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en todas sus deliberaciones, puesto que tendían á desatar las trabas que el antiguo régimen tenía puestas al desarrollo de la propiedad, de la industria, de la contratación, del progreso literario é intelectual, y que constituyen un sistema del todo diferente al que de tiempos atrás había venido rigiendo.

En este sentido y en el temor de dejar un vacío sensible en esta breve reseña crítica, nos es casi imposible prescindir de mencionar reformas, tales como la conversión en propiedad particular de los baldíos, mostrencos y realengos, con la adición de reservar una parte para dividirlas en suertes con destino á premios patrióticos por servicios militares, y otra para repartirla entre vecinos pobres y laboriosos: la libertad dada á los dueños particulares de tierras, dehesas ú otras cualesquiera fincas, para cercarlas, acotarlas, arrendarlas y destinarlas al uso y cultivo que más le acomodase y conviniese, derogando todas las leyes y órdenes que determinaban, limitaban y entrababan el disfrute de tales predios: la exención de los impuestos con que la Mesta, las encomiendas y otras corporaciones tenían gravado el ramo de la ganadería: la creación de cátedras de economía civil y de escuelas prácticas de agricultura: los decretos sobre propiedad literaria: las modificaciones de la ley de imprenta: los medios empleados para que las corporaciones populares conocieran la legislación administrativa: las medidas para asegurar la moralidad de los empleados públicos, y las penas correspondientes á los abusos por negligencia ó por ineptitud, y á los delitos de prevaricación y de cohecho: el reglamento para la liquidación general de la deuda del Estado, y el nuevo plan de contribuciones públicas.

Increible parece, aun después de reconocida la justa celebridad de laboriosas que estas cortes habían adquirido, que en los últimos meses de su existencia hubieran podido discutir y acordar tal número de medidas y tan graves resoluciones como estas y otras que en nuestra historia hemos mencionado; muchas de las cuales, si entonces no recibieron cumplida ejecución por los acontecimientos y trastornos que sobrevinieron, han sido en tiempos posteriores aceptadas y reproducidas por los cuerpos legisladores en las épocas de gobierno constitucional, tocándose los resultados y el fruto de aquellas innovaciones, en lo general altamente favorables al desenvolvimiento de la riqueza y de la prosperidad pública. Sólo se comprende tal cúmulo de trabajos legislativos, habiéndose consagrado aquellas cortes á sus tareas políticas y administrativas en su postrer período con la misma fe y con tan incansable asiduidad como la que con universal asombro habían empleado en el principio. Afanáronse por dejar en herencia á las que les sucedieran levantado y completo el edificio de la regeneración política de España, y casi puede decirse que lo consiguieron: de su duración ¿quién podía responder? Sin embargo, notado hemos ya algunos de sus errores nacidos, ya de exaltación, ya de inexperiencia, sin los cuales tal vez no hubieran soplado tan reciamente los vendavales que dieron luego en tierra con aquel gran edificio.

Disgustos graves sufrieron las extraordinarias al terminar su misión, no sólo por la terrible epidemia que de nuevo se desarrolló en Cádiz, y de que fueron víctimas ilustres diputados, sino porque, incansables también los enemigos de las reformas y del sistema constitucional, apelaron como

á último asidero al empeño y propósito, que ya otros con diferentes fines tenían, de sacar y alejar las cortes de la población de Cádiz, cuyo exaltado liberalismo creían estaba ejerciendo en ellas un influjo siniestro y una funesta presión. Poco les importaba que Madrid fuese todavía un punto poco seguro y expuesto á una atrevida incursión del enemigo, si allí esperaban ellos dominar á favor de otra atmósfera más impregnada de realismo que la de Cádiz. Poco faltó para que triunfaran, porque la fracción antirreformista se había reforzado con los últimos diputados elegidos por las clases reformadas y resentidas, la nobleza y el clero, y sus fuerzas casi se equilibraban ya en la cámara. Merced á su prudencia y discreción, y gracias á su mayor elocuencia, logró todavía conjurar este postrer conflicto y prevaleció el partido liberal, y las sesiones de las cortes extraordinarias terminaron y se cerraron en Cádiz á los tres años menos cuatro días de haberse inaugurado, contrastando la aflicción que causaba la epidemia con los plácemes, festejos y ovaciones que los adalides del partido liberal recibieron del entusiasmado pueblo gaditano.

Fama imperecedera y gloria inmortal alcanzaron aquellos legisladores. Ni ha habido ni habrá quien no admire el valor imperturbable y heroico, la calma y serenidad con que emprendieron, prosiguieron y acabaron la obra inmensa de la regeneración española en las circunstancias más azarosas y aflictivas en que ha podido verse nación alguna. Las innovaciones en todos los ramos de la administración, aparte de aquello á que todavía no alcanzaba la ciencia económica, llevaron en lo general el sello de la sabiduría y del acierto. Si en lo político hicieron la transformación de la sociedad y su transición del absolutismo secular de los reyes á la libertad anchurosa de los pueblos más repentina y más radicalmente de lo que las tradiciones, las costumbres, las preocupaciones y la falta de preparación de los mismos pueblos permitían, ya hemos indicado las causas que atenúan y disculpan aquella patriótica precipitación. La ciencia y la instrucción de aquellos legisladores causaron asombro y sorpresa, porque ni se conocían ni se esperaban. La elocuencia era generalmente más natural que artificiosa, y aunque en muchos discursos había fuego, pasión y sentimiento, en los más rebosaba la doctrina, como quienes aprovechaban la ocasión que hasta entonces no habían tenido, de demostrar y lucir el fondo de erudición y de conocimientos que poseían. Los debates se resintieron de la falta de experiencia parlamentaria.

Pero lo que no puede negarse á aquellos insignes patricios, lo que los caracterizó más, y constituye su mejor gloria, fué la sinceridad de sus buenos deseos, la reconocida pureza de sus intenciones, la buena fe que presidía á sus propósitos, la honradez y probidad que se traslucía en sus palabras y en sus actos, el fervor patriótico que los dominaba, y más que todo el desinterés y la abnegación de que dejaron á la posteridad sublime ejemplo, que por desgracia no ha sido siempre tan imitado y seguido como fuera de apetecer y desear.

XVI

Ya no inquietaba á los españoles por este tiempo el cuidado de la guerra, porque veían cercano su fin, y consideraban seguro el triunfo de

finitivo de sus esfuerzos. Que aunque nada hay tan instable ni tan sujeto á inopinadas vicisitudes como la suerte de las armas en luchas de larga duración, y es temeridad entregarse fácilmente á la confianza, llega, no obstante, un período, en que de tal manera se ve la fortuna volver la espalda á uno de los contendientes, que no es aventurado dar por cierto é irremediable su vencimiento, á no sobrevenir uno de aquellos fenómenos providenciales que sorprenden y frustran todo cálculo, y que en lo huma no no se pueden suponer. Tal era el estado de la guerra al finar el año 13, y en el que la dejamos en el número XIV de nuestra reseña.

Por eso, aunque existían todavía tropas francesas en España, ocupando fortalezas, plazas y ciudades, señaladamente en Cataluña, ya no sorprendían, y oíanse, no diremos sin interés, pero sin la ansiedad y zozobra de antes, las nuevas que de allí se recibían. Si las plazas de Mequinenza, Lérida y Monzón no se hubieran ganado por medio de la traza empleada por Van-Halen, era de esperar que no hubieran tardado en rendirse por los medios naturales de la guerra. No aprobamos el doble engaño de que fueron víctimas aquellas guarniciones. La guerra tiene sus estratagemas y sus ardides legítimos y de buena ley; pero los hay con los cuales no puede transigir la probidad, y rechaza la fe en los compromisos, y son á nuestros ojos dignos de vituperio, siquiera los empleen nuestros amigos y contra nuestros adversarios. Tampoco sorprendía ya la entrega de otros puntos fortificados, no ya por medios de más ó menos lícita y justificable astucia, sino por negociaciones y conciertos con el mariscal francés gobernador del Principado, aun siendo como era el que había alcanzado mayor número de victorias en España. Pero ¿qué nuevas victorias se podían temer ya del duque de la Albufera, si se sabía que Napoleón le mandaba negociar la evacuación de las plazas, le pedía sus tropas, y le llamaba á él mismo, para que fuera á ayudarle en sus conflictos fuera de España?

Así era que ni las prosperidades de Cataluña, ni las de Aragón y Valencia, casi únicos puntos en que habían quedado enemigos, producían ya sensación en nuestro pueblo, como esperadas que eran y de previsto desenlace. Por lo mismo preocupaban la atención las discordias políticas de dentro, y el interés de la guerra se había trasladado del otro lado de los Pirineos. Allí eran dos guerras las que mantenían despierta la curiosidad; una lucha general que sostenía Napoleón contra la Europa septentrional confederada, otra la que los restos de sus ejércitos de España sostenían trabajosamente en las cercanías de Bayona contra las tropas anglo-hispano-portuguesas, las primeras que habían pisado el territorio. francés. No había sido ya pequeña honra esta; pero todavía faltaban á España satisfacciones que recoger por fruto y premio de sus grandes sacrifi cios. En tanto que Napoleón, loca y temerariamente desechadas las proposiciones de paz que le hicieron las potencias del Norte, puesto de nuevo en campaña, ganaba todavía triunfos portentosos, aunque pasajeros, irresistible en sus postreras convulsiones como un gigante herido de muerte, su lugarteniente Soult, aquel á quien había recomendado la reconquista de España, no se atrevía ya dentro de Francia á permanecer enfrente de Wellington, y abandonaba la plaza de Bayona á sus propias fuerzas.

Admirable y prodigioso fué el paso del Adour por el ejército anglo

hispano; dificultades que parecían insuperables fueron vencidas á fuerza de destreza, de perseverancia y de arrojo. Por un momento se cree Soult seguro é invulnerable en Orthez, donde ha escogido posiciones, al abrigo de los ríos, cuyos puentes ha hecho destruir: pero también de allí es desalojado por los nuestros, que ya no encuentran obstáculo que se les resista; y mientras el ya aturdido y desconcertado duque de Dalmacia, dejando en descubierto el camino de Burdeos, contra las instrucciones expresas de Napoleón, huye hacia Tarbes en busca del socorro que pueda darle el de la Albufera, nuestros aliados penetran en Burdeos, donde se proclama la restauración de los Borbones, y donde son recibidos con plácemes y festejos los ingleses. Hace todavía Soult algunos amagos de resistencia, pero la verdad es que el temor le pone espuelas, y al paso de verdadero fugitivo avanza cuanto puede, desembarazándose de todo lo capturado, hasta ganar á Tolosa, donde se atrinchera y fortifica. En pos de él siguen los aliados; dificultades grandes les ofrece el paso del río, mas no hay estorbos bastantes á impedir que crucen el Garona los que habían cruzado el Adour, ni hay atrincheramientos que intimiden á los aliados y los retraigan de dar el ataque.

La célebre batalla de Tolosa y el gran triunfo que en ella alcanzaron los aliados, fué también la última humillación del mariscal Soult, de aquel orgulloso lugarteniente de Napoleón en España, del que en la jactanciosa proclama de San Juan de Pie-de-Puerto hacía unos meses había ofrecido á su ejército celebrar el cumpleaños del emperador en Vitoria, y reconquistar en poco tiempo la Península ibérica, cuya pérdida achacaba á poca pericia del rey José y de los generales que aquí habían mandado; de aquel duque de Dalmacia, por cuya cabeza pasó hacerse señor de la Lusitania Septentrional, y gobernó después á guisa de soberano independiente las Andalucías. Comprendemos cuán mortificante debió ser para el escogido por Napoleón á fin de restablecer el honor y la fama de las águilas imperiales maltratadas en España, no haber siquiera asomado de este lado de las crestas del Pirineo, y verse arrojado del Bidasoa al Adour, del Adour al Garona, para ser definitivamente vencido en el corazón de la Francia misma. Y decimos definitivamente, porque ya no había medio humano de reponerse y reparar las derrotas. La entrada de los aliados del Norte en París, la proclamación de Luis XVIII como rey de Francia, y la destitución de Napoleón, quitaban ya toda esperanza é imposibilitaban todo remedio para los caudillos imperiales.

Menos orgulloso ó menos obcecado Suchet que Soult, reconoció antes que él la necesidad, y prestóse primero á celebrar con Wellington un convenio que pusiese término á la guerra, pero á condición de negociarle por sí sólo, y ajustarle separadamente de Soult; que á tal extremo llegaba la rivalidad entre los dos mariscales del imperio, no nueva ciertamente para Soult, á quien siempre se habían sometido de mal grado y con repug nancia manifiesta los mariscales que con él habían hecho la guerra de España. La ley de la necesidad le hizo al fin sucumbir, y ajustóse entre el duque de Dalmacia y el de Ciudad-Rodrigo otro tratado en que se estipuló la cesación definitiva de las hostilidades. Y como en ambos se pactó la entrega de las pocas plazas que aun tenían en España los franceses, y el

canje mutuo de los prisioneros, dióse con esto por terminada y concluída la lucha de seis años entre el imperio francés y la nación española (12 de abril, 1814).

Los primeros laureles cogidos por los españoles en los campos de Bailén reverdecieron en los campos de Tolosa para no marchitarse jamás. Estas dos jornadas simbolizan, la una el principio de la decadencia de Napoleón, la otra su caída. La una avisó al mundo que el gigante no era invencible, la otra le mostró ya vencido. Cierto que á la primera concurrieron españoles solos, y á la segunda asistieron en unión con los aliados de dos naciones amigas. No reclamamos más gloria que la que nos pertenece; satisfechos con que la del primer vencimiento fuese exclusivamente española, nos contentamos con la parte que nos cupo en el último triunfo, que no fué escasa. Tampoco valoraremos nosotros la que en este y en los que le precedieron nos pueda corresponder; bástanos la que nos dió el general en jefe del ejército aliado, que no era español. Sobran para llenar la ambición de gloria y el orgullo de un pueblo las repetidas é incesantes alabanzas que en todos los partes oficiales hacía el duque de Wellington del heroico comportamiento de los generales y de las tropas españolas en cuantos combates se dieron del otro lado de los Pirineos, no desdeñándose de llamarlos á cada paso en sus escritos los mejores soldados del mundo, no ocultando la admiración que su denuedo le causaba, y no retrayéndose de pregonar á la faz de Europa, con laudable imparcialidad, que los españoles no sabían sólo vencer dentro de su propio suelo, preocupación que muchos abrigaban entonces todavía, sino que eran los mismos en propias que en extrañas tierras, los mismos cuando el enemigo peleaba en su territorio que cuando ellos combatían en territorio enemigo.

Verdad es también que cuando los nuestros triunfaban de los generales del imperio en el Alto Garona, y los obligaban á renunciar para siempre á la posesión de España, los ejércitos aliados de las grandes potencias del Norte cruzaban el Sena, y derribando al coloso le obligaban, no sólo á renunciar al predominio de la Europa que había intentado y casi logrado esclavizar toda entera, sino á abdicar el trono de la Francia misma, relegándole á una isla apartada y desierta. Mas sobre el mérito innegable de haber sido España la última que se atrevió á invadir el gran conquistador, y la primera que después de rechazarle se atrevió á ser invasora, bien podemos preguntar, sin que se traduzca á jactancia: «Sin la guerra de España, y sin las derrotas que en ella sufrieron las águilas imperiales, ¿habrían las potencias confederadas del Norte llevado sus legiones á Francia, ocupado á París, y hecho abdicar á Napoleón?»

Un célebre hombre de Estado de la Gran Bretaña había dicho: «Si Napoleón zozobra en España, su caída es segura.» Este hombre, que conocia bien el espíritu del pueblo español, decía también hablando de aquella guerra: «El ejército francés, podrá conquistar las provincias una tras otra, pero no podrá mantenerse en un país donde el conquistador nada puede más allá de sus puestos militares, donde su autoridad esta confinada dentro de las fortalezas que mantienen sus guarniciones, ó en los cantones que ocupa. Por delante, por la espalda, en derredor no ve más que tenaz descontento, venganza premeditada, resistencia indomable, odio de

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