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taneidad que asombró al mundo como no usada nunca por naciones que tuvieran colonias. No desconocemos el destino, lógico, providencial, necesario, de las colonias, y más de colonias de la extensión y grandeza de las que poseía España en América, diez veces mayores que la metrópoli misma, llamadas á emanciparse y á vivir vida independiente y propia, cuando llegan como los individuos á la mayor edad. Y este destino se habría cumplido á su tiempo. Pero aprovechar la ocasión de hallarse la nación ahogada y oprimida para alzarse en rebelión contra ella; romper violentamente todos los antiguos lazos que con ella las unían, y proclamar su independencia, cuando la metrópoli acababa de hacerlas tan libres como ella misma, fué una ingratitud injustificable, que parece haber castigado Dios, dando á aquellos pueblos, convertidos en república, una vida inquieta, trabajosa, sin reposo interior, acreditando algunas de ellas con medio siglo de anarquía que no merecían entonces la libertad que se les daba y que desdeñaron.

Más felices las cortes en la organización político-administrativa del reino, arreglaron, recién trasladadas á Cádiz, el gobierno de las provincias, reemplazando aquellas juntas populares improvisadas en los primeros movimientos de la revolución, irregulares é imperfectas, aunque semisoberanas, y muchas de ellas tumultuariamente elegidas, con otras más propias de un sistema general de gobierno, compuestas de un determinado número de individuos, nombrados por los mismos electores de diputados á cortes, con atribuciones y facultades uniformes para todas, designadas en un reglamento común: importante y oportuna reforma, origen y prin cipio de las diputaciones provinciales, rueda administrativa que constantemente ha venido reconociéndose y funcionando después en el mecanismo constitucional, con facultades más ó menos limitadas ó extensas, según la restricción ó la amplitud que al elemento popular se haya dado en las reformas y modificaciones que el Código Constitucional ha sufrido, y en los sistemas políticos que según las épocas han ido prevaleciendo.

Descartando de este nuestro examen las medidas económicas, muchas de ellas de carácter transitorio, como hijas de las necesidades de actualidad, aunque otras también de organización administrativa permanente, y concretándonos ahora á la regeneración política que estaba sufriendo la nación, cúmplenos observar en las cortes de Cádiz, ó por lo menos en la mayoría que por lo común solía en ellas predominar, la tendencia á abolir todo aquello del antiguo régimen que envolviera la idea de privilegio ó de opresión. En este sentido fué notable y de inmensa trascendencia la abolición de las jurisdicciones señoriales y su reincorporación á la corona, la supresión de los dictados de vasallo y vasallaje, y de todos los privile gios exclusivos, privativos y prohibitivos. Lo que nos parece digno de observación en reformas de esta importancia es que no se tomaban por sorpresa, ni eran golpes ab irato, sino que eran producto y resultado de larga y detenida discusión, en que tomaban parte los más distinguidos oradores de los opuestos bandos, en que se sostenían las diferentes opiniones con gran fondo de erudición y de doctrina, y en que cada cual significaba libremente su modo de pensar ó con sus razones ó con su voto. Y es más de reparar todavía, que afectando estas reformas intereses tan altos

y de posesión tan antigua, precisamente en las clases más poderosas é influyentes, que tenían representación grande en la Asamblea, y siendo contestados los diputados innovadores con habilidad por otros del opuesto bando, que los había de capacidad y de saber, fueran estas reformas aceptadas por mayoría tan respetable como la de 128 votos contra solos 16. Fuerza admirable la de la idea, ya influya por la convicción de la doctrina, ya arrastre por el convencimiento de hacerla irresistible las circunstancias.

Nadie había podido extrañar ver entre los decretos imperiales de Napoleón en Chamartín la abolición de los señoríos, como una de las muchas medidas con que se proponía deslumbrar y atraer al partido amigo de las reformas. Pero fué una novedad grande verla adoptada por los poderes legítimos españoles, con toda la solemnidad de una ley hecha en cortes. Con esto se quitaba á los hombres de ideas liberales, que eran los que se decían y pasaban por más ilustrados, todo pretexto para lo que se llamaba afrancesarse, puesto que las innovaciones que apetecían y las reformas que encomiaban en un poder intruso y usurpador, las recibían del que estaba instituído por la voluntad de la nación, con lo cual llevaban el sello de la legalidad y el de la estabilidad al mismo tiempo. Mucho debió también contribuir á que la aceptaran no pocos de los que se mostraban enemigos de ellos la cordura y sensatez con que se dispuso el reintegro á los que hubieran obtenido las jurisdicciones señoriales por título oneroso, y la indemnización á los que las poseyeran como recompensa de grandes servicios reconocidos.

La supresión de las pruebas de la nobleza que por la antigua legislación se exigían á los jóvenes que hubiesen de ingresar en ciertas academias y colegios militares, estaba tan en armonía con el espíritu de la anterior medida, que se pudo considerar como una consecuencia ó corolario de ella. Dijimos atrás que la tendencia de aquellos legisladores era á derribar y abolir todo lo que envolviera la idea de privilegio y se opusiera á la igualdad legal, así como lo que fuese de carácter tiránico, vejatorio y opresivo. Por eso no quisieron ni permitieron que quedara consignado en nuestros códigos, por más que en la práctica hubiera ido cayendo en desuso, el tormento, los apremios y otros medios aflictivos que con el nombre de pruebas se empleaban con los reos ó acusados para arrancarles la confesión de los delitos; pruebas bárbaras, que como repugnantes á la justicia y á la humanidad, eran rechazadas por los mismos magistrados, pero que al fin estaban todavía vivas en nuestras leyes. Y este mismo espíritu fué el que los guió para abolir después el castigo de azotar en las escuelas y colegios, como degradante, y como indigno de imponerse á jóvenes que se educaban para ciudadanos libres de la nación española.

Pero la obra política fundamental de estas cortes, la que simboliza su espíritu, y es como el compendio y resumen de sus tareas y deliberaciones, la medida de la capacidad y del saber político de aquellos legisladores, y la síntesis de la transformación social que se obró en esta antigua - monarquía, es la Constitución llamada del año XII, porque en él se con cluyó y promulgó. En el lugar correspondiente de nuestra historia hemos apuntado las disposiciones que principalmente caracterizan este célebre

Código, pasando á cada título el rápido examen que la naturaleza de nuestro trabajo consiente. Allí indicamos también someramente las causas que contribuyeron á los defectos ó errores que el criterio de cada escuela política pudo entonces y ha podido después descubrir y notar en esta obra, que si bien, como toda obra de hombres, y más habiendo sido elaborada en circunstancias difíciles, nunca pudo presumirse que saliera perfecta de las manos de sus autores, en cambio no hay quien pueda negarle un fondo de mérito, grande con relación á la época y al estado de las luces, inesperado y asombroso á los ojos de las naciones y de los gobiernos cultos, inmensamente honroso para los esclarecidos varones que con ella sentaron el cimiento de la regeneración política de España. Permitido nos será hacer aquí algunas observaciones más sobre la obra de las cortes de Cádiz.

¿Será una falta ó un vicio imperdonable, como algunos quieren que lo sea, el que la Constitución de 1812 llevara cierto sello y colorido de las circunstancias generales de Europa y de las particulares de España en que fué hecha? No conocemos ningún Código político escrito en que no se advierta la huella y señal de las opiniones dominantes de la época en que haya sido formado; y creemos que no es fácil, y dudamos que sea posible á los legisladores sobreponerse al influjo poderoso de las circunstan cias, y dominarlas hasta el punto de hacer una obra exenta y limpia de todo signo y tinte de actualidad. Achácase á esta condición el corto pe ríodo de vida que suelen alcanzar estos códigos, y los embates que sufren cuando cambia la opinión instable y movediza de los pueblos. Pero tal vez no se ha pensado bien que en estas alteraciones, más que en la imperfección intrínseca de la obra, suele estar la causa de su corta vitalidad; y que no es además posible, porque excede á toda previsión humana, hacer un código de leyes políticas que se acomoden sin inconvenientes á todos los tiempos y á todas las condiciones eventuales de un pueblo. De aquí la necesidad de las modificaciones, sensible, y que debe economizarse cuanto se pueda, pero inherente á las vicisitudes y á la marcha incierta de las sociedades.

Atribúyese generalmente el espíritu democrático que se nota en la Constitución del año XII á imitación del que predominaba en la Constitución francesa de 1791, en cuya escuela se supone haberse formado y en cuya doctrina aparecen empapados los legisladores de Cádiz. Ni desconocemos ni negamos el influjo natural del ejemplo, ni el que ejerce en los entendimientos más claros el espíritu de una época y la idea que en ella llega á alcanzar boga. Pero otra causa á nuestro juicio contribuyó más á darle aquel matiz democrático. Sobre que los pueblos cuando rompen repentinamente las ligaduras de un despotismo antiguo, comúnmente no se contienen en los límites de una libertad templada, sino que por la ley indeclinable de las reacciones trasbordan aquellos límites, aunque tengan que retroceder después; encontrábase España en situación especial para que no pueda extrañarse aquella especie de extralimitación. El pueblo había sido solo á alzarse en defensa de su independencia y de su libertad. La nación, sin su rey, era la que llevaba años sacrificándose por asegurar estos dos sagrados objetos de sus aspiraciones. No se había visto

en el rey sino una serie de lastimosas debilidades, ya que otro nombre no se quisiera dar á su deplorable conducta dentro y fuera de España, en el trono y en el cautiverio. Conocidas y públicas eran, porque ellos tampoco tenían siquiera el talento de disimularlas, las ideas y propósitos reaccionarios de los consejeros y privados del monarca. En la fundada desconfianza que el rey y su familia y su corte inspiraron á los legisladores de Cádiz, y bajo el natural influjo de esta impresión, ¿deberá extrañarse que en la ley fundamental del Estado dieran cierta preponderancia al elemento popular, como garantía y salvaguardia que creían ser contra los peligros de la autoridad real, cuando ésta se viera en el ejercicio de un poder, que ella había perdido y otros le habían reservado?

De aquí los largos y empeñados debates sobre la sanción de las leyes, y sobre el veto absoluto y suspensivo que habría de darse al rey: de aquí la creación de la comisión permanente de cortes, con sus grandes facultades; de aquí la prescripción de no poder proponerse alteración, adición ni reforma en ninguno de los artículos de la Constitución hasta pasados ocho años de hallarse puesta en práctica en todas sus partes, y otras medidas de carácter preventivo y de precaución, hijas de desconfianza, contra la desafección que se temía del poder real.

El establecimiento de una sola cámara, separándose en esto de la forma conocida de nuestras antiguas cortes, no distinguiendo entre lo que puede convenir la prontitud y la uniformidad de las deliberaciones en el período constituyente de una nación, y lo que aconsejan la prudencia y la madurez reflexiva cuando la nación está constituída y legisla en estado normal, esta falta de un cuerpo intermedio moderador entre el trono y la cámara popular, con sus condiciones de independencia, de estabilidad y de aplomo, propias así para enfrenar las aspiraciones invasoras del poder ejecutivo, como para reprimir ó templar los arranques impetuosos y apasionados de la cámara electiva, es el más capital defecto de la Constitución del año XII á juicio de la mayoría de los hombres políticos, que en general han creído más conveniente y por eso han adoptado el sistema de las dos cámaras en las monarquías que se rigen por instituciones representativas; y sólo así creen que podía ser verdad el artículo de la Constitución de Cádiz, en que se expresaba que el gobierno de la nación española era una monarquía moderada hereditaria.

Convenimos con los que censuran, si bien atenuándolo con la consideración á la inexperiencia, el haberse dado en ella el carácter y la inflexibilidad de derecho constituyente á lo que por su naturaleza debía ser sólo orgánico, y tal vez sólo reglamentario, como derivación suya, y de posible y más fácil modificación, sin alterar por eso lo fundamental y constitutivo, lo cual la hizo además sobremanera extensa y difusa. Menos capital nos parece el defecto de haber mezclado preceptos de derecho natural, obligaciones morales y doctrinas abstractas á las prescripciones políticas, únicas que deben tener lugar y cabida en estos códigos, si han de amoldarse y corresponder á su objeto. Fué una imitación excusada de lo que se había hecho en la nación vecina; pero que si era más propio de un tratado doctrinal, al fin no perjudicaba á lo preceptivo.

Más o menos perfecta ó defectuosa la obra constitucional, fué general

mente acogida en los pueblos en que, por estar ya libres de la ocupación enemiga, se iba proclamando, con verdadero entusiasmo y regocijo; que no era tiempo ni ocasión entonces de reparar en los ápices y tildes que pudiera encontrarle ó ponerle la crítica, y recibíase y se miraba y celebraba sólo como el símbolo de la regeneración y de la libertad española. Y sin embargo ni todo el pueblo era entonces liberal, ni aquella Constitución había sido hecha sin fuertes impugnaciones, continuos ataques, y diarios obstáculos y entorpecimientos de parte de los diputados realistas ó enemigos de las reformas, principalmente de aquellos á quienes éstas perjudicaban en sus privilegios é intereses, empleando para ello todos los medios, recursos y ardides que las oposiciones acostumbran á usar en las asambleas deliberantes, siendo muy de notar que con ser aquellos muchos en número, y algunos no escasos de instrucción y de talento, fuesen siem pre vencidos, ó por el superior talento, ó por la fuerza de la razón, ó por la mayor elocuencia de los del partido reformador: el cual por otra parte no pudo menos de seguir la marcha en que se había empeñado desde el principio, porque la Constitución no fué otra cosa que el conjunto ordenado de las máximas, principios, y aun decretos que aislada y sucesivamente se habían ido asentando y promulgando desde las primeras sesiones de la legislatura.

Los enemigos de la obra constitucional no habían cesado ni cesaron de atacarla, antes, y al tiempo, y después de hecha y publicada, no sólo en los debates parlamentarios en uso legítimo de su derecho, y este era el ataque más noble, sino por todos los medios y con todo género de armas, aun las menos lícitas, dentro y fuera de la asamblea. Su empeño era desacreditar á los diputados de ideas liberales, y con ellos la representación nacional, y las reformas que de ella emanaban. Valiéndose para ello de aquella misma libertad de imprenta que tan acremente habían censurado, y siendo los primeros á abusar de aquella arma que la revolución había 'puesto en manos de todos los partidos, publicaban cada día, ya en periódicos y hojas sueltas, ya en forma de folletos ó de manifiestos, las más crueles y mordaces invectivas, las diatribas más amargas contra la legitimidad de las cortes, contra el espíritu de sus medidas y decretos, contra la buena fama, reputación y religiosidad de los diputados de opiniones contrarias á las suyas. Los autores de estos ataques eran á veces oscuros periodistas y escritores baladíes, á veces se descubría ser diputados los que á la sombra del anónimo maltrataban el cuerpo á que pertenecían, á veces eran personas de cuenta, como ex regentes y decanos del Consejo. Cuando estos escritos se leían en la asamblea, irritaban los ánimos, provocaban discusiones ardientes, concitaban alborotos en el salón y en las tribunas, daban ocasión á que se hicieran proposiciones, pidiendo medidas fuertes para la represión y castigo de los difamadores, y si algún diputado se atrevía á tomar su defensa, movían tal desorden que el presidente se veía obligado á cubrirse y levantar la sesión, y las imprudencias del temerario defensor ponían en peligro su vida, que los mismos diputados tenían que proteger contra las iras y las amenazas del pueblo. A veces estos escritos provocaban contestaciones no menos destempladas de parte de los que rebatían el escarnio que se hacía de las cortes, y los insultos y

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