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sus consejeros carecían de la fuerza moral necesaria para dirigir los negocios del Estado, y le rogaban por tanto tomara las medidas que la situación imperiosamente reclamaba.

Todavía no paró aquí este ruidoso asunto. En la sesión del 22 (diciembre, 1821) se leyó un oficio de la diputación permanente, remitiendo otro del jefe político de Sevilla, Escobedo, con una exposición de las autoridades y otras personas de aquella ciudad á las cortes, y otra al rey, manifestando la agitación en que la ciudad y la provincia se hallaban desde que se supo la resolución de las cortes relativa al mensaje; que éstas se habían propuesto mantener con ella las libertades públicas y la prerrogativa del trono; y lo que iba á producir era comprometer la tranquilidad y acarrear la guerra civil; que por lo mismo pedían á las cortes tomaran de nuevo el asunto en consideración, haciéndose cargo de la ineptitud del gobierno, que había perdido la confianza pública, etc. Y al rey: que los habitantes de Sevilla estaban resueltos á no recibir las nuevas autoridades, por creerlas ominosas á la libertad, y enviadas por un gobierno sospechoso, al cual no prestarían obediencia; y que si se empeñasen en ser reconocidas y en entrar en aquella ciudad, se comprometería la tranquilidad pública, y sus personas correrían mucho riesgo.

Vehementemente se expresó el conde de Toreno contra la descarada insistencia de los sevillanos. «Nosotros seríamos culpables, decía á los ojos de nuestros sucesores, de la nación y de la Europa entera, si no obrásemos con vigor en estas circunstancias. Puesto que se va apurando el sufrimiento, porque los atentadores insisten todavía en sus proyectos, deben tomarse todas las medidas que estén en las facultades del gobierno para poner un dique á esta insubordinación.» Aplicó á los agitadores las terribles palabras de Cicerón á Catilina y sus secuaces, y presentó una proposición para que la exposición de las autoridades de Sevilla se pasase al gobierno, y éste bajo su más estrecha responsabilidad hiciera respetar y obedecer las disposiciones de las cortes. Admitida á discusión, la retiró durante el debate, para adherirse á otra del señor Calatrava, que decía: «Pido que con arreglo á la Constitución y á las leyes se declare haber lugar á la formación de causa contra todos los que han firmado la exposición hecha á las cortes, y que así acordado, se pase al gobierno el expediente para los efectos que correspondan.» Tomada en consideración esta última, se nombró una comisión, que en el acto pasó á extender su dictamen. La mayoría de ella opinó y propuso que se formase causa al capitán general don Manuel Velasco, al jefe político don Ramon Luis de Escobedo, y á las demás autoridades y sujetos que firmaron la exposición. Este dictamen fué discutido, y aprobado por una inmensa mayoría, votando sólo 36 en contra, y con la única modificación de que en vez de las demás autoridades se pusiese todos los que han firmado la representación.

Aun no terminó con esto el enojoso y ya célebre asunto de las autoridades de Andalucía. El 1.° de enero (1822) elevó el brigadier Jáuregui, comandante general de Cádiz, una exposición manifestando la imposibilidad de entregar el mando en las circunstancias en que se hallaba el país, y pidiendo se le formase causa á fin de poder esclarecer y justificar su conducta; si bien á los pocos días (10 de enero) comunicó de oficio haber

hecho entrega del mando al brigadier don Jacinto Romarate. Desagradable tarea era ya para las cortes este disgustoso negocio. La comisión á cuyo examen pasaron estos documentos se dividió en mayoría y minoría, proponiendo aquélla que se remitiesen al gobierno para los efectos consiguientes, y opinando ésta que se formase causa al brigadier Jáuregui como á las autoridades de Sevilla. El dictamen de la minoría fué el que prevaleció en una votación de 70 contra 48, cuyo número indica bastante el cansancio de los diputados en cuestión tan fatigosa y pesada.

Lo peor era que mientras las cortes discutían sobre aquellas ocurrencias, y buscaban y proponían su remedio, acontecían en otras partes disturbios y conflictos parecidos á los de Andalucía, y algunos de peor indole y carácter. A consecuencia de una representación contra la marcha política del ministerio hecha por la población y las autoridades de la Coruña, el gobierno separó de la comandancia general de Galicia al general don Francisco Espoz y Mina, acusado como Riego de patrocinar á la gente exaltada y de movimiento, confiriendo interinamente el mando de las armas al jefe político, brigadier don Manuel de Latre. Mina obedeció la orden del gobierno y resignó el mando; pero conmovida y alborotada la población de la Coruña, que hacía alarde de ser y llamarse el segundo baluarte de la libertad, con la noticia de la remoción de Mina, que era su ídolo, opúsose al cumplimiento de la orden con tal decisión y energía, que el mismo Latre, convencido de la imposibilidad de contrariar la irresistible resolución del pueblo volvió á transferir la comandancia general á Mina, lo cual se celebró en la ciudad con locas demostraciones de júbilo. Comunicábase todo por despachos extraordinarios al gobierno, que espe raba á la sazón lo que las cortes resolvieran sobre los sucesos de Andalucía (noviembre y diciembre, 1821).

En tal estado y cuando parecía haberse aquietado con la permanencia de Mina la población de la Coruña, salióse Latre clandestinamente de la ciudad, y llevando consigo y poniendo en movimiento algunas fuerzas del ejército y de la milicia, obrando de nuevo como comandante general de Galicia, ofició desde Lugo á Mina para que dejase la comandancia, y transmitiéndole otra orden del ministro de la Guerra que lo prescribía, ya más envalentonado el gobierno con la resolución de las cortes en lo de Sevilla y Cádiz. Rogábale Latre que para evitar nuevas conmociones y alborotos en la ciudad, saliera sigilosamente de ella sin que se apercibiesen sus moradores, hasta que hubiese un encargado interino de la comandancia. Mina, con prudencia suma, haciendo sacrificio de sus ideas políticas y ahogando sus particulares resentimientos, ausentóse de la ciudad como quien salía á dar su paseo ordinario á caballo, dejando el mando al jefe de mayor graduación; dió cuenta de todo á Latre y al gobierno, al cual pidió permiso para permanecer un mes ó dos en Galicia, ya por el mal estado de su salud, ya por dejar arreglados los asuntos del matrimonio que entonces contrajo y celebró por poder. Pero el gobierno le contestó que las circunstancias exigían hiciese un esfuerzo para trasladarse inmediatamente á León, donde le señaló su cuartel, en lugar de Sigüenza, donde antes le tenía destinado. Mina obedeció sin replicar, y con trabajo grande se trasladó á León, en cuya ciudad fué recibido y agasajado con todo gé

nero de obsequios y demostraciones de simpatía. El triunfo de la Coruña, de este modo obtenido, alentó mucho al gobierno, y acabó de desconcertar á los desobedientes de Andalucía (1).

No en todas las conmociones que como chispazos de lo de Sevilla y Cádiz estallaron triunfó pronto la autoridad del gobierno. En Cartagena proclamaron los amotinados, reunidos en la plaza pública, odio á los ministros, que habían perdido, decían, la confianza de la nación, exoneración de los empleados sospechosos, prisión y procesamiento de los enemigos de la libertad, y hasta victorearon á la independencia de la población, que parecía obtenerla de hecho, no habiendo quién les fuese á la mano. Otro tanto hicieron en Murcia los agitadores, capitaneados por el brigadier Piquero, no obstante los esfuerzos del jefe político Saavedra, que al ver heridos á dos dependientes del resguardo y el aspecto que el motín presentaba, libróse con la fuga del peligro que él mismo creía correr. Afortunadamente, acudiendo con brevedad el nuevo jefe nombrado por el gobierno, general don Francisco Javier Abadía, puso pronto término al desorden, ayudado del batallón de la Princesa, y entregó y sometió los independientes á los tribunales.

Muy serio pudo ser el alboroto de Valencia, en cuya ciudad, al decir de un historiador anónimo que tenemos por valenciano, contrabandistas llenos de crímenes dirigían las asonadas, juntamente con otras personas oscuras y sin talento, llegando el caso de afluir en ciertos días del mes de diciembre (1821) los contrabandistas de toda la provincia con puñales y trabucos, llenando las calles, jactándose de que encarcelarían á los ricos y se repartirían sus bienes, que era como ellos entendían la igualdad. Semejante aparato infundió pavor al jefe político don Francisco Plasencia, que, condescendiente hasta entonces con la gente fogosa, les opuso desde aquel día una resistencia vigorosa y enérgica, y el 30 (diciembre, 1821) hizo una exposición al rey, que firmaron la mayor parte de las autoridades y jefes militares, y multitud de ciudadanos pacíficos, propietarios, comerciantes é industriales, en favor de las prerrogativas del trono y contra los desórdenes populares y la anarquía. A pesar de esto, una semana después (7 enero, 1822), volviéronse á reunir los agitadores, y dirigiéndose á las casas consistoriales donde se hallaba el jefe político, y subiendo y atropellándolo todo, y denostando á aquella autoridad, pidieron la pronta salida de la ciudad del regimiento de artillería, que como el de Gerona, pasaba por defensor de la legalidad y del orden, y á cuyos oficiales y soldados creían incomodar gritando cuando los encontraban: «; Viva Riego!>> Dispersados aquel día por la tropa leal, tumultuáronse otra vez el 9, y uniéndoseles los más turbulentos del segundo batallón de la milicia, que de serlo tenía fama, en la plaza del Mercado, protestaban no soltar las armas hasta conseguir que saliese el regimiento indicado. Pero el coman

(1) Todo lo ocurrido en la Coruña y en Galicia desde los días 27 y 28 de noviembre de 1821 hasta el 10 de enero de 1822, se halla extensamente referido y documentado en las Memorias del general Mina, escritas por el mismo, y publicadas por su viuda la ilustre condesa de Mina, tomo II. Allí se encuentran las muchas comunicaciones y contestaciones que mediaron entre Mina y Latre, así como las de cada uno de éstos y del ayuntamiento con el gobierno, la diputación permanente de cortes, etc.

dante general conde de Almodóvar y el jefe político Plasencia, dirigiéndose con resolución á la plaza al frente del regimiento de Zamora y de cuatro piezas de artillería, obligaron á los rebeldes á rendir aquellas armas que protestaban no soltar, y redujeron á prisión á los que tan jactanciosos se mostraban.

En todo este tiempo Cádiz y Sevilla estaban siendo teatro, especialmente la primera, de la más viva agitación, de disidencias graves y de muy serios temores. Las sociedades secretas habían movido aquella inquietud, y las sociedades secretas la sostenían. Mas para que la confusión fuese mayor, odiábanse entre ellas mismas y hacíanse mutua guerra, y entre los individuos de una misma sociedad todo reinaba menos la fraternidad y la armonía. La de los comuneros era una hija que desgarraba las entrañas de su madre, y trabajaba por destruir la de los masones de que había nacido. De entre los masones habíalos que se arrimaban mucho á los comuneros, calificando ya de tibia su misma secta, y habíalos que por huir de este extremo casi se confundían con los moderados del temple de Argüelles. Los de Cádiz y Sevilla se declararon de hecho fuera de la obediencia de la autoridad suprema de la secta que residía en Madrid, porque la veían inclinada á defender al gobierno. Los diarios devotos de cada sociedad sostenían y avivaban esta guerra: tenían los masones El Espec tador, los comuneros El Eco de Padilla; eran en favor del gobierno El Universal y El Imparcial. Pero había además en Cádiz un periodista que hacía alarde de abogar, en estilo tan atrevido como grosero, por las ideas más extremadas. Era un ex religioso de estragadas costumbres, que escribía con el seudónimo de Clara-Rosa, jactándose con desvergüenza inaudita de haberle formado de los nombres de dos mujeres con quienes había tenido tratos amorosos. Este indigno eclesiástico fué preso cuando se restableció el orden; á poco tiempo murió, y sus parciales le hicieron un entierro propio de quien había vivido tan apartado de todo lo que la religión y su estado le prescribían.

La resistencia de Cádiz y Sevilla, aunque provocada por los exaltados de las sociedades, estaba sostenida hasta por los mismos constitucionales de orden, que en la alternativa de desear, ó el triunfo del gobierno, ó el de la rebelión, aunque les pareciese injusta, inclinábanse á esto último, siquiera porque suponían salvarse así la causa de la revolución, mientras de la victoria del gobierno temían que resultase la preponderancia de los enemigos del sistema constitucional, y que saciaran en los liberales su sed de venganza Pero al propio tiempo pesaba ya á los mismos incitadores á la desobediencia haber llevado las cosas más allá de lo que se habían propuesto. De todos modos pasáronse días muy amargos, no sólo en aquellas poblaciones, sino en toda la extremidad meridional de Andalucía, hasta que sabidos los últimos acuerdos de las cortes, la sociedad secreta de Cádiz, de que parecía depender todo, creyó llegado el caso de hacer la sumisión, cuya noticia fué recibida con júbilo, y más de parte de aquellos, incluso el mismo comandante general Jáuregui, á quienes semejante situación se había hecho insufrible.

De este modo se vivía, entre agitaciones y turbulencias, ó simultáneas ó sucesivas, aprovechándose las facciones realistas de estas discordias de

los liberales, que redundaban en descrédito de la libertad y en pro de sus enemigos, trayendo unos y otros hondamente perturbado el país. Las cortes volvieron después de aquel incidente á las tareas que constituían el objeto de su convocatoria.

Reclamaba imperiosamente su atención, y á ello la consagraron también, el estado de las provincias de Ultramar, emancipadas ya unas, pugnando y en vías de conseguir su emancipación otras. Difícil era todo remedio que no fuese reconocer su independencia, sacando de él todo el partido posible, que entonces podía ser grande. Mas ni el gobierno ni las cortes entraban en este remedio, heroico pero necesario, hasta por motivos y razones constitucionales, no permitiendo la Constitución enajenar parte alguna del territorio de las Españas. El rey no quería desprenderse del dominio, siquiera fuese ya nominal, de aquellas provincias. Creían muchos todavía poderlas traer á una reconciliación y pacificación. La comisión y el gobierno andaban discordes en las medidas; recibió algunas modificaciones el dictamen, y se consagraron algunos días á su discusión. Hacía poco que el general O'Donojú, enviado de virrey á Nueva España, había ajustado con don Agustín Itúrbide el célebre tratado de Iguala, por el que en cierto modo se reconocía la independencia de Méjico. Equivocáronse los estipulantes, y principalmente O'Donojú, en creer que este tratado obtendría el asentimiento del rey y de las cortes españolas. Por último acordaron éstas el remedio, tardío, y por lo tanto infructuoso, de enviar nuevos comisionados á Ultramar, encargados de oir las proposiciones de los americanos y tratar sobre ellas, siempre que no fueran basadas sobre la independencia de aquellos dominios, transmitiéndolas al gobierno de la metrópoli, el cual las pasaría inmediatamente á las cortes para que resolvieran lo conveniente (1).

(1) El señor Golfín presentó una proposición ó proyecto de convenio sobre las bases siguientes:

1. Las cortes reconocen en general la independencia de las provincias continentales de las dos Américas españolas, en las cuales se halle establecida de hecho.

2. Desde la fecha de este reconocimiento cesarán las hostilidades entre ambas partes por mar y tierra.

3. Desde este día para siempre habrá paz y perfecta unión y fraternidad entre los naturales americanos y españoles, y una alianza perpetua é inalterable entre los gobiernos establecidos en ambos hemisferios.

4. Los españoles en América y los americanos en España gozarán de iguales derechos y de la misma protección que para los naturales concedan las leyes en cada país respectivo.

5. Los tratados de comercio entre ambos países se arreglarán por medio de una negociación particular, etc.

Seguían otras menos importantes, hasta las dos últimas, que decían:

14. Se establecerá una confederación compuesta de los diversos estados americanos y la España, y se titulará Confederación hispano-americana; debiendo ponerse á su cabeza el señor don Fernando VII, con el título de Protector de la gran Confederación hispano-americana, y siguiéndole sus sucesores por el orden prescrito en la Constitución de la monarquía.

15. Dentro de dos años, ó antes si ser pudiese, se hallará reunido en Madrid un Congreso federal, compuesto de representantes de cada uno de los diversos gobiernos español y americanos, debiéndose tratar en dicho Congreso todos los años sobre los

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