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de tenerle ahora que el poder era el gran genio de Napoleón, recién investido de la púrpura imperial por los votos de tres millones y medio de franceses, y rodeado de un prestigio que le hacía aparecer omnipotente?

Surca, pues, la escuadra franco-española los mares del Nuevo-Mundo, porque así lo ha ordenado Napoleón, y cuando Napoleón lo ordena da la vuelta á Europa. ¿Cuál era el objeto de estas evoluciones? El general español, los ministros de Carlos IV, el soberano mismo, todos lo ignoraban. Sólo sabían que estaban ayudando á los planes gigantescos del emperador de los franceses, cuyos planes tampoco conocían sino por el rumor público. ¿De qué servía que el ilustre Gravina combatiera con pericia y con bravura al frente de la escuadra española, y que el mismo Napoleón dijera que los españoles se habían batido en Finisterre como leones, si todo lo frustraba la ineptitud y la cobardía del almirante francés Villeneuve? Y tomando los acontecimientos en más ancha y general escala, ¿qué provecho sacaba España de que el nuevo emperador su amigo y aliado, suspendiendo unas y realizando otras de aquellas maravillosas concepciones con que dejaba atónito al mundo, sorprendiendo con su aparición y la de su grande ejército en el corazón de Europa, ganando el portentoso triunfo de Ulma, aterrando con la famosa batalla de Austerlitz, desmoronando imperios y humillando emperadores, convirtiera en quiméricos los grandiosos planes de las potencias por tercera vez confederadas, y las obligara á firmar la paz de Presburgo?

Mientras Napoleón orlaba así su frente con tantas y tan gloriosas coronas, la España, su aliada y amiga, sufría el gran desastre, la catástrofe sangrienta, deplorable y honrosa á la vez, que acabó con el poder naval de la nación española. La España de Felipe II y de la armada Invencible; la España de Lepanto y de don Juan de Austria, vió sucumbir su poder marítimo con Carlos IV en las aguas de Trafalgar (1805). El historiador español no puede pronunciar este nombre sin lágrimas en los ojos y sin orgullo en el corazón. Lágrimas para llorar el infortunio; orgullo para ensalzar la honra que de la batalla sacó el pabellón de Castilla, aunque en sangrentado. Nuestra fué la desgracia, pero también fué nuestra la honra: otros compartieron con nosotros honra y desgracia: pero no todos pudieron decir como los españoles: «Salimos ilesos de culpa.» Que no pelearon con menos heroísmo en Trafalgar los insignes marinos Gravina, Álava, Escaño, Valdés, Cisneros, Galiano y Churruca, que habían peleado en Lepanto, con más propicia fortuna, don Juan de Austria, don Álvaro de Bazán, Cárdenas, Córdoba, Miranda, Ponce de León, y otros que entonces como ahora honraron los fastos de la marina española.

Y como el infortunio de Trafalgar fué una de tantas consecuencias del funesto tratado de alianza de San Ildefonso, por eso no puede leerse sin pena y sin rubor la felicitación que el mismo autor del tratado, el prínci pe de la Paz, dirigió á la Majestad Imperial y Real de Napoleón por sus triunfos, ensalzando sus hazañas sobre las de Alejandro, César y CarloMagno. Ni esta gratulatoria estaba en consonancia con el apenado espíri tu del pueblo español, ni tan exagerados parabienes honraban á quien pagaba con adulaciones recientes ofensas, ni con tales lisonjas logró el de

la Paz desarmar el brazo del gigante á quien había irritado. Se arrodilló ante el ídolo, y no alcanzó su indulgencia.

El nuevo Carlo-Magno de la Francia (que á éste más que á otro alguno. de los héroes y emperadores de la antigüedad quería Napoleón asemejarse) propónese hacer como él un nuevo imperio de Occidente; derriba antiguos tronos, crea y organiza nuevos estados y monarquías, como antes creó nuevas repúblicas, reparte territorios y distribuye coronas entre sus hermanos, deudos y servidores, haciendo de ellos otros tantos feudos del imperio. Fomenta la disolución del antiguo cuerpo germánico, y forma y pone bajo su protectorado la Confederación del Rhin. Entre los monarcas destronados se cuentan Fernando de Nápoles y la imprudente reina Carolina, sentenciada hacía tiempo á pagar de este modo sus indiscretas provocaciones. El repartidor de tronos sienta en el de Nápoles á su hermano José, y al comunicarlo secamente á Carlos IV le insinúa que tal vez le obliguen las circunstancias á tomar igual resolución con la Etruria, donde reinaban los hijos del rey de España por la gracia de Dios y la voluntad de Napoleón. ¿Alzará este nuevo desengaño la venda que cubría los ojos de Carlos IV? ¿Podrá pensar ahora en reclamar sus derechos al trono de Nápoles, como cuando se formó de él la república Parthenópea, ó tendrá que cuidar de que no corra el suyo propio la misma suerte? ¿Quién puede señalar los límites de los proyectos de Napoleón? ¿Quién conoce su pensamiento, y qué soberano puede decir: «Yo estoy seguro en mi solio?» De contado el que en el tratado de París de 4 de enero de 1805 garantizó á S. M. C. la integridad de su territorio de España (artículo 6.o), ofreció en 1806 á Rusia dar las Islas Baleares al príncipe real de Nápoles, y así se estipuló en el tratado de 20 de julio entre los dos imperios. ¿Qué era para él la fe de los tratados, qué los compromisos solemnes, qué la palabra imperial empeñada, y en qué código fundaba su derecho de regalar á otro el territorio de un soberano amigo, y cuya integridad había además garantido?

Algo abrieron con esto los ojos Carlos IV y el príncipe de la Paz. Pero en tanto que ellos discurren el dificilísimo medio de salir de este camino de perdición, Napoleón emprende la prodigiosa campaña de Prusia, y con la memorable batalla de Jena castiga duramente el inoportuno y loco entusiasmo patriótico de aquel reino, deshace la secular monarquía de Federico el Grande, ocupa á Berlín, y ebrio de ambición, de poder y de orgullo, da el terrible y monstruoso decreto del bloqueo continental. Encuentra estrecha y mezquina para la grandeza de su genio la dominación. de Italia, de Holanda y de Alemania, y remontando su vuelo como el águila que ha tomado por emblema, avanza al Vístula y al Niemen, triunfa en los nevados campos de Eylau, gana á Dantzig, ahoga el ejército ruso en Friedland, y después de humillar á los dos soberanos Alejandro y Federico Guillermo, los obliga á firmar la famosa paz de Tilsit (1807), en uno de cuyos artículos secretos se pactó que José, rey ya de Nápoles, lo sería de las Dos Sicilias, cuando los Borbones de Nápoles hubiesen sido indemnizados con las Islas Baleares ó la de Candía, después de lo cual tornóse á Francia rodeado de brillo, y considerado como el dominador del continente.

De esta manera, si desde el tratado de San Ildefonso hasta la paz de Campo-Formio, y desde la de Campo-Formio hasta la de Amiéns, no había sacado España de su malhadada alianza y su leal amistad á la república francesa sino desaires, humillaciones y descalabros, desde la paz de Amiens hasta la de Tilsit no recogió sino desdichas é infortunios. Y si funesta le fué la unión con la Francia republicana, en sus formas de Convención, de Directorio ó de Consulado, íbale siendo todavía más funesta la unión con la Francia imperial.

Teniendo por aliado al grande emperador de los franceses, que todo lo subyugaba en Europa, tuvo España que defender ella sola, y con sus propias fuerzas, sus colonias del Nuevo Mundo, contra las expediciones marítimas de la vengativa y codiciosa Inglaterra. Debido fué, no á auxi lio alguno que recibiéramos de nuestro poderoso aliado, sino al heroico patriotismo del ilustre Liniers, al arrojo de nuestros marinos y á la lealtad y decisión de nuestros hermanos de América, que los ingleses fueran escarmentados y que se salvara Buenos-Aires. Napoleón felicitó por ello á Carlos IV; pero ¿dónde estaban las escuadras francesas que con arreglo al tratado de París debían obrar en combinación con nuestras fuerzas marítimas para mantener la integridad de los dominios españoles? El emperador felicitaba, pero no socorría; enviaba parabienes, pero no cumplía los tratados. ¡Ah! El que se obligó en París á mantener la integridad de nuestro territorio, disponía en Tilsit de nuestras Baleares como si fuesen propiedad suya de libre dominio!

IV

Si útil es la investigación é importante el conocimiento de los sucesos históricos, y este conocimiento puede servir y sirve de saludable enseñanza á los hombres, ¡de cuánta más enseñanza, y cuánto más importante y útil es la investigación y el conocimiento de las causas que los produjeron y de los móviles que impulsaron á los que en ellos fueron principales actores! ¡Ojalá fuera siempre posible descubrir los ocultos resortes que dan movimiento y acción á los hechos públicos, y sin cuyo conocimiento aparecen éstos las más veces incomprensibles!

Por eso, y por parecer incomprensible la desigual conducta, así del monarca español y de su ministro favorito como del emperador de los franceses, y sus recíprocas contradicciones en el período á que llegamos en nuestro examen, á no atribuirlo en unos y otros á veleidad de carácter que ni existía ni se debe sin motivo suponer, por eso hemos procurado en nuestra historia investigar, y creemos haber conseguido descubrir, las causas de aquella alternativa de actos de debilidad y de arranques de fortaleza, de altivez y de sumisión, de humillación y de dignidad, de docilidad y de resistencia, de benevolencia y acritud, de amenazas y reconciliaciones, de amistad y enemistad que se observaba entre los mencionados personajes, y de cuyo juego salía siempre perdiendo, como más débil y menos mañosa, la desgraciada España.

Las prevenciones y la enemiga del pueblo español contra el príncipe

de la Paz, fomentada por los que, ó por verdadero patriotismo y amor á la dignidad y decoro del trono, ó por especiales resentimientos, aborrecían su administración y su privanza; la aversión nuevamente producida por su enlace con princesa de regia familia, y aumentada con el escándalo de otras amorosas y simultáneas relaciones; los planes de loca ambición que con más ó menos verosimilitud le eran atribuídos; los celos del príncipe de Asturias, y el partido que en palacio y en la corte á la sombra del heredero del trono se había ido formando; las acusaciones bochornosas para la majestad misma, de que sin miramiento á la honra ni al recato se le hacía objeto; los crímenes, acaso inventados por el odio femenil, y denunciados por la princesa de Asturias, á cuyo matrimonio. con Fernando se había opuesto el de la Paz; todo esto movió al odiado favorito á buscar apoyo y protección en el soberano de aquella nación aliada, amigo cuando era cónsul, enemigo cuando vistió la púrpura imperial, enojado por el convenio de Badajoz, é irritado por ciertos rasgos de entereza de Carlos IV y de Godoy.

No venía mal á Napoleón este cambio de conducta del monarca y del valido español. Amenazábale una nueva coalición europea, y conveníale tener por amiga á España y que sirviese de distracción á Inglaterra: el matrimonio del príncipe Fernando con la princesa napolitana María Antonia se había hecho á disgusto suyo: era María Antonia hija de la reina de Nápoles, de la imprudente Carolina, la amiga de los ingleses y enemiga irreconciliable de la Francia, que tan inoportuna y locamente provocó las iras de Napoleón, expiando su locura con la pérdida de la corona; la madre y la hija se correspondían y conspiraban contra Napoleón y contra Godoy; el emperador francés interceptaba las cartas y las denunciaba al ministro español; el valido las confiaba á la reina María Luisa; en este horno de intrigas y de peligros, era de recíproca conveniencia de Bonaparte y de Godoy entenderse y aunarse deponiendo recientes desabrimientos Esto explica el tratado de enero de 1805, en que, bajo la apariencia de iguales garantías para asegurar mutuos intereses, quedaba, como siempre, sacrificado el más débil. ¿Que importaba á Godoy atar de pies y manos á la España al carro de Napoleón si en él encontraba un escudo para guarecer su persona de las conspiraciones de palacio?

Un vago ofrecimiento de Napoleón al príncipe de apoyarle y protegerle contra todos sus enemigos interiores y exteriores, si le ayuda con celo y eficacia en la lucha con Inglaterra, despierta en Godoy un pensa miento ambicioso, verdadero principio de aquel desvanecimiento que le perdió á él y puso á España al borde de su total pérdida y ruina. Su agente. diplomático en París alimenta sus delirios y acalora más su fantasía. Ya se figura poder privar de la sucesión de España al príncipe Fernando de acuerdo con Napoleón; ya se considera con títulos á ser uno de los partícipes en el repartimiento de estados y coronas que aquél estaba haciendo. Esto explica la ciega sumisión de Godoy á Napoleón desde enero de 1805 á octubre de 1806; como aquel «cuyo reconocimiento hacia Su Majestad Imperial y Real era ilimitado:» como quien «estaba dispuesto a hacerse objeto de las bondades de Su Majestad Imperial y Real y la obra de su benevolencia.» Entonces volvieron las finezas y presentes de cruces, ban

das y toisones, como antes lo fueron de retratos y caballos. Entonces no se reparaba en sacrificar tesoros y armadas, con tal que el holocausto sirviera á mantener propicio el ídolo.

¿Pero eran acaso estas esperanzas sueños ó ilusiones del príncipe de la Paz? ¿Podrían en último término quedar, como quedaron, en ello convertidas? Mas es lo cierto que entretanto eran objeto de serias y formales negociaciones entre uno y otro, en que intervenían también de una y otra parte ministros y agentes diplomáticos; negociaciones largo tiempo seguidas, y que comenzaron por un proyecto de regencia en Portugal ó en España para el príncipe de la Paz, y acabaron por destinarle una soberanía y un estado independiente en aquel reino, cuya conquista había de hacerse por las armas francesas y españolas reunidas. El partido era tentador, halagueño el incentivo, el aliciente grande, y más para quien estaba sosteniendo aquí incesante y fatigosa lucha con tantos y tan porfiados enemigos, trabajando sin tregua por derribarle.

Mas como Napoleón diera un corte á estos tratos, dejándolos, más que pendientes, abandonados al parecer, por atender con preferencia á lo que le importaba más, que era lo de Inglaterra, Alemania y Rusia, y para emprender aquellas prodigiosas campañas que le hicieron casi el árbitro de las naciones y casi dueño del continente europeo, túvose Godoy por bur lado, vió escapársele de entre las manos la corona y la soberanía de los Algarbes que ya creía tocar, enojóse con su mismo negociador Izquierdo á quien tachaba y reconvenía de descuidado y flojo, agrióse con el emperador, á quien acusaba de falaz y de embaidor, y todos los halagos, y todos los rendimientos, y toda la sumisión de antes se trocaron otra vez en odio y animosidad. Esto explica el nuevo cambio de política del favorito de los reyes españoles, y que entonces debió parecer incomprensible novedad; su conato de unir la España á las potencias coligadas contra Napoleón, el envío de un comisionado especial á Londres para entablar tratos de paz con la Gran Bretaña, y la famosa proclama á los españoles (octubre, 1806); vergonzante grito de guerra, mezcla extraña de cobardía y de desesperada resolución, especie de logogrifo, que sorprendió á todos, y cuyo objeto sin darse á entender se dejaba traslucir.

De dos graves errores procedía este temerario paso del príncipe de la Paz: el 1.o de creer que los españoles habían de responder al llamamiento de una voz que no era simpática á sus oídos; el 2.o de calcular que la situación de Napoleón en el Norte iba á ser tan comprometida que de seguro era perdido tan pronto como España le volviera la espalda. Por un cálculo parecido habían dado antes un paso igual los reyes de Nápoles, y les costó el trono. Desde aquel día pudo preverse que igual sentencia había de ser pronunciada y se había de cumplir más ó menos tarde ó temprano sobre los monarcas españoles. Casi siempre decide del resultado de todas las resoluciones atrevidas la oportunidad ó inoportunidad.

Todo sucede al revés de los cálculos de Godoy. Triunfa Napoleón en Jena, en Eylau y en Friedland, y vuelve á París cargado de lauros, de gloria y de poder. Esto explica el cuarto ó quinto giro de la política del príncipe de la Paz; su empeño en explicar y en torcer ante los gabinetes de Europa el sentido de su malhadada proclama de octubre; el apresura

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