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humilde y bochornosa carta en que les decía: «Contad siempre con mi amistad, y creed que las victorias vuestras, que miro como mías, no podrán aumentarla, como ni los reveses entibiarla.. He mandado á cuantos agentes tengo en las diversas naciones que miren vuestros negocios con el mismo ó mayor interés que si fueran míos... Sea desde hoy, pues, nuestra amistad, no sólo sólida como hasta aquí, sino pura, franca y sin la menor reserva. Consigamos felices triunfos para obtener con ellos una ventajosa paz, y el universo conozca que ya no hay Pirineos que nos separen cuando se intente insultar á cualquiera de los dos.» ¿Habría podido decir más á Luis XIV su nieto el primer Borbón de España?

En cambio Rusia nos declaró al fin la guerra, y Carlos IV dijo al mundo que los vínculos de amistad entre Francia y España, cimentados en sus mutuos intereses políticos, habían excitado los celos de las potencias de la coalición, que bajo el quimérico pretexto de restablecer el orden se proponían turbarle más, y despotizar las naciones que no se prestaban á sus ambiciosas miras. ¡Qué extraño lenguaje!

¿Podía suponerse que la corte de España fuese menos obsecuente con el gobierno consular que lo había sido con el Directorio? Como el primer cónsul se disgustase de cierta repugnancia que halló en el gabinete de Madrid á ejecutar una de sus primeras pretensiones, dióse prisa nuestro gobierno á desenojarle poniendo á su disposición naves y dinero, y enviando á Turquía un embajador con la misión expresa de persuadir al Sultán á que hiciese la paz con Francia.-Y si esto acontecía cuando empezaba á ejercer su influjo el planeta venido de Oriente, ¿qué se podía esperar cuando Bonaparte, vencedor del Austria en Marengo, dueño de Italia, omnipotente en Francia, trocado de enemigo furioso en amigo apasionado el emperador de Rusia, convertidas por maña y artificio suyo las potencias del Norte de aliadas en enemigas de la Gran Bretaña, sujeto y humillado el imperio austriaco con la paz de Luneville, desplegaba aquella fuerza de poder que amagaba ser irresistible?

Y sin embargo, no emplea Bonaparte ni la fuerza ni el poder para tener sumisos á su voluntad á los monarcas españoles. Halaga primero el gusto, la vanidad ó el capricho del rey, de la reina y del príncipe de la Paz, que retirado en apariencia había vuelto á recobrar la privanza. Crúzanse entre unos y otros regalos y presentes, ya de vistosas joyas y elegantes y femeniles adornos, ya de brillantes armas, ricos palafrenes y rozagantes caballos, de que acá los reyes y el valido hacen ostentación pueril, allá el primer cónsul hace alarde político, mostrando al mundo cómo distingue y lisonjea un soberano de la estirpe de Borbón al primer magistrado de la república destructora de los tronos borbónicos.

Así fascinados nuestros reyes con este al parecer insignificante señuelo, explota Bonaparte con astucia uno de los flacos de la reina María Luisa, su pasión de familia: ofrécela para su hermano el infante duque de Parma un aumento de territorio en Italia, de aquel territorio que acababa de conquistar y le costaba poco ceder. Noble ofrecimiento, si fuese desinteresado. Pero en cambio pide, y el gobierno español le otorga, la devolución de la Luisiana á la Francia, poner á su disposición en los puertos españoles seis navíos de guerra completamente armados y equipados, y

hasta hacer la guerra al Portugal para obligar á este reino á ponerse en paz con la república y á romper con Inglaterra. El tratado de San Ildefonso de 1.o de octubre de 1800 en que esto se estipuló, no fué menos funesto y humillante para España que el tratado de San Ildefonso de 18 de agosto de 1796: iguales las protestas de adhesión, é iguales poco más ó menos los compromisos; pero el segundo no escandalizó tanto como el primero, porque no le firmó el príncipe de la Paz.

Si se quería encontrar la escuadra española, había que buscarla en Brest, unida y como atada á la escuadra francesa, y á las órdenes del primer cónsul, pero costando á España caudales inmensos. Si el ministro Urquijo y el embajador y jefe de escuadra Mazarredo intentaban traerla á Cádiz, ó al menos impedir que sirviera para los planes de Bonaparte sobre Malta ó Egipto, Bonaparte reclamaba de Carlos IV la separación del ministro de Estado y la del célebre marino y embajador. Si el monarca español difiere un poco el complacer al cónsul francés, venía su hermano Luciano, y presentándose con botas y espuelas en la regia cámara del real sitio del Escorial ante el rey de España y de las Indias, reclamaba el cumplimiento de la voluntad de su hermano: á poco de su brusca entrevista, el ministro Urquijo marchaba hacia el panteón de los ministros caídos, á la ciudadela de Pamplona, y el insigne Mazarredo era exonerado de sus dos cargos de embajador de París y de general en jefe de la escuadra de Brest, y se retiraba á Bilbao á devorar sus penas. Bonaparte era primer cónsul de la república francesa, y primer jefe y mandatario de la monarquía española.

El haber hecho Bonaparte á los infantes de España reyes de Etruria se pagó con los tratados de Aranjuez y de Madrid, el uno distribuyendo las fuerzas navales españolas en unión con las francesas para las expediciones del Brasil y de la India, de Irlanda, de Trinidad y Surinam, el otro para hacer la guerra el monarca español á sus propios hijos los príncipes regentes de Portugal, porque así convenía á la Francia. El ministro Cevallos que había sucedido á Urquijo se lamentaba de las pretensiones desmedidas de la república, y del partido que sacaba de nuestra debilidad y de nuestra sumisión, y sin embargo él fué quien firmó el tratado de Madrid. Quejábase de las debilidades de otros, y claudicaba como ellos. Tres ministros habían llevado el timón del Estado desde la caída del príncipe de la Paz en 1798 hasta el convenio de Madrid en 1801. Perplejo se vería el que hubiera de fallar quién de los cuatro había sido más dócil, y en cuál de las cuatro épocas estuviese Carlos IV más sumiso y la España más humillada ante el gobierno de la vecina república. ¿Sería ya una fatalidad ver á Godoy repuesto en la privanza de los reyes, nombrado generalísimo de los ejércitos españoles, y general en jefe de los que habían de operar en Portugal, inclusas las tropas auxiliares francesas?

La guerra de Portugal, llamada burlescamente la guerra de las naranjas, por una frase indiscreta dicha con pretensiones de galantería, de que se apoderó el vulgo, fué tan breve como era de esperar de la desigualdad de las naciones contendientes. Francia sacó del tratado de paz que los puertos de aquel reino se cerraran á los buques y al comercio de Inglaterra; España sacó la incorporación de Olivenza y su distrito á la corona de

Castilla. Pero el primer cónsul francés, que aspiraba á más ventajosas condiciones, se enoja con Carlos IV y con los negociadores del tratado de Badajoz, y suelta amenazas contra nuestra nación si el ajuste no se revisa y mejora. La verdad exige que digamos, y complace el poder decirlo, que en esta ocasión, aunque tardíamente, se condujeron con dignidad y entereza el rey, el ministro Cevallos y el príncipe de la Paz, respondiendo á las arrogantes conminaciones del francés con valentía y altivez española.

¿Qué importa que al lado de esto tuvieran Carlos IV y Godoy, el uno la flaqueza de querer erigir á Olivenza y su territorio en ducado para premiar al valido, el otro la debilidad de aceptar dos banderas para vincularlas y añadirlas á los blasones de sus armas, y un sable guarnecido de brillantes y orlado de una inscripción pomposa, como recompensa de hazañas bélicas que no habían existido, á un general que no era guerrero, y por una campaña que á juicio del público sólo había sido jugar por unos días á la guerra y á los soldados? Sobre no conducir tales miserias al objeto de nuestra revista, al fin eran más inocentes que la de obligar después Bonaparte á aquel pobre reino á pagar veinticinco millones de francos á la Francia, y la de entrar más de la tercera parte de esta suma en el bolsillo privado del cónsul, como entró en el del negociador el valor de los diamantes de la princesa del Brasil, si los escritores de su nación que lo estamparon dijeron verdad.

Pero sigamos el hilo de nuestras desdichas nacionales, no de las fragilidades de los individuos.

No perdonó Bonaparte al gobierno español aquella firmeza que no esperaba, como quien no estaba á ella acostumbrado. La venganza no se hizo aguardar mucho, y no correspondió ciertamente á la noble manera como suelen recibir los grandes hombres los arranques de dignidad, aun viniendo de adversarios, cuanto más de amigos. Llegada la época de las paces generales, ajustados en Londres los preliminares de la Francia é Inglaterra, la única potencia que en ellos quedó sacrificada fué la más fiel aliada y la más íntima amiga de la república, la España, pactándose en sus artículos que quedaba en poder de Inglaterra la isla española de la Trinidad. ¡Qué injustificable venganza la del primer cónsul! ¿Y qué sirvió á nuestro embajador Azara la enérgica y sentida nota que pasó al ministro Talleyrand demostrando la injusticia y la ingratitud de la Francia con la nación á que debía servicios tan señalados y sacrificios tan repetidos y costosos? ¡Estéril oferta la que le hicieron de apoyar su justa reclamación en el congreso de Amiéns congregado para celebrar la paz definitiva! Allá fué el caballero Azara, confiado en este ofrecimiento. Cerrados encontró á su demanda los oídos del representante británico, y en el artículo 3.o de la paz de Amiéns (1802) quedó estipulado que la Gran Bretaña conservaría nuestra isla de la Trinidad. ¡Y todavía Bonaparte tuvo la dureza de obligar al gobierno español á enviar sus naves juntamente con las de Francia á someter y recobrar para esta nación la isla de Santo Domingo!

Así iba la desgraciada España sufriendo humillaciones, perdiendo territorios, consumiendo caudales, extenuándose en fuerzas, rebajándose en consideración, enemistándose con la Europa monárquica, gastando su vitalidad, debilitándose dentro y enflaqueciéndose fuera, aun en los perío

dos en que quiso dar alguna señal de firmeza y de intentar sacudir su postración. Esfuerzos impotentes, como los movimientos fugaces de vigor de un cuerpo por una larga y lenta fiebre consumido Si desde el tratado de San Ildefonso hasta la paz de Campo-Formio no había sacado España de su alianza con la república sino descalabros, desastres y humillaciones, humillaciones, desastres y descalabros le valió solamente desde la paz de Campo-Formio hasta la de Amiéns su malhadada amistad con la república francesa. Las consecuencias del tratado de San Ildefonso iban siendo para Carlos IV como las del Pacto de Familia para Carlos III.

III

La elevación de Bonaparte á dictador de la Francia bajo el título de cónsul perpetuo coincide con el segundo ministerio del príncipe de la Paz en España, restablecido, y más que nunca arraigado en la privanza de los reyes. Ídolo y jefe de una gran nación entonces el uno, asombro de la Europa, á la cual había logrado con sus grandes hechos tener en respeto y aun obligado á pedir reconciliación; malquisto en su propio país el otro, y al frente de una nación empobrecida y de un gobierno débil y entre sí mismo desavenido, cualesquiera que fuesen las relaciones entre estos dos desiguales poderes, íntimas ó flojas, amistosas ú hostiles, de todos modos habría sido temeridad esperar que fuesen propicias á España. No eran en verdad cordiales las que á la sazón mediaban entre Napoleón y Godoy. Aquél no perdonaba á éste el tratado de Badajoz: los enlaces entre los príncipes y princesas españoles y napolitanos no habían sido del gusto de Bonaparte, en cuya cabeza había bullido otro muy diferente pensamiento, otro muy distinto proyecto personal: la incorporación de la orden de Malta á la corona tampoco había sido de su agrado; y el empeño de Bonaparte en introducir libremente las manufacturas francesas en España fué á su vez contrariado por Godoy. No era Napoleón de los poderosos que disimulan los desaires de los débiles, y ¡ay de los débiles si entra la venganza en el propósito de los poderosos!

No se trataba de rompimiento, ni le convenía á Bonaparte. Pero propúsose primero mortificar al rey y al ministro español ó con desprecios ó con inmoderadas y degradantes exigencias, para humillarlos después y humillar á la nación forzándolos á sucumbir á pactos bochornosos. Agre gando á Francia el territorio de Parma, burlóse de las ofertas hechas á los reyes de España y á sus hijos los reyes de Etruria. Vendiendo la Luisiana á los Estados-Unidos, faltó descaradamente á la palabra empeñada en un tratado con el gobierno español. Exigiendo de Carlos IV que aconsejase á sus parientes los Borbones de Francia la renuncia de sus derechos al trono de aquella nación, pretendía hacerle faltar á los sentimientos del corazón, á los afectos de la sangre y á la dignidad de rey. Queriendo prohibir en los diarios españoles la inserción de los debates del parlamento inglés y de toda noticia desfavorable á Francia, intentaba ejercer una tiranía inusitada é intolerable, á que no era fácil imaginar se atreviese nunca ningún poder extraño. Establecido un campamento en Bayona, amenazaba con próxima guerra á España si no accedía á todos sus deseos

y antojos. Y escribiendo á Carlos IV una carta revelándole secretos deshonrosos á su trono y á su persona, y poniéndole en la forzosa alternativa, ó de retirar su confianza al favorito, ó de franquear el paso por su reino á un ejército francés destinado á invadir el Portugal, mostraba estar resuelto á llevar su encono hasta atropellar toda consideración y hasta violar el sagrado de la honra y del interior de la familia. ¿Qué se podía esperar de esta disposición de ánimo de Bonaparte?

Rota de nuevo, á poco de la paz de Amiéns, la guerra entre Francia y la Gran Bretaña, y cuando el gobierno español había tomado una vez siquiera el partido prudente de permanecer neutral, Napoleón, explotando su inmenso poder y nuestra deplorable flaqueza, nos vende como un señalado favor la aceptación de esta neutralidad; ¿pero con qué condiciones? Obligándose al rey de España á destituir de sus empleos á los gobernadores de los departamentos marítimos de quienes aquél decía haber recibido agravios, á franquear los puertos españoles á las flotas de la república y cuidar de su reparación y armamento, y sobre todo á pagar á la Francia un subsidio de seis millones mensuales, con otras cláusulas no menos humillantes y vergonzosas (1803). Por escarnio parecía haberse puesto el nombre de neutralidad á este singular convenio, que sobre comprometernos á aprontar caudales que no teníamos, nos dejaba expuestos á todos los rencores de la Inglaterra.

Más ó menos fundadas las quejas y reclamaciones de esta nación, veíaselas venir, y nadie las podía extrañar. Lo que no podía esperar, ni aun imaginar nadie, fué el acto horrible de ruda venganza, el atentado del cabo de Santa María contra las fragatas españolas que venían de América, inicua alevosía que levantó un grito de indignación en Europa, escandalosa infracción del derecho de gentes consentida por su gobierno, y acremente anatematizada por la misma imprenta británica que no había abdicado los sentimientos de justicia y de pudor. La guerra era ya inevitable, y la guerra fué declarada (1804). Consecuencia de este nuevo compromiso fué echarse de nuevo España en brazos de Napoleón, que á tal equivalía el humillante tratado de París (4 de enero, 1805), por el cual se comprometió España á tener armados y abastecidos por seis meses y á disposición del jefe de la Francia treinta navíos de línea en los puertos del Ferrol, Cádiz y Cartagena, con su correspondiente dotación de infantería y artillería, prontos á obrar en combinación con las escuadras francesas. ¿Adónde se los destinaba, y cuáles iban á ser las operaciones? El gobierno español no lo sabía; el emperador se reservaba explicarse en el término de un mes. Lo único que sabía nuestro gobierno era que no podía hacer paz con Inglaterra separadamente de la Francia.

Otra vez la empobrecida España en guerra con una nación poderosa, y uncida con los ojos vendados á la coyunda de otra nación, si poderosa también, pero amenazada de la tercera coalición europea. Tras los pasados yerros, tras la larga serie de las anteriores debilidades, ¿podía la España en este nuevo conflicto desprenderse de las ligaduras que la tenían atada á la voluntad de un poder extraño? Si le había faltado valor para ello cuando este poder era una Convención semianárquica, ó un Directorio combatido y vacilante, ó un Consulado temporal é inseguro, ¿cómo había

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