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cutasen lo que en él se les prevenía. Sorprendidos por orden tan extraña los gobernadores de Cádiz y de Valencia, en vez de proceder á la prisión, convocaron á los jefes militares, y exigiéndoles el sigilo bajo pena de la vida, consultando el contenido del oficio, acordaron todos unánimemente la conveniencia de suspender el arresto del general, hasta que el ministro respondiese á la consulta que se le elevaría exponiéndole los inconvenientes y peligros de medida tan ruidosa y sorprendente.

El de Sevilla obró de otro modo. Reunidos también los jefes de la guarnición, acordaron y se efectuó la prisión del conde de La Bisbal. Mas abierto después el pliego misterioso, encontráronse con la orden para que el referido conde fuese fusilado en el acto. Sorprendidos y absortos con semejante mandamiento, pareciéndoles inverosímil y hasta increible, no obstante las señales de autenticidad que presentaban el sello, la rúbrica, y hasta la letra del escrito, igual á la de otras órdenes de la misma procedencia, resolvióse enviar á Madrid, permaneciendo entretanto detenido el de La Bisbal, al oficial don Lucas María de Yera con-pliegos para el ministro pidiendo aclaraciones. La respuesta del ministro Eguía, que llevó el mismo comisionado, fué completamente satisfactoria: después de calificar la supuesta orden de horrible y atroz atentado, mandaba que se restituyese al conde de La Bisbal el pleno uso de sus funciones (14 de julio, 1814), y daba las más expresivas gracias al gobernador y á la junta de jefes por su comportamiento.

Al día siguiente (15 de julio) apareció en la «Gaceta» un Manifiesto, en que se expresaba la indignación que había producido en el rey el hecho inicuo de haber tomado sacrilegamente su nombre para las fingidas reales órdenes que se habían transmitido á Valencia, Cádiz y Sevilla contra unos generales, «que con sus acciones y militares virtudes (decía el documento) se han granjeado la estimación pública:» y para que no que dara impune tan atroz delito, se ofrecía un premio de diez mil pesos al que descubriese al autor, aunque fuese cómplice en el hecho, indultándole además de toda pena, y quedando para siempre oculto su nombre. De las investigaciones que se practicaron, y principalmente del testimonio de los maestros revisores de letras á cuyo examen se sometieron las reales órdenes originales, parecía resultar haber sido escritas por don Juan Sevilla, oficial de la Secretaría de la Guerra, de cuyo puño solían ir escritos esta clase de documentos. Más ó menos completa y fehaciente la prueba, más ó menos vehementes los indicios, es lo cierto que con asombro general se publicó una real orden (octubre, 1814), no sólo declarando inocente al arrestado don Juan Sevilla, y elogiando su irreprensible conducta y buena reputación, sino expresando que, como una prueba de lo satisfecho que Su Majestad se hallaba de su buen porte y fidelidad en el desempeño de sus deberes, se había dignado agraciarle con cuatro mil reales de pensión vitalicia sobre una encomienda de la orden de Alcántara. De este modo impensado, y sin que nada más se averiguase acerca del verdadero criminal, terminó un suceso en cuyo descubrimiento se había aparentado tanto interés, y cuyo desenlace, si desenlace puede llamarse lo que deja un negocio envuelto en impenetrable misterio, dió ocasión á toda clase de sospechas, juicios y comentarios.

Tanto mayor había sido la sorpresa que causaron aquellas reales órdenes que resultó ser apócrifas, cuanto que iban dirigidas contra autoridades superiores militares que se distinguían por su extremado realismo y por su intolerancia y crueldad para con los liberales. Baste decir que se encontraba entre ellos el inexorable perseguidor de los hombres de aquellas ideas don Javier Elío. El mismo Villavicencio, á quien poco después se separó del gobierno de Cádiz porque acaso no pareció bastante fanático á los furibundos apóstoles de la Inquisición y del despotismo, había sido el primero en crear una comisión militar para juzgar breve y sumariamente á los complicados en una conspiración que se dijo haberse descubierto en Cádiz para proclamar la derrocada Constitución de 1812: tribunal especial que fué tan del agrado del rey, que á su imitación mandó plantearlos en todas las capitales de provincia (6 de octubre) para sustanciar causas de infidencia y fallarlas en el rapidísimo término de tres días.

Incorporado con la separación de Villavicencio el gobierno de Cádiz á la capitanía general de Sevilla, y deseando sin duda el conde de La Bisbal borrar la huella y la fama de adicto al gobierno representativo que en aquella misma ciudad de Cádiz había adquirido y dejado en tiempo de las cortes y de la Regencia, de que fué individuo, y cayendo ahora en el opuesto extremo, como si quisiese sobresalir en el sistema de terror que prevalecía en la corte y en la camarilla del rey, y como si amenazase por momentos el estallido de una grande y misteriosa conspiración, una noche, mientras la población se entregaba al reposo, pobló de tropas la plaza de San Antonio, con cuatro cañones cargados, y con mecha en mano los artilleros: situó una fuerte guardia en los salones del café de Apolo, punto antiguo de reunión para los liberales, y dió orden á su dueño de levantarse de la cama y de cambiar inmediatamente el rótulo de Café de Apolo por el de Café del Rey, muriendo aquel desgraciado de resultas del terror que le inspiró el conde. Dióse éste también á hacer alarde de ciertas prácticas y exterioridades entonces en boga: metióse á reconciliador de matrimonios desavenidos, y á más de un ciudadano envió desde el templo á la prisión por no haberse arrodillado en la misa en el acto de la elevación. Valióle el celo de la conspiración supuesta la gran Cruz de Carlos III.

Suponiendo la conspiración de Cádiz obra y parte de un vasto plan con ramificaciones en la corte, y principalmente en las provincias andaluzas, no sólo se verificaron en Madrid en una misma noche (16 á 17 de setiembre, 1814) numerosas prisiones de personas tenidas por sospechosas. sino que se determinó enviar á Andalucía un comisionado regio llamado Negrete, con instrucciones reservadas y con amplias facultades, para hacer investigaciones, y para instruir y fallar las causas de conspiración. Pronto se llenaron las cárceles y calabozos de desgraciados de todas clases. y el nombre de Negrete era pronunciado con espanto y no se articulaba sin pavor. Su sistema de policía, su misteriosa manera de prender, los medios que empleaba para aterrar á los presos, el haber establecido su tribunal en el edificio de la Inquisición, y el pronunciar las sentencias sentado bajo el dosel del Santo Oficio, todo contribuía á inspirar aquella especie de terror que embarga los ánimos, y sobrecoge el aliento, é impide

y corta la respiración. Pero así se proponía contraer un mérito grande á los ojos del trono.

Ni la conspiración de Cádiz, tal como ella fuese, ni otras que con señales y caracteres más claros veremos irse sucesivamente descubriendo, podían extrañarse, atendido el sistema de persecución y de tirantez que se había adoptado. Si la proscripción de ilustres hombres del estado civil había producido un general disgusto que con el tiempo había de traducirse en conjuraciones y demostraciones hostiles, el resultado se veía más inmediatamente cuando la persecución se ejercía contra aquellos beneméritos militares que se habían señalado por los relevantes servicios hechos á la patria y al trono durante la reciente guerra contra el usurpador extranjero. Así aconteció con motivo de haber desterrado á Pamplona al ilustre general Mina (15 de setiembre, 1814), poniendo sus tropas á las órdenes del capitán general de Aragón. Apercibido aquel insigne guerrero de lo que se trataba por un pliego que interceptó, concertóse con los jefes de algunos de los cuerpos que á sus órdenes tenía y con algunos habitantes de la ciudad, para apoderarse por un golpe de mano de la ciudadela de Pamplona. Ya una noche se hallaba él mismo al pie de la muralla, y es muy probable que hubiera realizado su plan, si éste no hubiese sido descubierto, y si el comandante de uno de los regimientos, don Santos Ladrón, no hubiera obrado contra los intentos y designios del general. Tuvo Mina que huir acompañado de algunos amigos de su confianza, entre ellos el célebre guerrillero su sobrino que acababa de regresar de Francia, á cuyo reino se acogieron todos. El coronel Górriz que no pudo seguirlos, sentenciado por la comisión militar, pagó con la vida la fidelidad á su jefe. Estas conspiraciones no eran más que el preludio de las muchas que después habían de estallar.

El único ministro que se había mostrado propenso á restablecer bajo una forma aceptable y templada el gobierno representativo, en conformidad á lo ofrecido solemnemente en el célebre Manifiesto de Valencia, no tardó en caer de la gracia del rey, y en ser transportado desde el gabinete ministerial al castillo de San Antón de la Coruña. Verdad es que se atribuía á Macanaz el feo delito de hacer granjería con las dignidades y altos empleos. Cuéntase que divulgado este vergonzoso tráfico por la corte y habiendo llegado á oídos del rey, quiso Fernando cerciorarse por sí mismo de todo sorprendiéndole en su propia casa; que al efecto se dirigió á ella una mañana muy temprano (8 de noviembre, 1814). á pie y como un simple particular, acompañado sólo del duque de Alagón, su confidente, aunque seguido á cierta distancia de un piquete de su guardia; que sorprendió en efecto á Macanaz en su lecho, y apoderándose de los papeles de su escritorio, encontró en ellos pruebas del abuso que se le atribuía, con cuyo motivo le intimó el arresto, y volvió á su palacio, condenándole después á la pena que hemos dicho.

Mas los términos del decreto (25 de noviembre, 1814), hicieron sospechar que algo más que el delito de cohecho ó prevaricación había influído en el castigo. Decíase en él que el ministro «había sido infiel al monarca en una época en que por su desgraciada suerte necesitaba más que nunca del apoyo de sus amados vasallos. » Entendióse que la época á

que el rey aludía era la de su destierro en Valencey, y que la infidelidad estuvo en haber dado conocimiento á los ingleses de la correspondencia de Fernando con Napoleón, cuya copia se halló también entre los papeles del ministro preso, y que los diarios ingleses acababan de publicar. Y como á esto se agregaban los pasos dados por Macanaz para la reunión de cortes, quedó por lo menos la duda de si su desgracia fué sólo resultado de un abuso de administración, ó si fué también expiación de las causas políticas apuntadas.

A don Pedro Macanaz sucedió en el ministerio de Gracia y Justicia don Tomás Moyano. Poco antes había reemplazado en el de Hacienda á don Cristóbal de Góngora don Juan Pérez Villamil. En el de Estado entró de nuevo el ya célebre don Pedro Cevallos, que lo había sido con el príncipe de la Paz, y consejero de Estado en tiempo de las cortes, en lugar del duque de San Carlos, cuyo decreto de separación se hizo notable, y dió lugar á donosos y satíricos comentarios, por la circunstancia de expresarse en él que se le relevaba por su cortedad de vista. De este modo, y tan pronto, comenzó la tarea de los cambios y mudanzas de ministerios que veremos sucederse con insólita frecuencia en este reinado.

La política adoptada por Fernando VII causó universal sorpresa y casi general reprobación en los países extranjeros. Los ingleses, á pesar de su mal comportamiento y de lo poco que la causa liberal les había debido, anatematizaban casi unánimemente el rudo sistema de las persecuciones; y los mismos que aplaudían que Fernando no hubiese jurado la Constitución, y hubieran querido disculpar su conducta, no podían menos de condenar el rencor que desplegaba con aquellos que en medio de sus opiniones avanzadas habían contribuído poderosamente á restituirle á su trono. El partido liberal francés, aunque principalmente resentido con el monarca español por su decreto contra los afrancesados, tampoco le perdonaba el restablecimiento de la Inquisición y otras providencias reaccionarias de la misma índole. Muy pocos eran los que en el extranjero aprobaban los actos del gobierno de Madrid, pero estas escasas aprobaciones que llegaban á los oídos de Fernando abultadas por la lisonja, eran bastantes para precipitarle en su funesta y malhadada carrera.

Tомо XVIII

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CAPÍTULO II

EL CONGRESO DE VIENA. - ESTADO DE ESPAÑA Y DE AMÉRICA. - CONSPIRACIONES. SUPLICIOS.-De 1815 á 1816

Tratado de París.-El congreso de Viena. Su objeto.-Potencias que estuvieron en él representadas.-Títulos que España tenía á influir en sus resoluciones.- Pobre papel que hicieron la nación y su plenipotenciario.-Ingratitud de las potencias.Espíritu que en la asamblea dominaba.-Resultado de sus trabajos.- La célebre acta general.-La Santa Alianza.-Relaciones entre el rey de España y el emperador de Rusia.-Abdicación definitiva de Carlos IV.-Cómo fué obtenida.-Gobierno interior de España.- Ministerio de Policía. -Fernando presidiendo el tribunal de la Inquisición.- Decreto sobre imprenta.-Supresión total de periódicos.- Restablecimiento de la compañía de Jesús.-Felicitaciones al rey.-Reaparición de Napoleón en Francia.-Efectos que produce.-Waterlóo.-Santa Elena.—Sistema de opresión en España.-Sociedades secretas.-Conspiraciones.-La de Porlier en Galicia Suplicio de aquel caudillo.- Destierros de ministros y de amigos privados del rey.-Estado de la América.-Imprudente conducta del gobierno con aquellas provincias.-Resultados funestos que produce.-Infructuosos esfuerzos de Morillo y de otros insignes capitanes.- Preparación de un ejército para Ultramar.— Cambio de ministerio en España.-Cevallos. - Nuevo, aunque pasajero giro, dado á la política.—Extraño y notable decreto.--Otras conspiraciones. —La del triángulo. -Suplicio de Richard.-Algunas medidas de reorganización.-Estado lastimoso de la hacienda.-Gastos del rey.-Segundo matrimonio de Fernando.-Venida de la reina.-Regocijos públicos.-Prodigalidad de mercedes. - Esperanzas que se fundaban en el influjo de la nueva reina.-Salida de Cevallos del ministerio.-Nombramiento de Garay.

Cualquiera que fuese el sistema político que Fernando hubiera adoptado, así para la gobernación interior del reino, como para las relaciones exteriores, España había adquirido sobrados títulos para representar uno de los primeros papeles, ya que no fuese el primero, en los consejos de las naciones de Europa, puesto que en la lucha gigantesca contra Napoleón ella había sido la primera que había quebrantado las alas y cortado el vuelo á las águilas francesas, la primera que había llevado sus armas victoriosas al suelo francés, y sin cuyos esfuerzos la Europa difícilmente habría podido derribar al gigante. Pero á pesar de estos títulos y merecimientos, los mayores que entonces se podían alegar ante el tribunal del mundo, Fernando, que en pocos meses había tenido la triste habilidad de segar con la hoz del despotismo, al modo del célebre emperador romano, todo lo que en España había de más espigado y más prominente en saber y en virtud, tuvo también el funesto don, para que todo en él guardara consonancia y armonía, de empequeñecer la España á los ojos de Europa, en la ocasión más propicia para haberla mantenido en la grandeza y á la altura que ella misma se había conquistado.

El 30 de mayo de 1814 se celebró en París un tratado entre Francia, España, Inglaterra, Austria, Rusia, Prusia, Portugal y Suecia, en el cual se convino que las grandes cuestiones de que habían de ocuparse las potencias europeas se tratarían en un futuro congreso general. Señalóse

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