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ciosamente de los feudos y se legisla acerca de ellos (1). Y aun esto lo decimos por lo que toca á los reinos de León y Castilla, donde se ha reputado dudosa la existencia de los feudos; que en Cataluña fué todavía más visible y manifiesta la organización feudal, y los Usages hacen de los feudos mención frecuente. El 34 se intitula: Ne feudum alienetur sine licentia domini. En el usage de firmatione directi se trata del valor de los feudos mayores y menores. También en Aragón se desarrolló el sistema feudal, viéndose desde tiempos antiguos tierras y lugares dados en honor, en calidad de vitalicios, y con la obligación de prestar servicios militares, como lo diremos en su lugar.

Los feudos tenían, por otra parte, su razón de ser en España. El elemento germánico, que durante el imperio gótico había alcanzado gran preponderancia, por más que el romano, con la superioridad de su civilizacion, hubiese logrado sobreponérsele en el gobierno y en las leyes, contenía los gérmenes del feudalismo en su institución de los patronos y bucelarios, ó sea en las personas libres que formaban el cortejo de los señores cuando iban á la guerra, y que les prestaban ciertos servicios á cambio de la protección que éstos les dispensaban, sobre lo cual vimos ya en su lugar las interesantes disposiciones del Fuero-Juzgo (2).

(1) Pudiéramos citar aqui todo el tit. xxvi de la Partida IV; pero lo haremos sólo de la ley 6.a, que establece las reglas sobre la sucesión de los feudos, personas que son capaces de adquirirlos y su reversión á la corona en los casos que expresa.

«Los feudos (dice la ley 6.a) son de tal manera que non los pueden los homes heredar >>así como los otros heredamientos. Ca magüer el vasallo que tenga feudo de señor de»jare fijos ófijas, cuando muriere, las fijas non heredarán ninguna cosa en el feudo; antes >>los varones, uno o dos, ó cuantos quier que sean más, lo heredan todo enteramente. E >>ellos fincan obligados de servir al señor que lo dió á su padre, en aquella manera que »su padre lo había á servir por él. E si por aventura fijos varones non dejase e oviese >>nietos de algun su fijo, e non de fija, ellos lo deben heredar, asi como faria su padre si >>fuese vivo. E la herencia de los feudos no pasa de los nietos adelante, mas torna des»pues á los señores e á sus herederos. Pero si el vasallo después de su muerte dejase fijo >>ó nieto, que fuese mudo ó ciego ó enfermo, o ocasionado, de manera que non pudiese »servir el feudo, non lo merescería haber nin lo debe heredar en ninguna manera. Eso ››mismo decimos si cualquiera de ellos fuese monje, ó otro religioso, ó tal clérigo que >>non lo pudiese servir por razón de las órdenes que oviese. E lo que dijimos que fijo ó >>nieto del vasallo puede heredar el feudo, entiéndese cuando villa ó castillo ó otro he>>redamiento señaladamente fuese dado por feudo. Mas reino ó comarca, ó condado o >>otra dignidad realenga que fuese dada en feudo, non lo heredaría el fijo nin el nieto >>del vasallo, si señaladamente el Emperador ó el Rey ó otro señor quel oviese dado al >>padre ó al abuelo, non gelo oviese otorgado para sus fijos é para sus nietos.>> (2) Véase el cap. vi, pág. 79.

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No hablaremos aquí de las prerogativas y exenciones que á la sombra del derecho feudal fué adquiriendo la nobleza. Las veremos más adelante al hablar del Fuero viejo de Castilla. Bástenos por ahora decir que los nobles llegaron á alcanzar un gran poder, el cual crecía ó menguaba á proporción que era más débil ó más fuerte el Monarca que ocupaba el trono; que concertaban entre sí alianzas ofensivas y defensivas; que no se avenían á someter sus contiendas á los jueces ordinarios, sino que las decidían por la fuerza, y que tenían bajo sus órdenes gente armada. Concíbese por esto hasta dónde llegaría su prepotencia, por más que no tenga la nobleza castellana de los siglos medios el odioso carácter que algunos se empeñan en atribuirle, ni dejase de prestar á la causa pública grandes servicios, de que hablaremos después.

V. Á pesar de las turbulencias de los tiempos, y salvas las dificultades que se oponían al amplio ejercicio de sus funciones, la Iglesia de España conservó en los primeros tiempos. de la dominación árabe su antigua constitución. Subsistían los templos, el culto y la liturgia, aun en los puntos ocupados por los invasores; sólo que en éstos estaba prohibida la propaganda religiosa y las solemnidades exteriores. Los Obispos residían en sus diócesis, como lo observó San Eulogio en su viaje de Pamplona á Córdoba; florecían los monasterios, dando asilo á las letras, y nacieron las Órdenes militares, cuya historia y hechos son bien conocidos.

El espíritu religioso fué, pues, en la naciente monarquía el mismo que había sido en la mona rquía gótica; más vivo aún, por lo mismo que sostenía lucha á muerte con una religión enemiga. Los Reyes asturianos dejaron consignada su fe en monumentos de piedra, porque todos ellos levantaron algún templo a Dios. Pelayo, Santa María de Velamio; Favila, Santa Cruz de Cangas; Alonso el Casto, San Pedro de Villanueva; D. Fruela, la iglesia de Oviedo; D. Aurelio, la iglesia de San Martín de Langreo; D. Silo, la de San Juan de Pravia; Alonso el Casto renovó la iglesia del Salvador de Oviedo y edificó á San Tirso, San Julián de Santullano; Ramiro I á Santa María de Naranco y San Miguel de Lillo; Alfonso III los monasterios de San Adrián y Natalia de Turón y San Salvador de Valdediós (1).

(1) Cavanilles, Historia de España, tomo 1, pág. 438.

Continuaron celebrándose Concilios en los siglos x y XI, y de muchos hay noticias, aunque no tan seguras como fuera de desear. Según ellas, se reunieron ocho en León, siete en Compostela, otros siete en Gerona, tres en Burgos, otros tantos en Salamanca, Valencia, Barcelona, Vich y Elna; dos en Valladolid; igual número en Lérida, Tarragona, Narbona, Tolosa y Leire; y uno en Bañoles, Besalú, Carrión, Castromorel, Guisona, Jaca, Husillos, Oviedo, Pamplona, Ripoll, Roda, Sahagún, San Juan de la Peña, San Miguel de Fluviá, Toledo, Urgel, Villabertrán y Zaragoza. Aunque no todos merezcan en rigor el nombre de Concilios, porque algunos fueron sólo reuniones accidentales de prelados, y faltaba la convocación y presidencia del metropolitano, lo eran muchos de ellos. En el de Vich de 1068 se estableció una disposición de orden civil que figura hoy en nuestros Códigos: la de que no se prendasen por deudas las ropas, arados y azadones de los aldeanos.

No es éste, en verdad, ni el único ni el más importante de los servicios que la Iglesia prestó entonces á la sociedad. Oigamos á un erudito escritor de nuestros tiempos exponer uno muy señalado. Habla del estado de anarquía en que se encontraba España en el siglo XII, en que los campos eran talados, violado el asilo doméstico, robados los ganados y asaltados los comerciantes, y en que, siendo necesario amparar á los débiles, no había un poder bastante fuerte que lo hiciese. «La Iglesia, dice, toma entonces bajo su protección á la sociedad, y la salva de aquellos horrores. Valiéndose de su poder moral, obliga á los opresores á asociarse, bajo juramento, con los oprimidos, á fin de hacer que se respete la paz pública, la ley y los derechos de todos. La paz de Dios penetró por los rei-. nos de León y de Castilla, como la paz y tregua había penetrado en el siglo XI en Cataluña. En el Concilio de Oviedo de 1115, á que asistieron los Obispos y magnates y el pueblo de la diócesis, juraron todos conservar la paz, impedir que se quitasen al colono sus animales domésticos, se saquease, robase ni hiciese daño alguno, y castigar al ladrón ó malhechor, al que le auxiliase y al que de cualquiera otra manera quebrantase la paz, imponiendo, además del anatema de la Iglesia, otras severas penas. Esta constitución se extendió por todos los territorios de Asturias, Castilla y León, jurando todos los

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habitantes su observancia. D. Alfonso el Batallador la hizo extensiva á Aragón, donde se conservó por mucho tiempo, como lo prueban las constituciones de D. Ramón Berenguer de 1164, y las que posteriormente se hicieron en la época de D. Jaime el Conquistador. D. Alonso VII confirmó también la paz hecha en el Concilio de Oviedo, conservándose esta institución, como lo atestiguan las constituciones hechas por su nieto Alfonso IX de León (1).»

Entre los Concilios de este período, es uno de los más notables el de Coyanza de 1050, que recuerda la época goda, no sólo porque cita al FUERO-JUZGO y los cánones godos, sino porque siguió el estilo y las prácticas de aquella Iglesia. Lo convocó el Rey Fernando I, de gloriosa memoria, que lo presidió, asistiendo à él su esposa doña Sancha, nueve prelados y algunos magnates.

Los trece nomocánones que en él se acordaron tratan de asuntos eclesiásticos y civiles. Contienen disposiciones sobre la observancia monástica, el oficio divino, la liturgia, la santificación de los días festivos, los ayunos, el asilo y la conservación de los bienes de la Iglesia, que todas son de la más pura disciplina, y muestran que en la Iglesia española se trabajaba con celo á mediados del siglo XI por la reforma de la moral y de las costumbres. «Todas las iglesias y clérigos estén bajo la jurisdicción del Obispo, dice el canon tercero; los legos no tendrán potestad alguna sobre las iglesias y los clérigos.»> El canon cuarto dispone que se llame á los pecadores á penitencia; el sexto encarga la santificación del domingo, y el undécimo ordena que se ayune los sábados. Por el canon sétimo se amonesta á los condes y merinos del Rey que administren justicia y no opriman á los desvalidos. El décimo manda que las cosechas de las heredades que estén en litigio las levante el que las haya sembrado, sin perjuicio del derecho del demandanté, el cual las recobrará del poseedor si venciere en juicio. Por sus acertadas disposiciones en materia civil se cita este Concilio como uno de los documentos importantes para la historia de nuestro derecho en el siglo x1 (2).

(1) Discurso de recepción de D. Tomás Muñoz y Romero, pág. 23.

(2) Se halla impreso en diferentes lugares, y, entre otros, en el tomo único de la Colección de Fueros y Cartas-pueblas, de D. Tomás Muñoz y Romero, pág. 208.

Andando el tiempo se modificó algún tanto la constitución religiosa. La variación de la liturgia, verificada en el siglo XI, es uno de los hechos más notables en este concepto. Ya en el Concilio IV de Toledo, del año 633, se había dispuesto que no hubiese diferencias en las iglesias en el misal y breviario; pero nada nuevo se había establecido á consecuencia de esto. Observábase, pues, en España el oficio mozárabe, que no era más sino el oficio gótico, así llamado por haberlo aumentado los Padres de la Iglesia visigoda, cuando se suscitó por parte de la Santa Sede la idea de abolir este rito y sustituirlo por el romano, que era el general de la Iglesia. Tomóse este negocio con grande empeño por parte del clero de España : enviáronse comisionados á Roma á defender el rito mozárabe, y el rito fué aprobado. Pero como, á pesar de esto, pesaba más en el ánimo de la Santa Sede el justo y natural deseo de uniformar la liturgia en toda la Iglesia, la variación se llevó á cabo, primero en Aragón y después en Cataluña, el año 1071. Segovia, Toledo, Salamanca y Valladolid intentaron después restablecer el oficio mozárabe, y la segunda de dichas ciudades tiene en su hermosa catedral una capilla, fundada por el Cardenal Cisneros, donde se mantiene dicho rito.

Parecería increíble, á no verlo, la polvareda que con ocasión de este hecho se ha levantado en el campo de los historiadores, especialmente los modernos. Revueltos salen en ella los monjes de Cluni, cuyas virtudes y sabiduría no han negado ni aun sus mismos enemigos; las princesas de Francia con quienes se casaron los Reyes españoles D. Sancho de Aragón y D. Alonso VI de Castilla; el Cardenal Hugo Cándido, y no sabemos cuántos personajes más todo esto con la indispensable voz de alarma á las ambiciones é intrigas y á las consabidas aspiraciones al dominio universal; ni más ni menos que si la sustitución del rito mozárabe por el romano hubiese sido la conquista de algún reino ó la ocupación de algún trono. Permítasenos lamentar semejantes inconveniencias á los que acostumbramos tratar estos asuntos con la gravedad que su carácter requiere. Somos muy amantes de las glorias de nuestra patria; rendimos ferviente culto á sus tradiciones religiosas, y tributamos el más profundo respeto al venerando rito que perpetúa la memoria de la Iglesia gótica; pero nunca hu

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