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férez de Almansa llamado don Vicente Ruiz), condújose con él caballerosamente; al entregarle su espada, díjole el oficial: «V. E. me dispensará que no acepte su acero, porque en ninguna mano está mejor que en la suya.»>

Castaños anunció á los catalanes como un gran triunfo haber sido deshecha y aniquilada la conspiración. Encerrado el desventurado Lacy en la ciudadela de Barcelona, y formado consejo de guerra para juzgarle, fué sentenciado á la pena de muerte. Extraño y singular, y ciertamente incomprensible, fué el fundamento en que apoyó Castaños su voto y su fallo. «No resulta del proceso, decía, que el teniente general don Luis Lacy sea el que formó la conspiración que ha producido esta causa, ni que pueda considerarse como cabeza de ella; pero hallándole con indicios vehementes de haber tomado parte en la conspiración, y sido sabedor de ella, sin haber practicado diligencia alguna para dar aviso á la autoridad más inmediata que pudiera contribuir á su remedio, considero comprendido al teniente general don Luis Lacy en los artículos 26 y 42, título 10, tratado 8.o de las Reales Ordenanzas: pero considerando sus distinguidos y bien notorios servicios, particularmente en este Principado y con este mismo ejército que formó, y siguiendo los paternales impulsos de nues tro benigno soberano, es mi voto que el teniente general don Luis Lacy sufra la pena de ser pasado por las armas; dejando al arbitrio el que la ejecución sea pública ó privadamente, según las ocurrencias que pudieran sobrevenir y hacer recelar el que se alterase la pública tranquilidad.

Recelos eran estos no destituídos de fundamento, por el grande y merecido prestigio de que Lacy gozaba en el ejército y en el pueblo, los cuales ensalzaban acordes en todas partes las glorias y hazañas del ilustre preso, y se interesaban por su suerte, y dolíales verle morir, tanto que Castaños, temeroso de que los catalanes intentaran libertarle, consultó al gobierno si convendría que la sentencia se ejecutase en otro punto. Por el ministerio de la Guerra se previno y ordenó secreta y reservadamente á Castaños todo lo que había de ejecutar para que la víctima no se libertase del sacrificio. Las instrucciones eran (7 de junio, 1817), que en caso de recelarse que se pudiera alterar la tranquilidad pública en Barcelona, se trasladara al reo con todo sigilo y seguridad á la isla de Mallorca á disposición de aquel capitán general, para que sin preceder más consulta sufriera allí la pena. Con arreglo á estas instrucciones, y habiéndose hecho divulgar en Barcelona que el rey había perdonado la vida á Lacy, destinándole á un castillo para donde había de embarcarse pronto, embarcósele una noche (30 de junio, 1817) para Mallorca, con órdenes al fiscal de la causa y á los comandantes de los buques para que en el caso de que en alta mar se intentase salvar al reo, le quitasen la vida en el acto.

Nada ocurrió en la navegación, y Lacy, llegado que hubo á Mallorca, fué recluído en el castillo de Bellver, muy persuadido de que aquella y no otra era su condena. El capitán general marqués de Coupigny sabía lo que tenía que hacer. Sabíalo también el fiscal, que en 4 de julio (1817) se presentó en la prisión á notificar al reo la sentencia de muerte. Recibióla aquél con corazón firme y rostro sereno. La ejecución fué inmediata. A la primera hora de la mañana del 5 bajósele al foso y allí fué arcabuceado,

mandando él mismo á la escolta encargada de cumplir tan triste deber. Así pereció el benemérito don Luis Lacy, cuyas hazañas y servicios al rey y á la patria en la Mancha, en Andalucía y en Cataluña durante la gloriosa lucha contra los franceses pregonaba la fama dentro y fuera de la Península Y así iban acabando en el cadalso, víctimas del amor á la libertad y de la tiranía de un poder intolerante é ingrato, los ciudadanos y guerreros que habían dado á la nación más días de lustre y de gloria, y habían afianzado más su independencia, libertándola de una dominación extraña.

Había en este intermedio fallecido (20 de abril, 1817) de una pulmonía, á los sesenta y un años de edad, el infante don Antonio Pascual, tío del rey, aquel príncipe que tan notable se había hecho por la estrechez de sus facultades intelectuales, por su ignorancia y fatuidad, y por aquellas extravagancias y dislates que de él se contaban y ha conservado la historia. Y sin embargo, en el artículo de oficio en que se anunciaba su muerte, pintábascle adornado de egregias virtudes cristianas y sociales, grandemente aficionado á las ciencias y á las artes, las cuales se decía haber perdido con él un generoso protector, y parecía haber perdido también la patria alguna de esas lumbreras que la irradian con sus luces. ¡ Verdad es que al fin le habían hecho doctor! Los liberales no tenían motivos para llorar su muerte.

Mas no hay que pensar que este linaje de adulación le empleasen solamente los palaciegos y cortesanos: era una especie de enfermedad de que se habían contagiado los pueblos. Ellos no se contentaban con felicitar cada día al rey por lo que hiciera ó dejara de hacer, importante ó liviano, publicándose la Gaceta llena de plácemes y parabienes, sino que bastaba que un ministro gozase de algún favor con el monarca para que ensalzasen hasta el cielo sus virtudes, siquiera fuese de la laña de un Lozano de Torres, á quien, entre otras lisonjas, dieron los pueblos en la manía de aclamarle su regidor perpetuo, distinción á que se conoce era muy aficionado: de tal modo, que á haber estado algún tiempo más en el ministerio, habría sido regidor perpetuo de la mitad de los ayuntamientos de España Los títulos y merecimientos de Lozano para obtener distinciones honoríficas se demostraban con el hecho de haberse fundado el rey, para condecorarle con la gran cruz de Carlos III, en el mérito singular de haber publicado el embarazo de la reina (1).

En el mismo día que Fernando otorgó esta merced á Lozano de Torres, rubricó el decreto elevando otra vez al furibundo Eguía de la capitanía general de Madrid al ministerio de la Guerra (19 de junio, 1817), y exonerando al honrado marqués de Campo-Sagrado, no sin hacerle dos horas antes de este golpe un regalo de confianza y otras afectuosas demostraciones, según de costumbre tenía. Las honras y los cargos habían vuelto

(1) Para que no parezca ni hipérbole ni fábula, he aquí la letra del decreto. — «En atención á los méritos de mi secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia don Juan Lozano de Torres, y en premio de haber publicado el embarazo de la reina mi esposa, he venido en concederle la gran cruz de la real y distinguida orden española de Carlos III, contando la antigüedad desde el día de la publicación de dicho fausto suceso. Tendréislo entendido, etc.-En Palacio, á 19 de junio de 1817.»

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PATIO DEL CASTILLO DE BELLVER EN MALLORCA (COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA)

otra vez á manos de los hombres perseguidores, sanguinarios y terribles, como don Carlos de España en Cataluña, y como Elío en Valencia, donde entre otras pruebas de su habitual dulzura dió la de restablecer el tormento, obteniendo por ello una gran cruz.

Puede calcularse cuán falsa sería la posición del ministro don Martín de Garay entre tales compañeros de gabinete, y envuelto en una atmósfera de tan contrarios y fatales elementos. En vano se esforzaba por llenar su misión, que era la de levantar el postrado y arruinado crédito público. Algunas medidas aisladas planteó con este buen propósito: mas sobre la dificultad de resucitar lo que podía llamarse un cadáver, no sólo le contrariaban cuanto podían, que era mucho, los cortesanos y los realistas, sino que empleaban el sarcasmo y el ridículo para desvirtuar sus providencias ó hacerlas odiosas al monarca y al pueblo, si bien no le faltaban tampoco algunos amigos que las defendieran por los mismos medios y con las mismas armas que las combatían sus contrarios (1). Añádase á esto que uno de los elementos con que Garay contaba para la alza de los vales reales, una vez restablecida la Inquisición, cuyos bienes habían destinado á su extinción las cortes, eran las rentas del clero, para lo cual, aunque con repugnancia del rey, abrió negociaciones con la corte de Roma. Bastaba este intento, que no era sino como un recurso preliminar en tanto que preparaba un plan general de hacienda, para atraerse la enemiga de una clase poderosa y temible, que había de crearle invencibles embarazos.

Síntoma triste era también, así de la miseria que al pueblo aquejaba, como de la mala administración de estos tiempos, sin que desconozcamos tampoco las fatales reliquias que tras sí dejan las guerras largas, la inse

(1) Entre otros ejemplos citaremos la siguiente décima que se hizo circular contra él:

Señor don Martín Garay,
Usted nos está engañando,
Usted nos está sacando
El poco dinero que hay;
Ni Smith ni Bautista Say
Enseñaron tal doctrina;
Y desde que usted domina
La nación con su maniobra,
El que ha de cobrar no cobra,
Y el que paga se arruina.

Los liberales á su vez parodiaban la décima anterior de este modo:

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