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amenazando ahogarlo todo entre sus colosales brazos. El iniciador de las reformas en España retrocedió espantado de la exageración de las refor mas en Francia. El libertador de las trabas del pensamiento en la Península, proclamóse enemigo abierto de la libertad de ideas del vecino reino. El propagador de la moderna civilización en nuestra patria cambióse en perseguidor inexorable de toda doctrina ó escrito contrario al antiguo régimen. La propaganda democrática de fuera le hizo absolutamente intransigente dentro, y la demagogia francesa le convirtió en apasionado sostenedor del más exagerado monarquismo universal.

Haciendo á Carlos IV el más realista de todos los soberanos de Europa, el más interesado de todos por la suerte del infortunado Luis XVI, el más enemigo de la revolución francesa; dirigiéndose á la Asamblea legislativa con todo el desabrimiento de un viejo mal humorado, y con toda la imprevisión de un diplomático novel é inexperto; retando á una nación grande é impetuosa en los momentos de su mayor exaltación; faltándole en el ocaso de la vida la prudencia que le había distinguido en años juveniles; declarando que la guerra contra la Francia revolucionaria era tan justa como si se hiciese á piratas y malhechores, sus indiscretas notas, leídas en la Asamblea, fueron contestadas con una sarcástica sonrisa y con un desdeñoso acuerdo; su conducta comenzó por resentir á los nuevos gobernantes, indignó después á los partidos extremos, y acabó por irritar hasta á los constitucionales monárquicos y templados, y por herir el orgullo nacional de un gran pueblo en un período de excitación febril. Fué fortuna que Francia no nos declarara la guerra; quiso la suerte que no le conviniera por entonces; pero vino el enviado extraordinario Bourgoing á procurar la caída del ministro español que la estaba provocando. Floridablanca, el gran ministro de Carlos III, cayó sin gloria de la gracia de Carlos IV. Aquel esclarecido repúblico que tan eminentes servicios había hecho en otro tiempo á España, comprometía la suerte de España con la fascinación y ceguedad en que últimamente había incurrido, y merecía bien la exoneración del ministerio, pero no el destierro y la prisión que la acompañaron, y mucho menos la saña y el encono con que apasionados calumniadores le envolvieron en un proceso criminal, de que tardía y difícilmente con todo su grande ingenio y talento alcanzó á justificarse.

El anciano conde de Aranda que le reemplazó, el experto militar, el antiguo y resuelto diplomático, el desenfadado consejero del anterior monarca, el hombre reputado en España por su actividad, en Europa por su energía, en Francia por su amistad con los filósofos y por sus relaciones con los personajes de la revolución, que no participaba de la maniática preocupación de Floridablanca contra las nuevas ideas que se desenvolvían al otro lado del Pirineo, comenzó aflojando la tirantez y templando la acritud y la animosidad que la política de su antecesor había producido entre las dos naciones. Ambas fundaron en él esperanzas de buena armonía. Pero monárquico, aunque liberal; no enemigo de las reformas, pero más amigo del orden; libre y avanzado en ideas, pero hombre de gobierno; ante el espectáculo de los horribles desmanes de junio y agosto de 92 en Francia, ante las sangrientas catástrofes de las Tullerías, de los Campos Elíseos y de la Asamblea, ante el desenfreno salvaje de las turbas, ante el

ministerio del terrible Dantón, ante las feroces venganzas de Marat y Robespierre, ante el desbordamiento arrasador del torrente revolucionario, el ministro impertérrito de otros tiempos se estremece y tiembla, teme por Francia y por España, teme por Luis XVI y por Carlos IV, teme por la monarquía y por la sociedad, quiere librar de los horrores de la anarquía y del crimen los dos soberanos, las dos monarquías, las dos naciones, las dos sociedades; comprende que no es posible, que no es digno vivir en amistad con la Francia demagógica, propone al soberano español unir nuestras armas á las de Austria, Prusia y Cerdeña para oprimirla, indica un plan de campaña, aconseja un proyecto de invasión, y para asegurar su éxito con el disimulo le hace vestir con la forma de medidas preventivas, y hace avanzar los ejércitos á las fronteras bajo la apariencia de mera y prudente precaución.

Pero las quejas del gobierno francés sobre estos armamentos y esta disfrazada hostilidad, las amenazas de los clubs, la actitud imponente de la Convención, el encarcelamiento y proceso de Luis XVI, las tremendas matanzas de las cárceles de París, el prodigioso alistamiento en masa de los franceses, los triunfos del ejército revolucionario sobre los aliados, la proclamación de la república, el predominio de los terroristas y demagogos con sus impetuosos arrebatos é irresistibles arranques, quebrantan de nuevo la entereza del de Aranda, le asustan y estremecen, teme las consecuencias que pueden traer á España los pasos á que le han conducido su celo monárquico y su horror al crimen, se afana por disipar á los ojos de los franceses toda idea de hostilidad, se esfuerza en persuadirles de sus pacíficas intenciones y proclama la neutralidad española. Afortunadamente no conviene todavía á la república francesa romper en guerra con España, y finge dejarse persuadir, pero exige ser reconocida por el gobierno español. Violento compromiso y sacrificio grande para Carlos IV y su primer ministro haber de aprobar los crímenes revolucionarios, y el destronamiento, y acaso el suplicio de un monarca de la estirpe de Borbón! Y como á la proposición siga la amenaza, irrítase y se exalta el veterano diplomático, hiérenle en la fibra del patriotismo, se acuerda de que es soldado, siente rejuvenecer su corazón y hervir de nuevo la sangre en su pecho, y da una respuesta arrogante y altiva.

¿Quién podría calcular lo que convenía á España, ni lo que iba á ser de España, cuando tan cerca de ella rugía la espantosa tempestad de la más terrible de las revoluciones de los modernos siglos, que tenía ya estremecida y conturbada toda la Europa, y que así ofuscaba y hacía vacilar á los varones más imperturbables y enteros y á los políticos más experimentados é insignes del anterior reinado?

En tal situación sorprende á España la incomprensible y súbita caída del gran conde de Aranda, aunque más suave que la de Floridablanca. ¿A qué manos se confiará el timón de la nave del Estado en huracán tan desatado y deshecho? Asombro y escándalo causó al pueblo español ver al bondadoso Carlos IV encomendar la dirección de la zozobrosa nave al inexperto joven que estaba siendo blanco de la universal murmuración, sirviendo de pasto á todas las lenguas y de tema á la maledicencia pública, al que el dedo popular señalaba como el dueño del corazón y de los favores

de la reina, y á cuya privanza, obtenida por la gracia y gallardía de su continente, se atribuía sú rápida, y al parecer fabulosa elevación de simple guardia de corps á mariscal de campo, y caballero gran cruz de Carlos III y del Toisón de oro, y á grande de España, y duque de la Alcudia, y consejero de Estado, y á todo lo que puede ser encumbrado el que no ciñe corona.

Juzguemos al joven que sale á la escena del gran teatro político del mundo, en una de las crisis más violentas en que el mundo se ha visto, con la severa imparcialidad de historiadores, no con el criterio apasionado y candente de los que sólo veían el origen repugnante é impuro de su loca fortuna y de su improvisada elevación. Si hubiéramos escrito en aquel tiempo ó á la raíz de las catástrofes y desventuras que nuestros padres presenciaron, es probable que nuestra pluma hubiera destilado sin advertirlo la misma acerbidad que las de la generalidad de los escritores ha derramado sobre aquel personaje. La generación que ha mediado entre él y nosotros nos coloca ya à la conveniente distancia para que ni nos abrase la proximidad, ni nos hiele el apartamiento del calor que trasmiten á los ánimos los sucesos desastrosos. Deber nuestro es ni fingir ni abultar merecimientos, ni inventar ni atenuar flaquezas ó vicios. Lo hemos hecho con los soberanos; ¿no lo hemos de hacer con los súbditos?

Con el sorprendente nombramiento de don Manuel Godoy para el ministerio de Estado, coincidió la vista del proceso de Luis XVI en la Convención francesa. De un instante á otro se temía oir resonar en el salón de la Asamblea la sentencia de muerte; y la terrible guillotina amenazaba ya la garganta de aquel infortunado príncipe. El primer acto de gobierno, el primer esfuerzo del joven duque de la Alcudia se dirige á salvar la vida, ya que no pueda ser el trono, del monarca francés, deudo inmediato de su soberano. Para ello implora la intercesión de Inglaterra, escribe, suplica y ruega á la Convención, ofrece neutralidad, promete mediar con las potencias aliadas en favor de la paz con la república, se presta á dar rehenes, emplea hasta el oro para intentar el soborno de los montañeses y jacobinos. Hasta aquí, aparte del último medio, cuya inmoralidad atenuaba la buena intención nada hay en las gestiones del ministro español que no sea plausibie, que no sea conforme á los sentimientos de humanidad, al principio monárquico en general, á la conservación del trono de España, y á las afecciones de la amistad, del deudo y de la sangre. Si tan nobles aspiraciones fueron correspondidas con la furibunda gritería del bando sanguinario, si la Convención se mostró sorda á toda mediación humanitaria, si embotada su sensibilidad oyó con glacial indiferencia el ruego de la compasión, si estaba decretado aterrar la Europa con el sacrificio de una víctima ilustre, si se pronunció la terrible sentencia de muerte, y el verdugo enrojeció el cadalso con la sangre de un rey, ¿dejarían por esto de cumplir el monarca y el ministro español, el uno con sus deberes de príncipe, de pariente y de amigo, y el otro con sus deberes de consejero de la corona?

Consumado el sacrificio de Luis XVI, amagando á la reina igual suerte, aherrojada en una prisión la regia familia, entronizado el partido del terror y de la sangre, llevados cada día á centenares al patíbulo los hom

bres ilustres, no dándose vagar ni descanso la guillotina (pavoroso drama en que el protagonista era el verdugo!) declarada la guerra á los tronos, proclamada la propaganda á los pueblos, inseguro en su solio Carlos IV, rebosando de indignación la España contra los crímenes de la nación francesa, y amenazado de guerra nuestro gobierno, como todos, si no les daba su aprobación categórica y explícita, ¿era posible conservar todavía la neutralidad, como lo pretendía el anciano conde de Aranda, y como aun la aceptaba el joven duque de la Alcudia, con tal que la república renunciara al sacrificio de los augustos presos y al sistema de propaganda y de subversión universal? La Convención se anticipó á resolver el problema; la declaración de guerra partió de la Convención, y la guerra fué aceptada por Carlos IV y por Godoy. Primer paso, hemos dicho en otra parte, en la carrera azarosa de los compromisos. Por eso, y por el estado nada lisonjero en que se hallaban nuestro ejército y nuestro tesoro, convenimos con los escritores que nos han precedido en considerarlo como una fatalidad. ¿Pero habremos de hacer, como ellos, un terrible y severo cargo al ministro que aceptó el rompimiento?

Lejos de pensar así la España de entonces, con dificultad en ninguna nación ni en tiempo alguno habrá sido más popular una guerra, ni aclamádose con más ardor y entusiasmo. Soldados, caballos, armamento, provisiones, dinero y recursos de toda especie, todo apareció en abundancia y se improvisó como por encanto. Todos los hombres útiles se ofrecieron á empuñar las armas, todas las bolsas se abrieron, el altar de la patria no podía contener tantas ofrendas como en él se depositaban; las clases altas, las medianas y las humildes, todas rivalizaban y competían en desprendimiento: noble porfía se entabló entre ricos y pobres sobre quién se había de despojar primero de su pingüe fortuna ó de su escasísimo haber; asombróse la Inglaterra y se sorprendió la Francia al ver que la decantada generosidad nacional de aquélla en 1763 y el ponderado sacrificio patriótico de ésta en 1790, habían quedado muy atrás del prodigioso desprendimiento de los españoles en 1793. Todo abundó donde parecía que faltaba todo, y la guerra contra la república se emprendió con ardor y con tres ejércitos y por tres puntos de la frontera del Pirineo.

¿Fué imprudente y temeraria esta guerra, como lo han afirmado algunos escritores nuestros? Pocas campañas han sido tan honrosas para los españoles como la de 1793, y sentimos haber de decir que las plumas francesas nos han hecho en esto más justicia que las de nuestros propios compatricios. La verdad es que mientras los ejércitos revolucionarios de la Francia batían á prusianos, austriacos y piamonteses, invadían la Holanda y triunfaban en Wisenburgo, en Nerwinde y en Watignies, nuestro valiente y entendido general Ricardos franqueaba intrépidamente el Pirineo Oriental, se internaba en el Rosellón, ganaba plazas y conquistaba lauros en el Tech y en el Thuir, atemorizaba á Perpiñán, triunfaba en Truillás, frustraba los esfuerzos y gastaba sucesivamente el prestigio de cuatro acreditados generales que envió contra él la Convención; y en tanto que en todas las demás fronteras de la Francia iban en boga las armas de la república, sólo en la del Pirineo cedían al arrojo de las tropas españolas, inclusa la parte occidental, donde el valeroso general Caro ganaba y man

tenía puestos en territorio francés más allá del Bidasoa. Si nuestra escuadra fué arrojada, como la inglesa, del puerto de Tolón, merced al talento y habilidad del joven Bonaparte y á desaciertos y errores del almirante inglés, al menos los españoles acreditaron tal serenidad y fortaleza y dieron tal ejemplo de generosa piedad, que nuestros propios enemigos tributaron públicos elogios á su comportamiento y á sus virtudes.

En tal sazón, en la junta de generales que el rey quiso celebrar á su presencia y en el consejo de Estado para acordar el plan de la siguiente campaña, sucede el lamentable y ruidoso altercado de que hemos dado cuenta entre Aranda y Godoy, insistiendo aquél, como antes y con el mismo calor, en la conveniencia de la paz, abogando éste por la continuación de la guerra. El viejo conde, el veterano general, el antiguo ministro y consejero, el honrado pero adusto patricio, el franco pero desabrido aragonés, no sufre verse contrariado por el joven duque, por el improvisado general, por el novel ministro, por el engreído privado, y le apostrofa con aspereza, y hace ademán de pasar contra él á vías de hecho delante del monarca. El ultraje al favorito ofende al favorecedor; el apacible Carlos IV muestra su enojo al que á la faz del rey agravia al valido; y Aranda, como Floridablanca, es desterrado de la corte, recluído en una prisión, y sujeto á un proceso criminal. La cuestión de conveniencia de la guerra ó de la paz podía ser entonces problemática. El arranque de irritabilidad del viejo conde de Aranda contra el privado podría disculparse ó atenuarse: su irrespetuoso porte ante el rey ni puede justificarse ni podía ser tolerado; pero la dureza en el castigo, la ruda inconsideración con que se ejecutó la pena, dureza é inconsideración que nadie atribuía sino á instigación y consejo del joven Godoy, excitó más contra él el ya harto prevenido espíritu popular, al ver cómo iban desapareciendo los astros que habían alumnbrado la España y guiado su gobierno en el anterior reinado, al influjo del nuevo planeta que de improviso se había levantado en el regio alcázar.

Y si esto sucedía habiéndonos sido próspera la campaña de 1793, ¿qué podía esperarse en vista de los reveses é infortunios que en la de 1794 la mala suerte nos deparó? El pueblo español que veía su ejército del Rosellón, antes victorioso, repasar ahora derrotado el Pirineo Oriental, y al francés apoderado de nuestro castillo de Figueras; el pueblo español, que había visto el año anterior su ejército del Pirineo Occidental mantenerse firme más allá del Bidasoa, y ahora veía las armas de la república francesa enseñoreadas de San Marcial, de Fuenterrabía, de San Sebastián y de Tolosa; el pueblo que veía en 1795 de un lado ondear la bandera tricolor en Rosas, del otro hacerse el francés dueño de Bilbao, penetrar en Vitoria, y avanzar hasta Miranda; este pueblo no reflexionaba en las causas naturales de estos desastres, no se paraba á pensar en la inopinada y lamentable muerte del bravo y entendido general Ricardos, ni en el fallecimiento igualmente repentino y sensible de O'Reilly; ni en el refuerzo que los enemigos recibieron con la llegada de un ejército y un general victoriosos en Tolón; ni en la bravura con que pelearon nuestras tropas, muriendo en un mismo combate el general español conde de la Unión y el general francés Dugommier; ni tomaba en cuenta que por la parte de Occidente arrojó sobre nosotros el gobierno de la república una nueva masa de 60,000 solTOмO XVIII

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