Pero la naturaleza, madre siempre tierna y compasiva, responde á este gemido, derramando en nuestras almas el bálsamo del consuelo: á los espíritus inquietos y turbados por las agitaciones del mundo, les da la calma que tanto anhelan; á las almas acongojadas por las penas y amarguras de la vi da, ó les proporciona dulce beleño que adormece sus pesares; á los que ven con mirada triste acercarse los días fríos de la vejez, y como que se despiden del mundo visible donde gozaron y sufrieron largo tiempo, háceles entrever un mundo mejor, más hermoso, más grande, más variado en sus formas y en sus colores, inundado de luces más esplendentes, que el que tienen ante su vista; háceles vislumbrar la Inmensidad, la Belleza Infinita, la Eterna y Serena Majestad Divina, objeto sublime de la constante aspiración del alma humana, á través de la inmensidad, de la belleza y de la majestad de la naturaleza creada. ¡Oh! bendita, mil veces bendita la Madre Naturaleza, que en todas las épocas de la vida y en todos los azares de nuestra trabajosa existencia, es para nosotros madre cariñosa y tierna, maestra sabia y discreta, que así cuida de la existencia de sus hijos en la vida presente, como de darles aliento y fuerza para atravesar sin miedo y sin temor los umbrales de la muerte. He aquí por qué en nuestros grandes dolores, sin quererlo y como instintivamente volvemos hacia ella nuestros ojos nublados por el llanto. La contemplación de la naturaleza es, pues, para nosotros, cuando niños, objeto de tierna y espontánea admiración; cuando hombres, motivo de consoladoras reflexiones. En nuesta primera edad la vemos como el palacio magnífico que la Providencia destinó para nuestra habitación; en nuestros últimos años, como el hermoso vestí bulo que da entrada á una morada más excelsa, dispuesta para recibirnos por toda la eternidad. Mas en uno ú otro caso, niños ó viejos, y también tristes ó alegres, llenos de juven. tud y de entusiasmo, ó agobiados por la pena y la aflicción, si la naturaleza es para nosotros tan hermosa, y enciende en nuestras almas tan dulces afectos, y nos causa tan suaves deleites, y nos proporciona tan grandes consuelos, es porque tras ella se vislumbra á Dios, y también porque tenemos un alma racional dotada de la facultad de pensar y de la facultad de amar Para la materia inorgánica, y para el ani. mal irracional, la naturaleza es una cosa muerta, sin sentido y sin atractivos: sus elocuentes voces sólo pueden ser escucha das por el hombre, dotado de inteligencia y de voluntad, capaz de entender y de sentir. Con razón decía San Agustín: ¡Bendito seas, Dios mío! ¡Yo te bendigo porque pienso y porque amo! Junio 19 de 1887. Cora.-66 |