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aferrados en su triste destino de vivir sin templo, sin patria y sin rey, rehusaban admitir la fe y las instituciones de la sociedad hispano-cristiana, prefiriendo ser sus víboras y parásilos. Y como la Verdad eterna afirmó que todo reino dividido será desolado 2, de esta división y antipatía de pueblos y razas resultaron repetidos alzamientos y rebeliones, que llegaron á su apogeo á fines del siglo VII, poniendo el Estado visigodo en peligro de inminente ruína. Conocidas son las dos grandes conjuraciones que por los años 692 á 694 urdieron los magnates visigodos y los súbditos hebreos, conspirando aquéllos contra la Corona y la vida del Rey Egica, y concertados los segundos con sus correligionarios de África para derribar nuestra católica Monarquía 3. Ni tampoco debemos pasar en silencio las dos invasiones que, bajo los reinados de Egica y de Witiza, intentaron en nuestras costas orientales los griegos de Constantinopla, apoyados por sus afines de aquella comarca, pero rechazados una y otra vez por el valeroso Teodemiro 4.

Otro elemento no menos grave de discordia y disolución abrigaba en su seno la sociedad hispano-visigoda. Este mal, común á todas las naciones que habían formado parte del Imperio romano, consistía en la profunda desigualdad de las clases; en la excesiva riqueza y prosperidad que (á semejanza de lo que aún sucede en Inglaterra) alcanzaba un número escaso de nobles y magnates, mientras que la mayor parte de la población, compuesta de colonos, curiales y diversas clases de siervos, vacía en la opresión y en la penuria. La aristocracia (primates y seniores), compuesta principalmente de la nobleza visigótica, cuyos antepasados, al sojuzgar nuestro país, se habían apropiado las dos terceras partes del suelo, disfrutaba cuantiosos bienes que le permitían gozar de toda suerte de comodidades, regalos y deleites. Por el contrario, los colonos, curiales y siervos, aunque tratados con más humanidad que en tiempo de los romanos, vivían condena

↑ Dispersi et soli sui extorres vagantur per orbem, sine homine, sine Deo, sine Rege.» Pasaje de Tertuliano, en el núm. 21 de su Apologia, citado oportunamente por el mismo Sr. Fernández-Guerra, pág. 68.

2 Ev. sec.

Math., XII, 25, y Ev. sec. Luc., XI, 17.

3 Acerca de estas rebeliones y conspiraciones, véanse los Concilios toledanos XVI y XVII; el Sr. Fernández-Guerra, págs. 67-74, y el Sr. Menéndez y Pelayo, parte 1.a, cap. III, $43.

A la sazón Duque de aquella provincia. Véase al Sr. Fernández-Guerra en su Deitania, pág. 26, y Cron. Pac., núm. 38.

5 Siendo imposible abolir la esclavitud eu aquellos tiempos, la Iglesia española, ani

dos juntamente al trabajo y á la pobreza, viéndose, para mayor desdicha, muy dificultados por las leyes para poder mejorar su miserable condición. A las demás penalidades y cargas propias de aquellos siervos, hay que añadir el mayor peso del servicio militar, porque si en los primeros tiempos un pueblo tan belicoso como el visigodo había tenido grande afición á las armas, causa de su engrandecimiento, al cabo, vencido y enervado por las dulzuras de la paz, había confiado la defensa del Trono y del país en las manos de los siervos, así indígenas como judíos, cuya fidelidad no podía menos de ser sospechosa, llegado el caso de guerra ó revolución.

Si esto sucedía en el orden social y civil, también en el político adolecía de graves defectos la España visigoda. Todo el empeño y prudencia de sus Soberanos y legisladores no habían baslado á robustecer y enaltecer el Trono, convirtiendo en hereditaria la Monarquía, legalmente electiva, ni á corregir la insubordinación é insolencia de los magnates. No necesitamos pintar los frecuentes trastornos que probó aquel Estado por falta de un derecho fijo que regulase la sucesión á la Corona, refrenando la ambición de los grandes señores y evitando perturbaciones y guerras civiles. Es verdad que la sucesión hereditaria, como más conforme á la naturaleza, solía prevalecer en la práctica; pero como no formaba parte del derecho escrito, y contrariaba los intereses y pretensiones de los magnates, sucedió repetidas veces que los Príncipes asociados por sus padres al gobierno del Estado, no llegasen á sucederles, siendo arrojados del trono por una conspiración ó pronunciamiento de aquella altiva aristocracia, que, con mayor ó menor violencia, hacía valer su derecho electivo. Tal acaeció, como veremos dentro de poco, al morir el Rey Witiza, encendiéndose reyertas y enconos civiles que fueron la causa inmediata de la ruína de aquel carcomido Estado.

Tampoco en esta época revuelta y azarosa se hallaba íntegro é ileso en la España visigoda el elemento más poderoso en que estriba la fuerza y salvación de las naciones. Hablamos del espíritu religioso, que debemos considerar como el principio y causa que proporcionó á aquel Estado mayores beneficios y engrandecimiento, erigiéndolo en cimiento y base de nuestra católica y potente Monarquía. Mucho tra

mada por el espíritu de caridad propio del cristianismo, trabajó mucho en atenuarla y dulcificarla. Así consta de muchos datos y testimonios que, impugnando á Dozy, hemos alegado en el tercero de nuestros articulos acerca de la Histoire des musulmans d'Espagne.

bajó y consiguió la Iglesia católica en favor de la religión y de la patria, arrancando de nuestro suelo la herejía arriana, moderando la potestad real y obteniendo para el Trono visigodo, reconciliado con nuestra fe, las simpatías de la raza española. Empero no le fué dado corregir más cumplidamente los defectos de la raza visigoda, tan poco arraigada en nuestra fe, cuanto desmandada y viciosa, ni la desatentada afición de sus Reyes y magnates á imitar el lujo y corrupción de la corte bizantina. Mucho trabajó asimismo el clero católico por la conversión de los hebreos y por aniquilar los restos del antiguo paganismo, preservando la moral de su perniciosa influencia; pero de tamaños intentos, el primero se estrelló en la obstinación judaica, y el segundo fué de muy lenta y difícil ejecución, porque grabadas profundamente la idolatría, la magia y otras supersticiones en las costumbres y letras, no habían desaparecido totalmente al tiempo de la irrupción sarracénica 2.

Además, y esto fué lo más doloroso, una parte considerable de aquel mismo clero, que tantos beneficios había prestado á la sociedad hispano-visigótica produciendo larga serie de santos y de sabios, de hábiles maestros y prudentes legisladores, llegó á inficionarse con la corrupción general. De lamentar fué que muchos de los Obispos, obligados en demasía por la protección y favor de los Monarcas, y más atentos á complacerles y ayudarles en la gobernación del reino de lo que convenía á los intereses religiosos y espirituales, permitieran que

1 Acerca de la grande y precoz corrupción de los visigodos y demás pueblos bárbaros, véase al Sr. D. José Amador de los Ríos en su Historia crítica, parte 1.a, cap. X; al Sr. Menéndez y Pelayo, tomo I, lib. II, cap. III, § 13, y al Sr. Godofredo Kurth, docto Profesor de la Universidad de Lieja, en sus excelentes Origines de la civilisation moderne, tomo I, capitulo VII.

2 Sabido es que el Concilio XII de Toledo (año 684) y el XVI (año 693) dictaron repetidos cánones para anatematizar diversas supersticiones gentilicas y sacrilegas, muy arraigadas todavía en nuestro país, renovando las antiguas censuras contra los que adoraban idolos, veneraban piedras, encendian antorchas, daban culto á fuentes y árboles y embaucaban al pueblo con agüeros y hechizos. Porque es de notar que las artes mágicas, devoción característica del mundo pagano, así en los tiempos antiguos como en los actuales, y de una gran parte de la sociedad moderna descatolizada, estaban muy extendidas y arraigadas en la España visigoda. Finalmente, en el Concilio XVI, que precedió no más que diez y ocho años á la invasión, al par con la idolatría y la magia, se censuran y condenan la deslealtad de los magnates y demás súbditos para con los Monarcas, los frecuentes perjurios, la incorregible perfidia judaica, el nefando vicio de la sodomía y hasta el suicidio, plaga desconocida en nuestro país antes de la dominación visigoda y ya condenada en 661 por el primer Concilio de Braga. Véanse los textos conciliares y las observaciones de los Sres. D. José Amador de los Rios (1, 436) y Menendez y Pelayo (I. 216).

á su vez el Poder real interviniese indebidamente en el gobierno de la Iglesia, usurpando sus atribuciones y cercenando su libertad. Más grave fué todavía el que algunos de ellos tomasen parte en conspiraciones y delitos políticos, como Siseberto, metropolitano de la Ciudad regia, que arrastrado probablemente por los sentimientos é intereses de la raza visigótica á que pertenecía, maquinó el destronamiento y muerte del Rey Egica, mereciendo ser depuesto y excomulgado por el Concilio XVI de Toledo. Pero lo peor de todo fué que muchos clérigos y aun Prelados, con sus costumbres disolutas, escandalizasen al pueblo y perjudicasen al resultado de su religioso ministerio y de la civilizadora empresa que tenían á su cargo. Es verdad que la parte más numerosa del Episcopado español, reunido en los Concilios, condenó y reprimió como pudo semejantes excesos; pero ello es que se repitieron con harla frecuencia. En las actas de aquellos Concilios léense repetidos cánones contra la incontinencia, contra la simonía, contra la codicia de clérigos y aun de Obispos y contra su poco celo por la gloria de Dios y bien de las almas '.

Carcomida por vicios tan profundos y radicales, así en lo religioso como en lo civil y político, la sociedad hispano-gótica se había despeñado á fines del siglo VII en gravisimo desconcierto y ruinosa decadencia. El Trono se veía desautorizado y vacilante, amenazado por la rebeldía de los magnates y por el encono de los partidos; la aristocracia, devorada por la ambición de los mandos y honores y afeminada por los placeres; el clero, relajado; los siervos y colonos, y, en una palabra, la inmensa mayoría de los súbditos, mal hallados con su abatimiento y miseria; las antiguas leyes, mudadas ó menospreciadas, y, en fin, las costumbres públicas en gran manera maleadas y corrompidas. El malestar y desesperación de la sociedad se revelaban individualmente en síntomas tan graves como los frecuentes suicidios 2, manifestando con evidencia que aquel Estado se hallaba al borde del abismo. Angústiase el ánimo al leer el tomo regio ó discurso que el día 2 de Mayo del año 693 dirigió el Rey Egica á los Padres del Concilio XVI de Toledo, donde deplorando los muchos daños materiales

1 Véanse los textos conciliares y al Sr. Menéndez y Pelayo, tomo I, pág. 214.

2 Véase el cap. IV del Concilio XVI de Toledo, titulado De desperantibus, y al Sr. D. José Amador de los Ríos, tomo I, pag. 436. Aquellos sibaritas, no queriendo vivir sino para el placer, á cualquiera contrariedad apetecían la muerte, como lo vemos en muchos hombres de nuestro tiempo; opuestos diametralmente aquéllos y éstos á la conocida sentencia del ascetismo cristiano: padecer ó morir.

y

morales que padecía su reino, consideraba aquellas plagas como efecto de la indignación divina y parecía presentir la catástrofe que se aproximaba al repetir aquella amenaza del Profeta: Propter hoc lugebit terra, et infirmabitur omnis qui habitat in ea 1. En efecto, no faltaron señales del cielo que anunciasen la próxima ruína de la España visigoda: tales fueron, además de frecuentes calamidades públicas, las continuas y victoriosas expediciones con que un pueblo bárbaro y belicoso, instrumento de la divina justicia, los árabes y sarracenos, después de sojuzgar varias naciones orientales muy semejantes á la nuestra en sus vicios y corrupción, se extendía como torrente asolador por el África occidental, y amenazando repetidas veces nuestras costas 2, se aproximaba á cumplir en España su desastroso destino. Todavía la entereza de Egica pudo contener por algún tiempo la inevitable ruína de aquel Estado, adoptando varias medidas eficaces de acuerdo con el Episcopado reunido en los Concilios XVI y XVII de Toledo, y dificultando á los judíos el que pudiesen franquear á sus correligionarios de África, y juntamente á los sarracenos, las llaves del Estrecho; pero todo se frustró á principios del siglo VIII, cuando á Egica sucedió en el trono su hijo Witiza. En este personaje histórico, tan acriminado por la tradición genuinamente española 3, cuanto ensalzado por la arábigo-hispana, vemos uno de esos deplorables tipos regios que las naciones suelen presentar en vísperas de su ruína; pues irreflexivo, ligero é inconstante en sus propósitos, fastuoso y disipado, si no libertino, débil y tolerante con los malos, riguroso con los buenos, molesto á la clerecía y favorable á los judíos, no supo continuar la obra restauradora de su padre y se enajenó las simpatías del partido más numeroso é importante, el hispanoromano. En cuanto á su sucesor Rodrigo, su reinado fué tan corto

1 Oseas, IV, 3.

Imperando el Califa Otman, año 21 de la hégira y 642 de nuestra era, según Ibn Adarí, II, 5, y bajo el reinado de Wamba según el Cron. Sebast., núm. 2. Además, según el Soyuti (Saavedra, 56, nota 3), en el año 89 (708), Abdala, hijo de Muza, hizo un desem

barco en las Baleares.

3 Véase al Sr. Férnández-Guerra, Caída y ruína, págs. 43 y siguientes.

A pesar de sus evidentes simpatías por Witiza, el cronista conocido hasta hoy por Isidoro Pacense, en su núm. 29, reconoce que reino licenciosa y desvergonzadamente (petulanter). Mas no por eso juzgamos lícito creer cuanto se ha escrito contra Witiza, ni hay motivos fundados para suponer que trató de arrastrar á su nación al cisma y la herejía, resultado para el cual no estaba dispuesta. Véase Saavedra, págs. 37 y 38, y Menéndez y Pelayo en sa Historia de los heterodoxos, tomo I, lib, I, cap. III, § 43.

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