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la nación; el valle de la Alcudia; los bienes estables pertenecientes á la Inquisición; los de los monacales suprimidos; el valor de las fábricas nacionales de Guadalajara, Brihuega, Talavera y San Ildefonso, y los edificios nacionales no necesarios en Madrid.

Importantes y vitales como eran estos asuntos, perdían su interés y se miraban con cierta indiferencia, al lado de los peligros que en aquellos momentos se veían ya venir, de la tempestad que se sentía ya cernerse y rugir sobre el edificio constitucional. Aquella aparente y fingida armonía entre el rey y las cortes había ido desapareciendo; los ministros y el monarca se mostraban recíprocamente cada vez más recelosos y más abiertamente desconfiados; aquéllos sabían que los planes de la reacción se desarrollaban rápidamente, y que el palacio no era extraño á las conspiraciones absolutistas que en varios puntos asomaban. Y mientras por un lado trabajaba la revolución en las sociedades secretas, en la prensa y en la milicia, por otro la aristocracia, ofendida por la ley sobre vinculaciones, y el clero, tomando pie de la supresión de monacales, se concertaban con rey para ver de destruir el sistema vigente. Este último decreto de las cortes fué el terreno que escogió el nuncio de Su Santidad para aconsejar al rey que le negase su sanción, usando del veto suspensivo que por la Constitución le correspondía. Negó en efecto el rey su sanción al decreto sobre monacales, fundándose en motivos de conciencia.

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Por más que para los ministros fuese evidente que lo que en realidad se buscaba era un pretexto para chocar con el partido reformador, al fin el monarca usaba de un derecho consignado en el código fundamental. En este desacuerdo, en vez de respetar el escrúpulo del rey, si escrúpulo era, ó de retirarse si no podían vencerle, ni hicieron lo primero, por suponer en Fernando otros móviles y fines, ni lo segundo, por lo peligroso que podía ser un cambio en tales circunstancias, y optaron por insistir, buscando todos los medios de vencer, si no la conciencia, por lo menos la voluntad del monarca. Como ellos no se mostraban muy respetuosos á la prerrogativa constitucional de la corona, se les atribuyó por muchos, entonces y después, lo que acaso fué pensamiento de amigos imprudentes, á saber, el amedrentar al rey con la idea y el amago de un tumulto. No hay duda que se intentó este medio, y que se acudió á la sociedad de la Fontana, cerrada entonces, para que de allí saliese la manifestación, mas no se prestaron los miembros más influyentes de ella. Hízose no obstante creer al rey que el alboroto había empezado, cuando no pasaba de un intento y de una ficción. Por lo mismo fué mayor el enojo del rey cuando supo el engaño, y como no faltó quien atribuyera toda la trama á los ministros, creció el odio de Fernando á sus consejeros y juróles venganza.

Para ello le pareció poder contar con los hombres de la oposición, resentidos de los ministros, que era la parcialidad exaltada, y quiso que se entendiese con ellos la gente palaciega. Al efecto entabló tratos con los de aquella bandería el P. Fr. Cirilo Alameda, general ya de la orden de San Francisco, que tenía privanza en la corte, diestro para el caso, y que no tuvo reparo en entrar en una de las sociedades secretas para espiarla y sacar mejor partido. El cuerpo supremo de la sociedad masónica comisionó á Galiano, el más enconado contra el ministerio, para que se enten

diera con el padre Cirilo. Estos dos personajes de tan distinta procedencia, profesión é historia, llegaron ya á convenir en la formación de un ministerio, que uno de los mismos negociadores ha calificado de monstruoso. Pero sobre no agradarle á la sociedad, ellos mismos no estaban satisfechos de su obra, y como la avenencia sincera era difícil, si no imposible, las relaciones se entibiaron, y la negociación no se llevó á término, mostrando de ello desabrimiento el padre Cirilo (1).

En tal estado y hallándose próxima á concluir la legislatura, mal humorado el rey, partió con la reina y los infantes para el Escorial, monasterio que á petición suya había sido exceptuado de la supresión. Fué, por lo tanto, recibido por los monjes y por el pueblo con demostraciones del más vivo regocijo, y festejado en los días siguientes con luminarias y con cuantos obsequios era posible allí hacer, y que tanto contrastaban con el receloso desvío que había experimentado en la corte. Hallábase, pues, muy contenta en aquel real sitio toda la real familia; pero al mismo tiempo nadie dudaba, ó era por lo menos general creencia (que después los hechos confirmaron), que en aquella mansión se fraguaban planes muy serios y formales para acabar con las instituciones. Tomó cuerpo esta idea al ver que el día designado para cerrarse la primera legislatura con arreglo á la Constitución (9 de noviembre), el rey, alegando hallarse indispuesto, no asistió en persona á tan solemne acto, encargando á los ministros la lectura del discurso que habría de pronunciar, Nadie creyó en la indisposi ción del monarca, y de no creerla no se hacía misterio: lo que hizo fué producir una grande exaltación en los ánimos, recordándose con tal motivo todos los antecedentes que habían mediado.

Leyóse, pues, el discurso, en que se vertían las ideas más constitucionales, y en que el rey mostraba la mayor adhesión al sistema representa tivo. Y concluída su lectura, el presidente (señor Calatrava), pronunció estas palabras: «En cumplimiento de lo que manda la Constitución, las cortes cierran sus sesiones hoy 9 de noviembre de 1820. »

(1) Se dijo, y se ha repetido después, que entre los medios de coacción empleados por los ministros para intimidar y obligar al monarca, fué uno el de promover manifestaciones violentas y amenazadoras en la imprenta, representaciones subversivas por parte de la milicia voluntaria, discursos provocativos y sediciosos en las sociedades, y hasta fingir y hacer creer que había estallado ya el tumulto. No diremos que los ministros fueran tan respetuosos como debieran á la prerrogativa constitucional de la corona, ni que acaso no llevaran su insistencia hasta la terquedad; pero en cuanto á acalorar ellos los ánimos para promover agitaciones y disturbios que les dieran pretexto para acobardar y forzar al rey, en verdad, era intento, sobre impropio de su carácter, excusado y superfluo, porque la opinión entonces en las sociedades, en la imprenta y en la milicia más necesitaba de freno que de espuela, y no había para qué concitarla; el trabajo estaba en reprimirla.

CAPITULO VI

EL REY Y LOS PARTIDOS. - De 1820 á 1821

Intenta el rey un golpe de Estado.-Frústrase el proyecto.-Divúlgase por Madrid.— Agitación: tumulto-Mensaje de la diputación permanente al rey.-Respuesta de Fernando.- Viene á la corte.-Demostraciones insultantes de la plebe.- Euojo y despecho del monarca.—Tregua entre el gobierno y los exaltados.-Formación de la Sociedad de los Comuneros.-Su carácter y organización.--Movimiento y trabajos de otras sociedades.- El Grande Oriente.--La Cruz de Malta.-Grave compromiso en que pone al gobierno. -Conspiraciones absolutistas. - El clero.-Partidas realistas.-Exaltación y conspiraciones del partido liberal. –Conjuración de Vinuesa, el cura de Tamajón.-Irritación y desórdenes de la plebe.-Desacatos al rey.—Quéjase al ayuntamiento. - Suceso de los guardias de Corps.-Desarme y disolución del cuerpo.—Antipatía entre el rey y sus ministros.-Quéjase de ellos ante el Consejo de Estado.—Respuesta que recibe.-Sesiones preparatorias de las cortes.—Síntomas y anuncios de rompimiento entre el monarca y el gobierno.

Parecióles á los consejeros de Fernando que era buena ocasión la de haberse cerrado las cortes para intentar un golpe de Estado contra unas instituciones que siempre habían repugnado y que ahora aborrecían. Mas no debieron hacerlo con demasiada precaución ni disimulo, puesto que no era un secreto ni un misterio para nadie que en el real sitio de San Lorenzo se formaba la nube que brevemente había de lanzar sus rayos sobre el edificio constitucional, y lo que antes era sólo recelo ó presentimiento se convirtió en convicción, y casi en evidencia de la conspiración que existía. Con este motivo había exaltación en el partido liberal, prevención en los ministros contra el rey y la corte, irritación y odio en el monarca y sus consejeros secretos contra el gobierno y los constituciona les; y como la irritación es siempre mala consejera, la precipitación y la imprudencia estuvieron esta vez de parte del rey y de los cortesanos.

Una semana hacía solamente que se habían cerrado las cortes, cuando se presentó al capitán general de Castilla la Nueva don Gaspar Vigodet el general don José Carvajal (16 de noviembre, 1820) con una carta autógrafa del rey, en que S. M. ordenaba al primero entregase á Carvajal el mando de Castilla la Nueva, para el que había sido nombrado. Como la orden no iba refrendada por ningún ministro, circunstancia indispensable para ser obedecido según el artículo 225 de la Constitución, rehusó Vigodet cumplimentarla; porfiaba Carvajal por que lo fuese, y después de una viva polémica resolvieron pasar los dos al ministerio de la Guerra. Era entonces ministro de este ramo el célebre marino don Cayetano Valdés, muy reputado por su probidad y por su sincera adhesión á los principios. constitucionales. Sorprendió al ministro el nombramiento, y sobre todo la forma; convencióse de su ilegalidad, y puesto en conocimiento de los demás secretarios del Despacho un suceso que descorría ya el velo á anteriores sospechas, acordaron no dar cumplimiento al mandato inconstitu cional.

Pudo el gobierno haber procurado ocultar el hecho, y aun pasar al Es

corial á fin de obtener la revocación de aquella orden funesta, y de no haberlo ejecutado así le hicieron algunos, entonces y después, un cargo grave: movieron al gobierno á obrar de otro modo consideraciones de gran peso. En primer lugar lo miró como un acto premeditado de parte del rey, como una provocación, resultado de un plan preconcebido, como un guante que se le arrojaba, y que no podía excusarse de recoger. Temía en segundo lugar que, transpirando el suceso en el público, sin poderlo evitar, pudiese él mismo pasar por cómplice de planes reaccionarios á los ojos del partido exaltado, que ya censuraba su moderación y su templanza, y del cual había de tener que valerse para resistir la conjuración absolutista que asomaba ya por todas partes, y de que él mismo había de ser la primera víctima. Ello es que se divulgó el suceso por la población de Madrid, y con él se difundió la agitación, y cundió instantáneamente la alarma, y se llenaron de gente acalorada las sociedades patrióticas á pesar de su supresión oficial: la Fontana volvió á abrir sus sesiones y á levantar su tribuna, y el pueblo envió diferentes mensajes á la diputación permanente de cortes, que presidía el señor Muñoz Torrero, excitando su patriotismo, como encargada por la Constitución de velar por las leyes fundamentales del Estado.

Entretanto los hombres más ardientes y de opiniones extremas lanzábanse á las calles, concitaban los ánimos con discursos incendiarios y pedían la cabeza de Carvajal. La milicia y la guarnición se pusieron sobre las armas, pero ni impedían el motín, ni parecían mostrarse inquietas por el desorden; los ministros dejaban obrar, y sus amigos más promovían que contrariaban el bullicio. Los papeles habían cambiado en muy pocos días; recientemente los patriotas fogosos y los cortesanos se habían entendido para trabajar contra los ministros de la corona; ahora los ministros de la corona y los revolucionarios ardientes se armaban en contra de la corte y de los consejeros privados del rey. El ayuntamiento, influído por aquella calurosa atmósfera, elevaba al rey sus quejas en términos poco mesurados. La diputación permanente se decidió á escribir al rey manifestándole lealmente el verdadero estado de la capital, y pidiéndole apartase de su lado á los consejeros que le extraviaban y comprometían, que volviese cuanto antes á la corte á fin de calmar la efervescencia de los ánimos, y que convocara cuanto antes cortes extraordinarias. Aterrado el rey con la tempestad que veía haberse levantado, y sin valor sus cortesanos para arrostrar las consecuencias del mal paso en que le habían metido, retrocedieron todos, y el rey contestó á la diputación, que daría gusto á la heroica villa y un nuevo testimonio de su ilimitada gratitud á la nación entera, regresando á la capital, pero que la dignidad y el decoro de la corona no consentían que un rey se presentase en medio de un pueblo alborotado, y así sólo esperaba á que se restableciera la tranquilidad; que más doloroso le era el sacrificio que había hecho de separar á su mayordomo mayor y á su confesor (1), que era una de las peticiones de aquél, aunque protestaba no haberse mezclado nunca en negocios ajenos á sus atribuciones; y que respecto á convocar cortes extraordinarias, estaba

(1) El mayordomo mayor era el conde de Miranda; el confesor don Víctor Sáez,

pronto á ello siempre que se dijera cuál era el objeto único para que debían congregarse.

Transmitió el secretario de la diputación (1) el contenido de esta respuesta al ministro de la Gobernación, y púsose luego en conocimiento del pueblo, exhortándole al restablecimiento del orden, y esperándolo así de su cordura. En efecto, en la tarde del 21 (noviembre, 1820) se resolvió el rey á hacer su entrada pública en Madrid. Numerosos grupos habían salido á esperarle á media legua de distancia, pero este acompañamiento, que le siguió hasta la entrada en palacio, no debió serle muy agradable por el género de vivas con que atronaban sus oídos, y la clase de canciones que le entonaban/Asomóse, no obstante, el rey al balcón á presenciar el desfile de las tropas, y entonces la apiñada multitud prorrumpió en la más frenética gritería, y en las más descompuestas é irreverentes demostraciones, no habiendo linaje de insultos que no le prodigara. Mientras unos con sus roncas voces atronaban el espacio, otros subiéndose en hombros de la plebe levantaban el brazo y agitaban el libro de la Constitución, y le enseñaban al rey en ademán de amenaza, y luego le apretaban al corazón ó le aplicaban los labios. Sobre los hombros de otros se vió elevado un niño de corta edad: «¡Viva el hijo de Lacy! ¡viva el vengador de su padre!» gritaban las desaforadas turbas.

Retiróse el rey del balcón, lacerado con tales escenas su corazón, encendido su rostro y brotando de sus ojos el despecho y la ira. De los de la reina corrían las lágrimas en abundancia; consternados estaban los infantes sus hermanos, y fuera del palacio fué fácil pronosticar, sin necesidad de discurrir mucho, que fuese la culpa de unos ó de otros ó de todos, no había que esperar ya sino funestos resultados, violentos choques, y una pugna abierta y lamentable entre el trono y los constitucionales. Cada día era más manifiesta la antipatía con que se miraban el rey y los ministros. Los partidos liberales depusieron al pronto algunas de sus disidencias, no obstante la violencia que á Argüelles y á algunos de sus amigos les costaba el avenirse con los que acababan de ser sus adversarios. Pero la necesidad apretaba, y las circunstancias favorecían, puesto que el ministerio se había reforzado con dos personas á propósito para ello, á saber, don Cayetano Valdés, que había reemplazado en la secretaría de la Guerra al marqués de las Amarillas, amigo aquél al mismo tiempo de Riego y de Argüelles, hombre honrado y pundonoroso, y uno de los que habían firmado en Cádiz, siendo gobernador, la representación contra la disolución del ejército de la Isla; y don Ramón Gil de la Cuadra, que había sustituído á don Antonio Porcel en el ministerio de Ultramar, también de los constitucionales del año 12, amigo de Argüelles, y en relaciones con los de la sociedad masónica en que estaba afiliado.

Estos elementos facilitaban la transacción entre el gobierno y los autores de la última revolución, á quienes aquél antes había vencido, teniendo postergados varios de sus hombres importantes.

(1) Lo era don Vicente Sancho, hombre de muy claro talento y uno de nuestros más ilustres políticos, á quien el autor de esta historia tuvo por compañero en la comisión de Constitución en las Cortes Constituyentes de 1854 á 1856,

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