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naba en aquel código, y las inconsideradas restricciones puestas al poder real. Ya hemos indicado en otra parte que confesamos y deploramos este efecto, que encerraba un germen peligroso de muerte, pero que sin intentar justificarle encontramos poderosas causas para disculparle, ó para atenuarle al menos. No necesitamos buscarla en el ejemplo y contagio de la filosofía enciclopédica y revolucionaria de la nación vecina, aunque no fuera del todo extraño su influjo. ¡Qué diferencia entre la obra política de los españoles de principios del siglo XIX y la obra política de los franceses de fines del siglo XVIII! ¿Dieron por ventura entrada nuestros legisladores en su código á los sueños de los filósofos, y á las utopias peligrosas, y á las máximas disolventes de los enciclopedistas? ¿Se dió aquí culto á la Diosa Razón? ¿Se representaron en el santuario de las leyes españolas las escenas escandalosas del feroz populacho de París? ¿Atronó acaso el salón de nuestras cortes la horrible vocinglería de las turbas, le alumbró la tea incendiaria conducida por desgreñadas mujerzuelas y por desalmados asesinos y matones, y manchó su pavimento la sangre destilada de las cabezas de los diputados paseadas en las puntas de las picas?

En lugar de estos trágicos y repugnantes tumultos, ¿no se discutieron libre, pacífica y razonadamente, si bien á veces con la vehemencia y con el calor propio de los debates políticos, los principios y doctrinas de cada escuela y de cada sistema? En lugar de deificarse á la Razón, ¿no se proclamó y consignó la unidad de la Religión Católica, declarándola única verdadera, con prohibición del ejercicio de cualquier otra? En lugar de la república democrática en su más vasta acepción, ¿no se tomó por base y fundamento de la ley constitucional el principio de la monarquía hereditaria con la persona y la dinastía reinante? En lugar de enviar al cadalso un rey inocente, ¿no se guardó en sagrado é inviolable depósito la corona real para un monarca que se había desprendido de ella transfiriéndola á las sienes de un soberano extranjero y enemigo? ¡Qué diferencia, repetimos, entre la obra política de los franceses de fines del siglo XVIII y la obra política de los españoles de principios del siglo XIX.

No hay, pues, que ir á buscar en el influjo y contagio de extraños ejemplos, aunque alguno les concedamos, las causas del matiz democrático que se dió al símbolo de Cádiz, y de las restricciones inmoderadas que se pusieron al ejercicio del poder real. Dentro de la misma nación existían sobradas causas que influyeran en aquel sentido en el ánimo de los legisladores. Las calamidades que se sentían, la revolución que á consecuencia de ellas había estallado, el conflicto en que el reino se encontraba, provenían de abusos, de tiranías y de flaquezas de la corona, de las demasías de un reciente favoritismo aborrecible y aborrecido, de las debilidades incomprensibles é injustificables de unos príncipes, cuando menos excesivamente imbéciles ó cobardes, ya que á juicio de hombres sensatos no mereciera el nombre de abyección ú otro más duro su comportamiento. Legislábase bajo la impresión de estas ideas: tratóse de curar la herida que dolía más; y se procuró precaverse contra el brazo y contra el arma que la había hecho. Túvose presente lo que era y lo que podía esperarse del pueblo. Se conocía al que estaba lejos, y se desconocía al que tenían delante. Los legisladores midieron las ideas del pueblo por las suyas pro

pias, y queriendo hacer una monarquía templada, hicieron una república con formas de monarquía. Para lo que merecía el proceder del rey, conserváronle demasiados derechos; para lo que exigía una monarquía constitucional, cercenaron á la corona prerrogativas que le eran esenciales. Pudieron ser excesivamente benévolos con la persona que había ocupado el trono y al mismo tiempo grandemente impolíticos enflaqueciendo el trono y dejándole sin defensa contra las invasiones del pueblo

Dudamos mucho que con aquella Constitución se hubiera podido gobernar convenientemente, como sostienen algunos publicistas, en la suposición de que Fernando no hubiera vuelto nunca á España. Algo más nos inclinamos á creer, que si se hubiera dado á aquel código el carácter de interinidad hasta el regreso del monarca, si no se le hubiera impreso aquella inflexibilidad que sólo debe llevar lo que por su índole es adapta ble á todos los tiempos, tal vez habría podido salvarse mejor el principio constitucional, ó al menos habría aparecido doblemente injusta á los ojos del mundo la negativa y la resistencia á una modificación razonable.

Hemos dicho que los legisladores, al organizar políticamente la nación, no conocieron bien el pueblo español de la época en que legislaban. Achaque suele ser de los hombres que descuellan por su capacidad y su ilustración ir en sus obras más allá de los tiempos en que viven. El ejemplo del Rey Sabio se ha visto reproducido en varias ocasiones. En dost cosas y bajo dos aspectos desconocieron aquellos ilustres reformadores el estado y las condiciones de su pueblo, en creerle ó suponerle preparado para recibir tan radicales innovaciones, cuando ni había podido instruirse de repente, ni su educación de siglos enteros lo consentía; y en no comprender hasta dónde rayaba su delirio por Fernando VII y el efecto mágico que su nombre hacía en él.

El pueblo, que por su parte tampoco entendía de teorías constitucionales, que ni siquiera alcanzaba muchas veces la.significación del moderno lenguaje político, y que no había tenido tiempo para probar los beneficios y resultados prácticos del nuevo sistema, miraba con indiferencia ó con aversión y de mal ojo reformas y novedades tan contrarias á sus hábitos y á su manera tradicional de vivir, y sólo suspiraba por la vuelta de su querido Fernando, y sólo soñaba en el regreso de aquel idolatrado príncipe, á quien en Madrid había compadecido como víctima del abominable Godoy, y en Valencey consideraba como mártir del tirano é impío Napoleón. En su ardiente y fanático amor á su rey, no veía en Fernando sino virtudes y perfecciones. Las noticias que á él habían llegado de abdicación de la corona, de reconocimiento del rey José, de humillaciones á Napoleón, de felicitaciones por sus triunfos en España, etc., ó eran imposturas de los maliciosos liberales, ó calumnias de los pícaros afrancesados, ó violencias hechas por el malvado Napoleón al pobre rey preso y cautivo. Todo lo que fuera despojar de atribuciones al poder real. ó amenguarlas ó modificarlas por las nuevas leyes, cosa de que los ardientes realistas cuidaban de informar al pueblo con intencionada exageración, era concitar el odio de éste hacia los constitucionales.

Tales eran las disposiciones del pueblo español en general al regreso

Томо ХѴІII

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de Fernando. ¿Podía esperar el partido liberal de dentro y fuera de las cortes que el rey viniera animado de intención más propicia y de más favorable disposición á aceptar la Constitución y las reformas? ¿Conocieron mejor los legisladores de Cádiz y de Madrid al rey que venía que al pueblo que le esperaba? ¿Tan ocultas eran sus tendencias al absolutismo, y sus intimidades con los corifeos del bando absolutista? ¿No le veía rodeado de la misma corte y de los mismos consejeros que había tenido en España? ¿No advertían el espíritu de sus cartas, ni les decía nada la calidad de los mensajeros conductores? ¿No sabían que los conspiradores realistas sólo aguardaban la vuelta de Fernando para derribar por los cimientos. todo el edificio constitucional? ¿No discurrían que un soberano de aquella manera dispuesto, tan pronto como se viera entre un pueblo de aquel modo preparado, tenía que hacerse omnipotente, y adquirir una fuerza irresistible?

Y si lo conocían, ó lo sospechaban, ¿qué medidas, qué precauciones habían tomado para precaverlo ó evitarlo? Si pensaban y habían de necesitar vencerle con la fuerza, ¿qué medios podían emplear para triunfar en esta lucha? ¿Tenían ellos acaso, ni habían cuidado de formar aquella guardia nacional entusiasta y decidida, aquellos ayuntamientos revolucionarios, aquellos clubs ardientes, aquellas masas populares ebrias del furor de libertad, de que disponían los convencionales franceses para soɛtener contra el empuje monárquico sus reformas y sus locuras? ¿Habían cuidado ni intentado siquiera interesar por su causa á los ejércitos y á los generales? Y si se proponían atraer el monarca con el halago ó con el disimulo, ¿le significaron siquiera que estuviesen dispuestos á modificar aquellas prescripciones del código que considerase depresivas de su autoridad, ó aquellas reformas de que más se hubieran resentido las clases poderosas, ó que más ofendieran á las creencias ó á las tradiciones populares?

En vez de esto, ¿no declararon inflexible é inmodificable aquel código, y no propusieron que se tuviera por traidor á la patria y por reo de muerte al que intentara alterar en lo más mínimo un solo artículo de la Constitución? ¿No proclamaron que no se reconocería y obedecería á Fernando como á rey de España mientras no jurase la Constitución en el seno de las cortes, con arreglo á un ceremonial minucioso y en algunos pormenores humillante? ¿No se le prohibió traer en su compañía extranjero alguno, aun en calidad de doméstico ó criado, y no se le marcó un itinerario, como si fuese un delincuente preso y conducido por la fuerza pública? ¿Y qué precauciones adoptaron para neutralizar, ni en Valencey, ni en la frontera, ni en las jornadas del tránsito las intrigas y sugestiones de los cortesanos aduladores y absolutistas, de que sabían había estado allá, y venía acá rodeado? ¿Creían que habría de bastar una carta afectuosa de la Regencia, un Manifiesto muy patriótico, pero tardío, y enviar á Valencia al inepto cardenal de Borbón, y al poco más expedito y no más enérgico y activo Luyando? ¿Creían poner remedio á la reacción ya pronunciada de Valencia con enviar á la Mancha una pequeña comisión del Congreso al rey para tributarle homenaje, mientras los diputados decoraban y estrenaban un nuevo salón de sesiones?

Pecaron, pues, los legisladores de 1810 á 1814 de excesivamente cándi

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PUERTA DE TOLEDO EN MADRID (COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFIA)

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