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Congreso mismo, y de ser diputados algunos de los ejecutores de las prisiones de sus compañeros.

Con tan fatal ejemplo, y con haberse adelantado, según indicamos atrás, el conde del Montijo á preparar los ánimos de la plebe de Madrid, levantóse en la mañana siguiente (11 de mayo) un tumulto popular, prorrumpiendo la clase más baja en furiosos gritos contra los liberales, arrancando y destrozando la lápida de la Constitución, sacando del salón de cortes, sin que la guardia lo impidiese, la estatua de la Libertad y otras figuras alegóricas, y arrastrándolas por las calles con demostraciones de insulto y de ludibrio, intentando acometer las cárceles en que se hallaban los ilustres presos, y pidiendo que les fueran entregados. Por fortuna no pasó más allá el motín; pero aquel mismo día apareció fijado en las esquinas el famoso Manifiesto y decreto del rey fechado el 4 de mayo en Valencia y firmado por don Pedro Macanaz, que hasta aquel día se había tenido reservado y oculto, y en el cual, no obstante los párrafos que hemos copiado, había otro en que se ofrecía reunir cortes y asegurar de un modo estable la libertad individual y real, y en que se estampaban aquellas célebres frases: Aborrezco y detesto el despotismo: ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufren ya, ni en España fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y Constitución lo han au torizado: que parecían puestas como para befa y escarnio, visto lo que después de ellas se decía y lo que se estaba resuelto á hacer (1).

Bajo tales auspicios hizo el rey Fernando su entrada en Madrid (13 de mayo), precedido de la división de Whittingham, y cruzando desde la puerta de Atocha y el Prado, las calles de Alcalá y Carretas, hasta el convento de Santo Tomás. donde entró á adorar la imagen de Nuestra Señora de Atocha allí depositada, y prosiguiendo después por la plaza Mayor y Platerías al Real Palacio, que volvió á ocupar al cabo de seis años de ausencia. No le faltaron en la carrera ni arcos de triunfo, ni vivas, ni otras demostraciones y festejos, que nunca falta quien los ofrezca en casos tales, ni quien muestre contentamiento y júbilo, no viéndose entre aquel oleaje las lágrimas ni oyéndose entre aquella gritería los sollozos de las familias de los que yacían en los calabozos y lóbregos encierros. en premio de haber libertado al rey de la esclavitud en que aquellos seis años había vivido, y restituídole al trono de sus mayores

También hizo su entrada pública en Madrid á los pocos días (24 de mayo) el duque de Ciudad-Rodrigo, lord Wellington, siendo recibido con los honores que correspondían á su elevada clase y á los servicios hechos á España. Su venida infundió á los encarcelados y proscritos alguna esperanza, ya que no de ver modificado el sistema de gobierno que se inauguraba, por lo menos de que influyera en que cesasen sus padecimientos, habiendo sido amigos suyos varios de ellos, y miembros algunos de un gobierno de quien tantas distinciones había él recibido. Mas si bien al despedirse para Londres parece dejó una exposición dando consejos de

(1) Afirmase haber sido escrito este Manifiesto por don Juan Pérez Villamil, auxiliado por don Pedro Gómez Labrador, llevando la pluma y haciendo como de secretario don Antonio Moreno, ayuda de peluquero que había sido en palacio, y después consejero de Hacienda

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COCHE DE CAOBA DE FERNANDO VII (CABALLERIZAS REALES). - COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA

moderación y templanza, ni durante su permanencia en Madrid ni después de su ida se notó variación, ni se sintieron los efectos de su influencia en este sentido. Allá se fué á gozar del abundoso galardón con que su nación. acordó remunerarle, mientras aquí sufrían penalidades sin tasa los que más á esta nación habían servido (1).

Con la misma fecha del célebre decreto de Valencia de 4 de mayo había el rey formado un ministerio, que modificó después (31 de mayo), quedando definitivamente constituído con las personas siguientes: el duque de San Carlos para Estado; don Pedro Macanaz para Gracia y Justicia; don Francisco Eguía para Guerra; don Cristóbal Góngora para Hacienda, y don Luis de Salazar para Marina. «Cabeza de este ministerio el duque de San Carlos (dice un historiador), el hombre de los tumultos de Aranjuez y el consejero íntimo de Valencey, que tanto impulso había dado á la máquina política para que volviera al escabroso camino de donde la sacaron las revoluciones, había de seguir el comenzado rumbo con el apoyo del brazo de hierro de Eguía, el encarcelador de los representantes del pueblo.» Así sucedió, «creciendo (como dice otro escritor), cada día más las persecuciones y la intolerancia contra todos los hombres y todos los partidos que no desamaban la luz y buscaban el progreso de la razón: siendo en verdad muy dificultoso, ya que no de todo punto imposible á los ministros, salir del cenagal en que se metieran los primeros y malhadados consejeros que tuvo el rey.»

Pero hemos llegado á donde nos habíamos propuesto en este capítulo y libro, á dejar al rey Fernando sentado de nuevo en su trono, después de la gloriosa revolución que la nación había hecho para conservársele, que es cuando verdaderamente comenzó á reinar en España. Dejémosle en él, inaugurando la funesta política que distinguió su reinado, cuya historia trazaremos y daremos á luz el día que las circunstancias nos lo permitan, y hagamos ahora la reseña crítica del interesante período comprendido en los dos últimos libros de nuestra narración histórica, tomándola desde el punto en que la dejamos pendiente.

(1) Generoso anduvo el parlamento inglés con lord Wellington; además del título de duque que le confirió la reina, otorgóle el parlamento la enorme suma de 500,000 libras esterlinas para que pudiera formarse un estado, abonándole aparte las arcas públicas otras 17,000 por sueldos y otras mercedes.

CAPÍTULO XXX

ESPAÑA DESDE CARLOS III HASTA FERNANDO VII. De 1788 á 1814

I

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En nuestra ojeada crítica sobre el reinado de Carlos III, y hablando de la influencia que en sus últimos años había ejercido su política en todas las naciones de Europa, dijimos: «En el caso de que la Providencia hubiera querido diferir algún tiempo su muerte, no sabemos ni es fácil adivinar cuánto y en qué sentido hubiera podido influir en los grandes acontecimientos que en Francia y en Europa sobrevinieron á poco de descender Carlos III á la tumba. »

Y ya en nuestro Discurso Preliminar habíamos dicho: «No sabemos cómo se hubiera desenvuelto Carlos III de los compromisos en que habría tenido que verse si le hubiera alcanzado la explosión que muy luego estalló del otro lado del Pirineo. Fortuna fué para aquel monarca, y fatalidad para España, el haber muerto en vísperas de aquel grande incendio. >>

De contado no es difícil pronosticar que Carlos III, con todas sus prendas y virtudes de rey, con todos los grandes hombres de Estado de que había tenido el acierto de rodearse, con toda aquella juiciosa y hábil política á que se debió que en los últimos años de su vida todas las naciones de Europa volvieran á él sus ojos como al único soberano que podía conjurar los conflictos que las amenazaban, no habría podido seguir ejerciendo aquel honroso ascendiente que le dió la atinada dirección de los negocios públicos, con la prudente aplicación de los principios que entonces servían de pauta y norma á los gobiernos para el régimen de las sociedades. Trastornados estos principios por la revolución francesa que estalló á poco de su fallecimiento, conmovidos con aquel sacudimiento todos los tronos, destruídos ó cambiados en el vecino reino todos los elementos del orden social, abierto aquel inmenso cráter revolucionario cuya lava amenazó desde el principio derramarse por toda la haz de Europa y abrasarla, ¿habrían seguido, habrían podido seguir Carlos III y sus hombres de Estado aquella política sensata y firme, vigorosa y desapasionada, que les dió tanto realce á los ojos del mundo, y engrandeció tanto la nación que dirigían?

Señales evidentes dieron los dos eminentes varones que después de haber sido ministros de Carlos III, siguieron siéndolo de su hijo y sucesor Carlos IV, de haberles alcanzado la turbación que en los espíritus más fuertes y en los repúblicos más enteros y experimentados produjo aquel asombroso trastorno Al primero de ellos, el conde de Floridablanca, el solo amago de la revolución le hizo receloso y tímido, el ímpetu con que comenzó á desarrollarse le estremeció, sus violentas sacudidas le encogieron y apocaron: el varón en otro tiempo imperturbable, el anciano experto, trocóse en asustadizo niño que se representaba tener siempre delante de sí la sombra de un gigante terrible asomado á la cresta del Pirineo, y

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