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pensó luego en contraer terceras nupcias, y el 11 de agosto (1819) participó ya al Consejo haberse ajustado su enlace con la princesa María Josefa Amalia, hija del príncipe Maximiliano de Sajonia. En la noche del 11 de setiembre se otorgó la escritura de capitulaciones matrimoniales con gran pompa en el Salón de los Reinos, y el 20 de octubre hizo su entrada la nueva reina en la capital en medio de las aclamaciones de costumbre, llevando á brazo su carruaje desde la puerta de Atocha hasta Palacio una cuadrilla de jóvenes vistosamente engalanados. Siguió á estas bodas nueva distribución de ascensos, títulos, cruces y toda clase de gracias y distinciones. Pero la princesa Amalia, aunque dotada de excelentes prendas y virtudes, en extremo religiosa, pero inexperta, apocada y tímida, como educada más para el oratorio ó el claustro que para el trono y para los regios salones, no fué considerada á propósito ni para realizar las esperanzas que la parte más ilustrada de la nación había fundado en las condiciones de carácter de la reina Isabel, ni tampoco para influir en el corazón de su augusto esposo de modo que neutralizara las pasiones y las influencias cortesanas (1).

Volviendo al estado del reino, una de las causas principales de su malestar era siempre la situación angustiosa de la Hacienda, á que contribuía la sangría constantemente abierta con la lucha tenaz é imprudente que se estaba sosteniendo con las provincias sublevadas de Ultramar, y los gastos que ocasionaba el ejército expedicionario de Cádiz. Para atender á estos obje tos, y no encontrando ya otros recursos ni dentro ni fuera del reino, porque la ruina del crédito nacional iba cerrando todas las puertas, había sido necesario levantar un empréstito de sesenta millones (14 de enero de 1819), con el subido interés de ocho por 100 anual, á cargo de la comisión de reemplazos establecida en Cádiz, é hipotecando á su pago el derecho de subvención de guerra, y los arbitrios de trigo, harina y diversiones públicas que la misma comisión administraba.

Mas todo esto, sobre dar escasísimo respiro al erario, agobiaba más y más á los pueblos, cuyo miserable estado revelaban á veces indiscretamente los ministros, ya reconociendo la justicia con que ellos se quejaban de la desigualdad en el repartimiento de los tributos, ya confesando ellos mismos el completo desorden de la hacienda, y ya también haciendo público que habían tenido necesidad de echar mano hasta de los fondos particulares.

De cuando en cuando dictaban algunas medidas encaminadas á la protección de la agricultura y al fomento de la producción, tal como la circular de 31 de agosto (1819), en que se concedía el premio de exención de todo diezmo y primicia en las cuatro primeras cosechas ó en las ocho alternadas, á los roturadores de terrenos incultos, que los redujeran á un cultivo estable y permanente, ó los plantaran de arbolado; así como otros parecidos premios á los ayuntamientos, comunidades, compañías ó particulares que, previo el correspondiente permiso del gobierno, abriesen á

(1) Todas las inscripciones en verso que se pusieron, así al cenotafio que se levantó para las exequias de la reina Isabel, como en los arcos triunfales que se erigieron para la entrada de la reina Amalia, fueron obra de don Juan Bautista Arriaza, que se conoce era el poeta oficial obligado de la corte.

TOMO XVIII

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sus expensas canales de riego, tomando las aguas, ó bien de ríos caudalosos, ó bien de arroyos, ó del seno de las altas montañas, y más á los que en las tierras así beneficiadas plantasen vides, olivos. algarrobos ó moreras, ampliando la duración del premio según las dificultades que ofreciesen el clima y el suelo de cada provincia. Conocióse el error de tener estancados, y de estar sufriendo la consiguiente depreciación, los caldos y granos de nuestro fértil suelo, y se acordó, aunque tarde (24 de diciembre, 1819), permitir la libre extracción del aceite, al menos por entonces, y reservándose fijar las bases sobre las cuales habría de ejecutarse en lo

sucesivo.

Mas no podía tampoco haber fijeza en el sistema económico, porque en el ministerio de Hacienda había la misma instabilidad que en las demás secretarías del Despacho. Si la mudanza frecuente de ministros es síntoma de desgobierno, no era en verdad muy ventajosa la idea que de esta época bajo este punto de vista podía formarse. El marqués de CasaIrujo fué reemplazado en 12 de junio (1819) en el ministerio de Estado interinamente por don Manuel González Salmón, y al día siguiente fué exonerado del de la Guerra, con pretexto de su quebrantada salud, don Francisco de Eguía, destinándole á la capitanía general de Granada, confiando al teniente general don José María de Alós el despacho interino de la Guerra, y también el de Marina, que antes desempeñaba don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Poco permaneció Salmón en el ministerio de Estado, pues en 12 de setiembre (1819) se confirió en propiedad al duque de San Fernando, pasando aquél en calidad de ministro plenipotenciario á la corte de Sajonia. El mismo Lozano de Torres, tan predilecto del rey (que no había astro que no se fuera eclipsando ante el influjo de ciertos planetas que á Fernando rodeaban), hubo de dejar el ministerio de Gracia y Justicia, si bien conservándole todo su sueldo y plaza efectiva en el Consejo de Estado, entrando en su lugar don Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida (1.o de noviembre, 1819). Y á los dos días (3 de noviembre) descendió Imaz del ministerio de Hacienda á su antigua plaza de director general de rentas, reemplazándole en aquel puesto don Antonio González Salmón.

Era el nuevo ministro de Gracia y Justicia, Mozo Rosales, como recordarán nuestros lectores, uno de los diputados absolutistas que más habían trabajado y conspirado dentro y fuera de las cortes por derribar el gobierno representativo, y á estos servicios debía el título con que el rey le había premiado y el ministerio que ahora le confería. Correspondiendo su conducta como ministro á los antecedentes de toda su vida, y tan enemigo como siempre de las ideas y de los hombres liberales, renovó y aumentó el marqués de Mataflorida las proscripciones, y redoblando el espionaje, no había ciudadano que se acostarà en su lecho seguro de que no había de amanecer en un calabozo. Al compás de la opresión crecía el ansia de salir, por cualquier camino que fuese, de aquel estado angustioso, y la ceguedad misma de la corte traía el peligro de que un día tuvieran éxito las tentativas tantas veces frustradas.

Cinco conspiraciones formales habían sido descubiertas y ahogadas en sangre en los cinco años de absolutismo que llevábamos: la de Mina (1814)

en Navarra; la de Porlier (1815) en Galicia; la de Richard (1816) en Madrid; la de Lacy (1817) en Cataluña, y la de Vidal (1818) en Valencia. Nada, sin embargo, parecía bastar á servir de lección y abrir los ojos al monarca y á sus obcecados consejeros. El disgusto y la agitación se propagaban y crecían; la injusticia de la persecución y la efusión de sangre enardecían los ánimos: el desorden de la hacienda, la miseria y los apre mios aumentaban el descontento público; no se alcanzaba otro medio para sacudir el yugo de la opresión que el restablecimiento de las libertades y de la Constitución de Cádiz, y se trabajaba y minaba en este sentido al ejército, en el cual se había hecho cundir la idea liberal. Favorecía á este propósito la circunstancia de hallarse hacía tanto tiempo reunido en los alrededores de Cádiz el ejército expedicionario destinado al tenaz y temerario intento de someter por la fuerza de las armas las provincias sublevadas de Ultramar: expedición mayor que todas las otras, ó por lo menos tan grande como la que había ido con Morillo á Venezuela. Los soldados que de allá venían enfermos ó heridos, contando los trabajos y privaciones que en aquellas regiones se sufrían y el ningún fruto que de tales sacrificios se sacaba, encendían la aversión con que ya aquella expedición era mirada. Los agentes americanos no se descuidaban en fomentar la repugnancia y el descontento de los militares, y el pensamiento de insurrección en favor de la libertad se promovía y agitaba en reuniones clandestinas que se celebraban en las casas de españoles acaudalados de las ciudades marítimas de Andalucía.

Era una de ellas la tertulia que se reunía en casa de don Francisco Javier Istúriz, hermano de don Tomás, diputado en las cortes de Cádiz, y uno de los condenados á presidio, y fugitivo á la sazón. Congregábanse allí varios personajes de cuenta, atraídos por la amistad, la ilustración y las dotes é ideas del don Javier, hombre hábil y de ánimo firme. Y aunque en aquella sociedad no se trabajase tanto como se creía, ejercía grande influjo en otras logias inferiores, así de paisanos como de militares. Dábasele el nombre de Soberano capítulo, así como el de Taller sublime á la central que se formó para los trabajos preparatorios del alzamiento. En una junta nocturna, compuesta de individuos de varias logias, y presidida por los del Taller sublime, presentóse don Antonio Alcalá Galiano, nombrado entonces secretario de la legación de España en el Brasil, y con el ardor y la elocuencia en que tanto sobresalió después, fomentó la repugnancia que ya los militares sentían á ir á América, y los excitó á que buscaran gloria y medros por otros caminos. La arenga hizo su efecto en los concurrentes, y tanto que colocando una espada en la mesa hicieron sobre ella, con fogosas demostraciones, juramentos de derrocar la tiranía.

Blasonaban los conjurados de tener al frente de sus trabajos y de sus planes al mismo general en jefe del ejercito expedicionario, conde de La Bisbal, si bien otros desconfiaban, recordando su versatilidad en opiniones y en propósitos, de que había dado no pocas muestras, pronunciándose ya en pro ya en contra de la causa de la libertad, y atribuyéndosele haber jugado un doble papel en una ocasión solemne. Unos y otros iban fundados, y tenían razón. De que el conde general se entendía y andaba en

tratos con las sociedades secretas, no quedaba duda á los primeros, y él mismo no se recataba mucho de dar señales de connivencia con los conspiradores. Pero otros sospechaban que obraba de acuerdo con la corte, y que obraba de aquel modo para conocer mejor las tramas y desbaratarlas más fácilmente cuando llegara el caso. Problemática fué también la conducta de su amigo el general Sarsfield, que tenía un mando importante en la expedición. Súpose que los dos generales habían celebrado una larga conferencia, pero lo que en ella trataran ni se averiguó ni se pudo traslucir. Dió no obstante mucho en qué pensar el ver que de repente se mudaba la guarnición de Cádiz, compuesta de la gente más comprometida, y que la reemplazaba otra no de tanta confianza.

Así las cosas, en la noche del 7 de julio (1819) notóse movimiento en la tropa de Cádiz, y á la mañana siguiente salió de la plaza con el conde de La Bisbal á su cabeza en dirección del Puerto de Santa María, donde se hallaban los regimientos de la anterior guarnición. Encontróles el conde reunidos en el sitio llamado el Palmar del Puerto, y acercándoseles él al frente de la infantería y artillería, y Sarsfield al de la caballería, hicieron venir ante ellos los coroneles y comandantes de los regimientos formados, é intimáronles que quedaban arrestados, convirtiéndose pronto el arresto en prisión, destinándolos á varios castillos. Sufrieron esta suerte Arco-Agüero, Quiroga, San Miguel, O'Daly, Roten y algunos otros. Ejecutado esto, volvióse el de La Bisbal á Cádiz, asegurando que á nadie perseguía; pero la noticia del suceso consternó é indignó á los conjurados, de los cuales unos se ocultaron, y otros huyeron, como Istúriz. Sin embargo él no hizo más, como si se arrepintiera de lo hecho: y la corte á su vez tampoco se mostró grandemente satisfecha de su conducta. puesto que si bien pareció agradecer aquel servicio confiriendo al de La Bisbal la gran cruz de Carlos III, no veía clara su lealtad, y dejándole la capitanía general de Andalucía, relevóle del mando de la expedición. Mezcla rara de premio y de castigo, de confianza y de recelo, pero que correspondía á la conducta oscura y nebulosa del conde. Dióse el mando del ejército al anciano conde de Calderón don Félix Calleja, hombre poco á propósito y sin condiciones para conjurar el peligro que con aquellas tropas amenazaba.

Otro hombre era el que se necesitaba: tanto más, cuanto que pasadas las primeras impresiones de terror por el suceso del Palmar, los hilos de la conjuración se reanudaron en aquel mismo ejército, si bien con algunos menos elementos que antes, con más ardimiento y con resolución más firme, sin que de ello pareciera darse por apercibido el conde de Calderón, no obstante lo fácil que era á un general en jefe traslucir una trama no nueva, y en que tantos andaban no muy encubiertamente enredados. Entre las personas de fuera del ejército que más activamente trabajaban ahora, contábanse, de una parte don Antonio Alcalá Galiano, que en vez de salir para su destino del Brasil, volvióse de Gibraltar á Cádiz á fomentar el alzamiento; y de otra don Juan Álvarez y Mendizábal, que aunque simple agente entonces de la casa de comercio de Bertrán de Lis, y joven todavía, era hombre de una imaginación fecunda en inventar recursos, de grande actividad y viveza, y de un extraordinario arrojo. Dila

táronse no obstante por algunos meses los preparativos para el levantamiento, á causa de la dificultad de entenderse con las tropas, divididas en diferentes cordones sanitarios, con motivo de la fiebre amarilla que de nuevo se había desarrollado en la costa, hasta que cediendo algo el rigor de la epidemia pudieron los agentes de las logias masónicas comunicarse con las que había en el ejército.

Contribuía á sobrexcitar el espíritu público la lectura de papeles que clandestinamente circulaban, siendo uno de ellos y el más notable entonces, una representación, impresa en Londres, que el ilustre repúblico y reputado economista don Álvaro Flórez Estrada había dirigido al rey, en que pintaba con vivos y exactos colores los peligros en que los desaciertos del gobierno y su desatentado proceder estaban precipitando el trono y el reino, dándole consejos saludables, y exhortándole á la templanza con los que estaban siendo el objeto y blanco de proscripciones y atropellos. Al propio tiempo Galiano, figurando disponer las logias de Cádiz de grandes recursos, y ostentándose como investido de altos poderes del Taller sublime, promovía el entusiasmo, y hacía prosélitos, reuniéndose á veces la junta masónica en una pequeña cueva situada en un cerro junto á Alcalá de los Gazules. Los oficiales iban entrando en la masonería, y á los soldados los halagaba sobre todo la idea de no embarcarse. Faltábales un general que los guiase, y hablaron al efecto á don Juan O'donojú, que mandaba en Sevilla: mas este general, aunque en relación con los masones, y que estaba al tanto de los planes que se fraguaban, rehusó ponerse al frente, y negóse á tomar otra parte que guardar silencio y dejar obrar. Pensóse entonces en que fuese jefe del alzamiento el que pareciese mejor á los conjurados, y el voto de éstos designase, aunque fuese de inferior graduación. La propuesta pareció bien y fué aprobada.

Hecha la votación en las logias de los regimientos, recayó la elección en el coronel don Antonio Quiroga, que habiendo sido uno de los arrestados en el Palmar del Puerto de Santa María se hallaba preso en Alcalá de los Gazules, pero con tan poco rigor, que mientras todos los días se relevaba la guardia suponiéndole incomunicado, él se paseaba por el pueblo. Escarmentados los conjurados del doble juego de su anterior general en jefe, fiaban en que uno de menor graduación hallaría más aliciente, ó para perecer en la demanda, ó para asegurar su éxito. Dispuesto ya todo á fines de 1819, acordóse que el golpe se daría al comenzar el año entrante.

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