y ruina, 67.

para remediar los males de que adolecía aquella sociedad, uniformando la legislación y el gobierno, equiparando los derechos de godos, españoles y romanos y facilitando la fusión entre unos y otros. Leyes en verdad, que para aquel tiempo son dignas del mayor elogio y aprecio, que se recomiendan por miras de humanidad y de equidad desconocidas en el Derecho romano, que superan mucho á las demás. legislaciones contemporáneas y que labraron la grandeza y fortuna del largo período comprendido entre Recaredo I y Wamba. Honra imperecedera de aquellos legisladores es el Código llamado Forum Judicum ó Fuero Juzgo, que, sobreviviendo á la ruína del reino visigodo, alcanzó después tanta importancia en la España mozárabe y en la restaurada 2.

Gracias á la copiosa enseñanza de los monasterios y de las curias episcopales, la nación hispano-visigoda sobresalió mucho en ciencias y letras, especialmente desde el reinado de Recaredo. Esta ilustración y cultura se distinguieron principalmente por su carácter religioso y eclesiástico. Pero los doctores españoles de aquella edad no pretendieron destruir la ciencia y civilización antiguas, sino solamente sanearlas y purificarlas, amoldándolas discretamente al dogma y espíritu católico. Los escritos que han llegado hasta nosotros de San Leandro, San Isidoro, San Braulio, San Eugenio, San Ildefonso, San Julián, el Biclarense y otros ingenios españoles de aquel tiempo, al par con el himnario gótico, manifiestan el objeto y tendencia de aquella literatura clásico-poética y científico-cristiana, que no debía perecer con la conquista sarracénica, legando su tradición luminosa y civilizadora á las edades venideras 3.

Empero, al par con éstos y otros elementos de vida y adelanto, la sociedad española de aquella edad encerraba gérmenes eficaces de disolución y ruína. Después de un largo período de grandeza y prosperidad, el período de Recaredo, Recesvinto y Wamba, el reino visigodo cayó de improviso á fines del siglo VII en gran desconcierto,

En ninguna otra parte (escribe á este propósito un escritor moderno, á quien hemos censurado más de una vez por su excesiva admiración de la cultura arábiga) se había realizado más íntimamente la fusión de los romanos y de los bárbaros.» (M. Sedillot en su Histoire des arabes, pág. 148 de la edición de 1854.) Mas sobre este punto véase á G. Kurth en su excelente obra titulada Les origines de la civilisation moderne, tomo I, cap. VII.

2 A la excelencia de aquella legislación, calumniada por Montesquieu, rinden homenaje muchos escritores extranjeros y liberales como Gibbon, Romey y Pacheco.

3 Sobre esto discurre con mucha erudición y acierto el Sr. Amador de los Ríos en su mencionada Historia crítica, parte I, caps. VII y siguientes.

desmayo y corrupción. De donde se colige que aquella prepotencia y esplendor no eran sólidos ni estables, y que los grandes esfuerzos del Trono y de la Iglesia por reformar y robustecer aquella sociedad, armonizando los elementos heterogéneos que la componían y sacándolos de sus añejos vicios, se habían estrellado al fin en lo azaroso de los tiempos y en la rebeldía de los hombres. Copiosos males y miserias estragaban á la sazón la sociedad española, así en el orden civil y social, como en el político y en el religioso. En cuanto á lo primero, la Monarquía visigoda no había logrado realizar cumplida y satisfactoriamente la deseada fusión entre la multitud de razas y pueblos á quienes gobernaba: la antigua raza ibérica, compuesta de muchas tribus y más ó menos confundida en diversos territorios con la céltica y otras gentes advenedizas; la romana, la gótica, la sueva, la judáica y aun la griega, razas divididas entre sí por intereses encontrados, por rencores antiguos ó recientes. Los españoles é hispano-romanos no habían llegado á confundirse con los godos, á quienes consideraban como sus opresores; y aunque Recesvinto, á mitad del siglo VII (año 649), había dictado la famosa ley que autorizaba los enlaces entre una y otra raza, esta medida, ya intentada anteriormente y nunca bien recibida ni adoptada, no produjo suficiente resultado. Oponíanse á esta fusión, de una parte, las pretensiones de la raza goda, poco arraigada aún en la fe católica y empeñada en sostener á todo trance su predominio sobre las demás razas; y de otra, las aspiraciones de la ibero-romana, que, formando la inmensa mayoría de la población, sufría de mal grado la dominación de un pueblo tan inferior en número y en cultura, cuanto arrogante y despólico. Tan opuestas tendencias contrariaban grandemente á los Monarcas visigodos, que no podían inclinarse á una parte sin provocar la ojeriza de la otra, dispuesta siempre á la insurrección y á la discordia civil. Añádase á esto la hostilidad de los indomables vascones, que no perdían ocasión de tomar las armas por su libertad é independencia; el descontento con que los griegos de nuestras regiones orientales, sometidos por Sisebuto y Suintila, sufrían el yugo visigodo, y, sobre todo, la pertinaz obcecación de los judíos, que

1 Ya muchos años antes, Recaredo el Grande, deseando facilitar la fusión de los godos con los romanos, habia derogado las leyes que prohibían las uniones conyugales entre unos y otros.

2 Véase al Sr. Fernández-Guerra, ibid., págs. 67 y 68.

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