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ya antes habían andado en la trama de querer mudar de repente la Regencia del reino, que servía de dique á sus planes antiliberales. Queriendo dar ahora cierto aire y barniz de legalidad á la conducta que se proponían siguiera el rey, redactaron la famosa representación conocida después con el nombre de representación de los Persas, por comenzar con el ridículo y pedantesco período siguiente: Era costumbre de los antiguos persus pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, á fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias los obligase á ser más fieles á su sucesor.» Hacía cabeza de los representantes el diputado don Bernardo Mozo Rosales, á quien hemos visto ya ser el más activo motor de anteriores conjuraciones. El escrito llevaba la fecha de 12 de abril, y aunque al principio le firmaron pocos, reunió después hasta sesenta y nueve firmas. Era su objeto alentar al rey á desaprobar la Constitución de Cádiz y las reformas de ella emanadas. Mas con una contradicción que no honra mucho á los autores ni á los firmantes, después de hacer un elogio de la monarquía absoluta, que llamaban <hija de la razón y de la inteligencia, » concluían pidiendo «se procediese á celebrar cortes con la solemnidad y en la forma que se celebraron las antiguas (1) »

Desapareció de las cortes y partió de Madrid el Mozo de Rosales con la representación para ponerla en Valencia en las reales manos de Fernando, como el presente más grato que podría ofrecerse á quien con tales miras é intentos venía: y excusado es decir cuánto halagaría al rey ver que del seno mismo de la representación nacional arrancaba la idea de convidarle á ceñir la diadema y empuñar el cetro de los soberanos de derecho divino Así no es extraño que más adelante inventara un distintivo para condecorar á los llamados persas; y sin embargo, todavía en aquel tiempo, á pesar de tantos y tan públicos síntomas como se observaban de las intenciones del rey y de los que las fomentaban, la mayoría de los diputados celebraba con júbilo al parecer sincero las noticias oficiales que se recibían y de que se daba lectura en las cortes, de los festejos con que en Valencia agasajaban al rey, á los infantes y á sus cortesanos, así el pueblo como las personas conocidas por su exagerado realismo y por su aversión á la Constitución de Cádiz. ¡ Tanta era su buena fe, y tan lejos estaban de sospechar lo que contra ellos y las instituciones se estaba fraguando!

Prueba de ello son las dos cartas que las cortes dirigieron todavía al rey, con las fechas 25 y 30 de abril, ponderándole sus vivos deseos de verle cuanto antes en la capital y ocupando el trono de sus mayores. «Las cortes repiten, le decían en la primera, que en la libertad de V. M. han logrado ya la más grata recompensa de cuanto han hecho para el rescate de su rey y la prosperidad del Estado; y desde el día feliz en que se anunció la próxima llegada de V. M., las cortes dieron por satisfechos sus votos y por acabados los males de la nación. A V. M. está reservado labrar su felicidad, siguiendo sólo los impulsos de su paternal corazón, y tomando por norma la Constitución política que la nación ha formado y jurado, que han reconocido varios príncipes en sus tratados de alianza con Espa

(1) Véase el apéndice, al final de este tomo.

ña, y en que están cifradas juntamente la prosperidad de esta nación de héroes y la gloria de V. M.-Hallándose las cortes en esta persuasión, que es común á todos los españoles de ambos mundos, no es extraño que cuenten con inquietud los instantes que pasan sin que V. M. tome las riendas del gobierno, y empiece á regir á sus pueblos como un padre amoroso...»—Con el mismo, y tal vez con más expresivo y tierno lenguaje le hablaban en la segunda, aunque sin contestación á la primera, bien que á la última le sucedió lo propio, no alcanzando ninguna de las dos los honores de ser contestada (1).

Esto no obstante, siguieron las cortes dictando disposiciones y medi das para recibir y agasajar al rey á su entrada en Madrid, siendo entre ellas la más notable y solemne la de trasladarse el Cuerpo legislativo al nuevo salón de sesiones preparado en la iglesia del convento de Agustinos calzados, llamado de doña María de Aragón, del nombre de su fundadora; cuya mudanza se dispuso para el 2 de mayo, primero en que había de celebrarse con gran pompa, conforme á los decretos de las cortes antes mencionados, el aniversario fúnebre en conmemoración de las víctimas del alzamiento de Madrid en 1808. Así se verificó, y para solemnizar aquel día con un acto de clemencia nacional, se concedió un indulto general á los desertores y dispersos del ejército y armada. La función cívico-religiosa del Dos de Mayo se celebró con toda la suntuosidad que prescribía el programa acordado por las cortes en sus decretos de 24 y 27 de marzo, y de 13 y 14 de abril.

Mas los sucesos en Valencia se iban precipitando de tal modo y tomando tal rumbo, que ya la alarma cundió entre los diputados liberales, los cuales comprendieron que los aires que allí corrían amenazaban derribar el edificio constitucional. Con tal motivo en la sesión del 6 de mayo el entonces joven y fogoso diputado Martínez de la Rosa, el orador más elocuente de aquellas cortes, hizo la siguiente proposición: «El diputado de cortes que contra lo prevenido en el artículo 375 de la Constitución proponga que se haga en ella ó en alguno de sus artículos alguna alteración, adición ó reforma, hasta pasados ocho años de haberse puesto en práctica la Constitución en todas sus partes, será declarado traidor y condenado á muerte » Después de lo cual se levantó la sesión pública, y quedó el Congreso en secreta, como lo hizo muchas veces en aquellos días, dejándose arrebatar en ellas los diputados de la pasión, sobrexcitados los ánimos con las noticias de los planes siniestros que se agitaban en Valencia.

Rodeaban en efecto al rey en aquella ciudad los más furibundos apóstoles del absolutismo, distinguiéndose entre ellos el general Elío, y ya se había cerrado la entrada en las juntas y consejos á los hombres de opiniones ó tendencias constitucionales, como el general Palafox y el duque de Frías. La representación de los Persas había alentado mucho al monarea, y la caída de Napoleón, que por entonces se supo, le dejaba en cierto desembarazo para obrar. Los que allí se encontraban como en representación de las cortes y de la Regencia, el presidente cardenal de Borbón y el ministro don José Luyando, débiles de suyo y no muy maño

(1) Ambas se leyeron en la sesión de 1.o de mayo.

sos, limitábanse á visitar con frecuencia al rey y preguntar por su salud, que andaba entonces aquejado de la gota; y carecían de movimiento y de acción para contrarrestar lo que en sus conciliábulos fraguaban los enemigos de las instituciones. Debatíase entre éstos si habían de disolverse las cortes, y abolirse de un golpe y sin rodeos la Constitución, ó si había de hacerse bajo una forma hipócrita, con promesas para lo futuro, aunque con la resolución de no cumplirlas nunca, ofreciendo nuevas cortes, para acallar el grito de los hombres ilustrados y liberales como se hacía en la representación de los Persas. Optó el rey por este segundo sistema, y encomendó á don Juan Pérez Villamil y á don Pedro Gómez Labrador que redactasen un manifiesto y decreto en este sentido. Así lo hicieron, guardando secreto sobre esta medida, hasta que les pareciera llegada la ocasión oportuna de darla á luz.

Acercábanse entretanto tropas á la capital, procedentes de Valencia, sin conocimiento del gobierno. Mandábalas don Santiago Whittingham, jefe de la caballería de Aragón, que por orden expresa del rey le había acompañado en su marcha. Al llegar á Guadalajara estas tropas (30 de abril), preguntó la Regencia al general quién le había ordenado venir á la corte, y contestó éste que el rey por conducto del general Elío. Aunque aquel hecho y esta respuesta debieron bastar para abrir los ojos á los diputados constitucionales y para advertirles del peligro que ellos y las instituciones corrían, ni los diputados ni la Regencia sospechaban que cupiera en pechos españoles tanta doblez que hubiera de esperar á todos un trágico desenlace, y ni aquellos síntomas ni los avisos de los amigos bastaron para hacerles caer enteramente la venda de los ojos.

Cuando en Valencia les pareció tenerlo ya todo enteramente arreglado para sus fines, salió el rey de aquella ciudad (5 de mayo), escoltado por una división del segundo ejército mandada por el mismo general en jefe don Francisco Javier Elío. Acompañaban al monarca los dos infantes don Carlos y don Antonio, su hermano y tío, la pequeña corte de Valencey, y algunos grandes de los que en el camino se le habían incorporado. De real orden se retiraron el cardenal de Borbón y don José Luyando, ignorantes de lo que allá sigilosamente se había resuelto; que de esta manera habían desempeñado su encargo estos dos personajes. Preparado estaba todo por los jefes realistas para que en los pueblos del tránsito fuera recibido y aclamado el rey con todo género de demostraciones de regocijo y de entusiasmo, que en efecto fueron tales en algunos puntos que rayaron en delirio, y para que llegaran á sus oídos los gritos y murmuraciones de ciertas clases del pueblo contra las cortes y la Constitución, las cuales, ayudadas á veces de la tropa, apedreaban en tumulto ó derribaban con algazara la lápida ó letrero de Plaza de la Constitución, que se había mandado poner en la plaza principal de cada población y sus casas consistoriales.

Faltaba por parte del rey un desaire más marcado y directo á las cortes, y no se hizo esperar mucho. De contado los dos representantes del poder constitucional, el cardenal de Borbón y don José Luyando, recibieron orden de retirarse el uno á su diócesi de Toledo, el otro, como marino, al departamento de Cartagena. Una diputación de las cortes, á cuya cabeza iba como presidente el obispo de Urgel don Francisco de la Dueña

y Cisneros, que había salido á cumplimentar al rey, y le encontró en la Mancha en medio del camino, retrocedió al pueblo inmediato para ofrecerle allí sus respetuosos obsequios: pero el rey se negó á dar allí audiencia á la diputación, mandando ó diciendo que le aguardara en Aranjuez. ¿Qué podía prometerse ya la representación nacional de esta conducta del monarca Deseado?

Pero aun éste no era más que un pequeño síntoma de sucesos graves que estaban preparados y se ejecutaban casi al mismo tiempo. Había nombrado capitán general de Castilla la Nueva á don Francisco Eguía, hombre que representaba todo lo rancio y rutinario así en ideas como en costumbres, á quien nombraban con el apodo de Coletilla, por llevar todavía el cabello recogido y atado por detrás como en tiempo de Carlos III; fanático por demás, y por consecuencia enemigo implacable de las refor mas, y de todo lo que tinte ó sabor de liberal tuviese: por lo mismo el más á propósito para ejecutar el golpe de estado preparado en los conciliabulos de Valencia. Realizóse éste en la noche del 10 al 11 de mayo; noche terrible y funestamente célebre en los fastos de España.

En altas horas de la noche, ó sea entre dos y tres de la mañana, presentóse de orden de Eguía el auditor de guerra don Vicente María Patiño en la casa del presidente de las cortes don Antonio Joaquín Pérez, diputado americano por la Puebla de los Ángeles, y entrególe un pliego que contenía el decreto y Manifiesto del rey, fechado en Valencia el día 4 de mayo, aquel decreto que dijimos haberse tenido misteriosamente reservado, y que desde esta noche se hizo perpetua y tristemente famoso. Contenía, entre otros, el párrafo siguiente: «Declaro que mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder á dicha Constitución ni á decreto alguno de las cortes generales y extraordinarias, y de las ordinarias actualmente abiertas, á saber, los que sean depresivos de los derechos y prerrogativas de mi soberanía, establecidas por la Constitución y las leyes en que de largo tiempo la nación ha vivido, sino el declarar aquella Constitución y tales decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo algu no, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación, en mis pueblos y súbditos, de cualquier clase y condición, á cumplirlos ni guardarlos (1).» Otro de sus párrafos decía: «Y desde el día en que este mi decreto se publique, y fuese comunicado al presidente que á la sazón lo sea de las cortes que actual mente se hallan abiertas, cesarán éstas en sus sesiones; y sus actas y las de las anteriores, y cuantos expedientes hubiere en su archivo y secretaría, ó en poder de cualesquiera individuos, se recojan por la persona encargada de la ejecución de este mi real decreto, y se depositen por ahora en la casa de ayuntamiento de la villa de Madrid, cerrando y sellando la pieza donde se coloquen: los libros de su biblioteca se pasarán á la real; y á cualquiera que tratare de impedir la ejecución de esta parte de mi real decreto, de cualquier modo que lo haga, igualmente le declaro reo de lesa Majestad, y que como á tal se le imponga pena de la vida. »

Siendo el presidente Pérez uno de los firmantes de la representación

(1) Hallarán nuestros lectores por Apéndice este célebre documento histórico.

de los Persas, no sólo no opuso resistencia, ni pretexto, ni reparo de ninguna clase á lo preceptuado en el decreto, sino que se prestó muy gustoso á su ejecución, como que estaba en consonancia con sus ideas y con sus deseos, y aquella misma noche quedó cumplido en todas sus partes, quedando sólo en el salón de sesiones el dosel, sitial, bancos, arañas, mesas y alfombras, hasta que S. M. designara el sitio á que habían de trasladarse, según en la mañana del 11 decía en su oficio al activo ejecutor don Vicente Patiño (1).

Pero no fué esta ni la sola ni la más terrible escena de aquella noche. Otros ejecutores del general Eguía, á saber, don Ignacio Martínez de Villela, don Antonio Alcalá Galiano, don Francisco Leyva y don Jaime Álvarez de Mendieta, con el título de jueces de policía, asistidos de gruesos piquetes de tropa, iban por las casas de los ciudadanos que más se habían distinguido en política por su ilustración, sus ideas liberales y su talento, y los cogían y encarcelaban, llevando á unos al cuartel de Guardias de Corps, otros á las cárceles de corte, sumiendo á algunos en estrechos y lóbregos calabozos, como si fueran forajidos de la más humilde esfera (2). Eran éstos, sin embargo, los dos regentes don Pedro Agar y don Gabriel Ciscar, los ministros don Juan Álvarez Guerra y don Manuel García Herreros, y los diputados, de las extraordinarias unos, de las actuales otros, don Diego Muñoz Torrero, don Agustín Argüelles, don Francisco Martínez de la Rosa, don Antonio Oliveros, don Manuel López Cepero, don José Canga Argüelles, don Antonio Larrazábal, don Joaquín Lorenzo Villanueva, don José Ramos Arispe, don José María Calatrava, don Francisco Gutiérrez de Terán y don Dionisio Capaz. Igual suerte sufrieron el célebre literato don Manuel José Quintana, el conde, después duque de Noblejas, con un hermano suyo, don Juan O'Donojú, don Narciso Rubio, el inmortal actor don Isidoro Máiquez, y varios otros.

Húbolos que se presentaron espontáneamente en la cárcel al saber que los buscaban, como don José Zorraquín y don Nicolas García Page: otros por el contrario se salvaron huyendo al extranjero, y creemos que anduvieron más acertados, como Toreno, Caneja, Díaz del Moral, Istúriz, Cuartero, Tacón y Rodrigo. Al día siguiente fueron todavía presos don Ramón Feliu, don Antonio Bernabeu y don Joaquín Maniau. Y extendiéndose la proscripción á las provincias, fueron traídos arrestados á Madrid hombres tan esclarecidos como don Juan Nicasio Gallego, don Vicente Traber, don Domingo Dueñas y don Francisco Golfín. De esta manera se iban llenando las cárceles de la capital de diputados y hombres tan ilustres é inocentes, y esta era la recompensa que empezaban á recoger de sus sacrificios por la libertad del pueblo español y por la de su rey, observándose el fenómeno singular de ser el presidente de un Congreso conspirador contra el

(1) Oficios que mediaron aquella noche y mañana.— Apéndice.-El presidente Pérez no tardó en recibir la recompensa de su infidelidad á la Constitución que había jurado, obteniendo una mitra en premio de unos servicios que el lector desapasionado podrá calificar.

(2) Negóse con entereza á ejecutar estos encarcelamientos el magistrado valenciano don José María Puig, varón templado, y muy opuesto á la exageración de las pasiones, y á quien honró y acreditó mucho este proceder.

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