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der y por apartarle del lado de sus padres, y reducirle á la nulidad, y aun someterle à un juicio de cargos. Si á esto se hubieran concretado los conatos y esfuerzos de Fernando, habría procedido como hombre pundonoroso, y obrado como príncipe celoso de la dignidad del trono, como heredero solícito de la integridad de sus derechos, y como hijo cuidadoso de la honra paterna. Pero poner de manifiesto las flaquezas de sus reyes y de sus padres por desacreditar al valido, como lo hizo en más de un documento célebre; pero sacar á plaza, más de lo que ya estuvieran, las miserias interiores de la regia cámara so pretexto ó con el fin de hacer patente la criminalidad de las intimidades del privado; pero solicitar de un soberano extranjero como la suprema felicidad la honra de poder llamarse su hijo más obediente y sumiso; pero pedirle como la más señalada merced y el más insigne favor que le otorgara por esposa una princesa de su imperial familia, la que fuese más de su agrado, y poner en sus manos toda su suerte, que era como poner la del reino, y todo esto á espaldas y á escondidas de sus reyes y de sus padres, como lo hizo en las famosas cartas; pero tramar después ó consentir en tramas y conjuraciones para escalar anticipadamente el solio en que se sentaba todavía el autor de sus días, como se vió por los papeles tristemente hallados en la celda de San Lorenzo, esto revelaba un príncipe cual no queremos definir, y un hijo cual queremos dispensarnos de calificar.

Tuvo Fernando la desgracia, en aquella edad juvenil, pero ya no de la imprevisión, de rodearse de consejeros imprudentes Que su esposa María Antonia se adhiriera á su partido y á sus intereses y cooperara activa y eficazmente con él á la caída del privado, nada más natural ni más razonable. Pero los medios que para ello empleó no podían ser ni más impolí ticos ni más propios para atizar, cuando más para apagar, el fuego de la discordia. Por derribar al valido atribuía proyectos criminales á los padres de su esposo, y á su vez era ella acusada de planes no más inocentes contra sus soberanos. Conspirando desde el palacio de Madrid en favor de los ingleses, enemigos entonces de España, y contra Napoleón, aliado entonces de los monarcas españoles, descubierta por el emperador su correspondencia secreta con su madre la reina de Nápoles en que esto constaba, hizo á Napoleón más enemigo de Fernando á quien quería salvar, y más amigo de Godoy á quien intentaba destruir. Murió la joven princesa de Asturias dejando en peor estado la causa de su marido.

El canónigo Escoiquiz, el ayo y maestro de Fernando, su consejero y confidente más íntimo, y el jefe y como caudillo de sus partidarios, con infulas de hombre de letras, porque tenía algunas más que otros de los de su bando, con pretensiones de político, y con la presunción de poder ser un Fenelón de príncipes, era una de esas presuntuosas medianías, de esos hombres seudos-sabios que parecen destinados á convertir en malas las mejores causas, y á perder á los que por debilidad ó por escasa penetración tienen la desgracia de tomarlos por Mentores. Por su consejo se trocó indiscreta y repentinamente la política de Fernando de inglesa en francesa; él fué el instigador de las inteligencias secretas del príncipe de Asturias con el embajador francés, el consejero de la petición de una princesa de Francia para esposa, el inspirador de las humillaciones, y el

autor de las bochornosas cartas al emperador; él quien preparó y urdió la malhadada conjuración del Escorial; él quien dictó los mal pergeñados documentos que revelaban la conjura; y él en fin quien guió constantemente al príncipe por las enmarañadas y escabrosas sendas que le condujeron al precipicio, y le hubieran sepultado perpetuamente en el abismo si no le sacara de él la atrevida resolución y el robusto brazo del pueblo. Hemos hallado pocos consejeros de príncipes tan pretensiosos como el arcediano Escoiquiz, y pocos de más pobre y desventurado aconsejar. Y era el que des collaba en ingenio y travesura entre los confidentes de Fernando: por esta medida podrá juzgarse la talla de los demás,

Mirárase pues á la corte de los reyes padres; volviéranse los ojos á la cámara del príncipe heredero, ni en una ni en otra se encontraba elemento sano: non erat in ea sanitas. Vióse esto de un modo tangible en el miserable y afrentoso drama del Escorial. Por desdicha no es un suceso nuevo ni en la historia del mundo ni en los fastos de la de España descubrirse la conspiración de un príncipe contra su propio padre y saberano, y en las mismas celdas de aquel severo monasterio se había realizado cerca de tres siglos hacía una tragedia misteriosa y horrible entre un padre y un hijo, entre un soberano y un príncipe heredero. Celebramos de todo corazón que el drama del siglo XIX no tuviera el desenlace trágico que tuvo el del siglo XVI. Tampoco lo merecía: eran otros los personajes, otros los caracteres, otros los tiempos. Ni el príncipe Fernando de Borbón era el avieso príncipe Carlos de Austria, ni el rey Carlos IV era el inexorable e impasible Felipe II, ni al delito tardó ahora en seguir el arrepentimiento, ni era un criminal imperdonable el que sugerido por consejeros y maestros desacordados é hipócritas, á quienes tenía por virtuosos y sabios, acaso creyera legítimos los medios por la utilidad de los fines.

Pero lo que hubo de más miserable en el suceso del Escorial no fué la conspiración de súbditos más ó menos allegados al trono, que pudo nacer, ó de obcecación lamentable, ó de disculpable desesperación, hija de malos tratos y de injustas é irritantes postergaciones, y hasta del deseo de remediar escándalos y evitar calamidades. Lo más miserable fué la pobreza de ingenio en la trama, las bajezas, las humillaciones, las inconsecuencias, y la falta de carácter y dignidad, así de parte de los reyes y sus ministros, como del príncipe y sus parciales. Por eso dijimos que no había ni en una ni en otra cámara elemento sano y de provecho. Los papeles cogidos al príncipe, obra de Escoiquiz, y programa ridículo de conspiración, más parecen producciones de dómine pedante que instrucciones de conspirador político, con ribetes de consejero áulico y director de príncipes, y miras de enderezador de monarquías; y mostraban lo que podía prometerse el reino cuando el canónigo fuera el primer ministro de su pupilo hecho soberano. El primer Manifiesto de Carlos IV á la nación anunciando el crimen y el arresto de su hijo fué una indiscreción insigne, y su carta á Napoleón denunciándole el hecho como un monstruoso atentado, una revelación imprudentísima y una humillación imperdonable. Las cartas de arrepentimiento y de perdón de Fernando á su padre y á su madre, fuesen concepción suya, ó hiciéselas propias con su rúbrica y nombre, son dos pobrísimos documentos, no por la expresión del arrepenTOMO XVIII

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timiento, que éste era muy plausible, sino por la forma, que era lamentable. El segundo decreto del rey perdonando á su hijo y volviéndole á su gracia fué seguido de otra carta al emperador, como quien no se atrevía ni á castigar ni á perdonar á su propio hijo sin impetrar la anuencia imperial, ó por lo menos sin ponerlo á guisa de inferior en su superior conocimiento para que no le hiciera un cargo de omisión. La reina, negándose á escuchar á su hijo que se lo rogaba, no se mostró ni madre amorosa, ni reina indulgente. El papel de Godoy presentándose como mediador entre el hijo delincuente y los padres ofendidos é irritados, fuese sinceridad, ó fuese política, aparece el más noble en este triste drama.

Fernando, denunciando por sus nombres, después de obtenido su perdón personal, á los que llamaba sus pérfidos consejeros, entregándolos al fallo de un proceso y abandonándolos al rigor de la ley, daba un buen pago á los que habían comprometido sus cabezas por sacarle de lo que llamaban cautiverio y elevarle al trono. A bien que los jueces se encargaron de absolver como inocentes á los mismos que el príncipe denunciaba y las pruebas confirmaban como reos, y la ley condenaba como criminales. Verdad es que los jueces no hicieron sino seguir el ejemplo del ministro de Justicia Caballero, que después de declarar al príncipe merecedor de la pena capital por siete capítulos, descartaba de la causa cuantos documentos pudieran comprometer al primogénito de los reyes y á cuantos interesaba sacar á salvo. Envuelto y complicado en la causa el embajador francés, mandó el emperador que no se le mentara siquiera, so pena de su imperial venganza, y bastó para que ni siquiera se mentara su nombre. Aquellos pérfidos consejeros que el príncipe delató como instigadores y autores de la conjuración, contra los que el fiscal pedía la pena de muerte que la ley de Partida impone á los traidores, absueltos después por los jueces, estaban destinados á ser ministros de Fernando cuando fuera rey, y lo fueron. Con dificultad en los fastos de los tribunales se habrá visto nunca un proceso como el del Escorial.

Hemos visto lo que era el rey y la gente que privaba en su regia cámara, y lo que era el príncipe de Asturias y la gente que le dirigía y gobernaba su cuarto. El infante don Antonio era un varón tan simple como sencillo, y los hermanos del príncipe revelaban ya, cada cual según su edad, lo que habían de ser después. En medio de todo, conservábase sano el pueblo. Semejábase el pueblo español de entonces á un joven lleno de vigor, pero que no ha tenido ocasión de experimentarle y ponerle en ejercicio: de instintos patrióticos que necesitaban ser excitados para ser conocidos; con un fondo de independencia de que él mismo no se apercibía hasta que viera que se intentaba someterle á un yugo extraño; amante de la monarquía más que de los reyes, á quienes consideraba extraviados y dominados por un hombre que le era odioso Por eso, y porque se persuadió de que de allí procedían todos los males presentes y futuros, y con vivo deseo de remediar los unos y prevenir los otros, puso toda su esperanza y con ella todo su cariño en el príncipe heredero. Cariño y esperanza muy naturales, siendo Fernando el llamado por la ley á suceder en la corona, viendo en él aficiones y costumbres populares, considerándole injustamente tratado, y por lo mismo justamente ofendido del valido á

quien príncipe y pueblo por igual aborrecían, y suponiéndole dotado de las mejores prendas para ser un excelente rey.

Era, pues. Fernando para el pueblo un príncipe oprimido, víctima de la malquerencia del privado. Ídolo Fernando del pueblo, era á sus ojos punto menos que impecable. Si de las pruebas del proceso del Escorial resultaba criminal y rebelde, era el príncipe de la Paz el que lo había inventado y urdido todo para perderle y que no sirviera de obstáculo á sus escándalos y sus locas ambiciones. Mientras el pueblo creyó que los ejércitos franceses venían á derribar á Godoy y á libertar y proteger á Fernando, era Fernando quien tenía el mérito de haberlos traído á España, merced á su secreta amistad con Napoleón. Cuando sospechó que las tropas imperiales venían con intenciones siniestras y hostiles á España y á la dinastía, era el pícaro Godoy el que las había llamado y el que vendía la patria, para hacerse él coronar, y privar del trono al pobre Fernando. Fué una gran fortuna que el pueblo en su ruda sencillez no conociera al ídolo que adoraba; fué una obcecación providencial y una felicísimal fascinación. Pues si al penetrar el objeto de la invasión francesa, si al abrir los ojos al desengaño y al descubrir la traición, no hubiera tenido un nombre augusto que invocar con fe, una bandera que levantar con ardor y entusiasmo, ¿cómo hubiera podido preparar la resistencia, expulsar á los agresores, y salvar la libertad é independencia del reino? ¿Y qué nombre más popular, y qué bandera más legítima pudiera enarbolar, para agruparse en torno de ella y dar unidad á los esfuerzos de todos, que el nombre del príncipe heredero, y la bandera del que era la esperanza de los españoles?

Pero si el cuadro que ofrecía la corte de los reyes de España era tan melancólico y triste como le hemos bosquejado, el de la corte imperial de Francia, ó por mejor decir, el personaje que por su magnitud descollaba en él y asumía todo el interés del cuadro, aparece á los ojos del observador envuelto en tan sombríos tintes y oscuras nieblas, que su aspecto no puede menos de inspirar repugnancia y aversión. No se dirá por cierto de nosotros que hemos escaseado en nuestra historia encomios y alabanzas á las altas y singularísimas cualidades y al mérito portentoso de Napo león, como guerrero, como político, como administrador, admirando la magnitud de sus concepciones, y reconociendo la grandeza de su genio, no sólo en sus legítimas empresas sino hasta en sus grandes injusticias. Mas hubo una época de su vida, en que el hombre de los elevados pensamientos, de los designios prodigiosos y de las insignes proezas, pareció haberse empeñado en empequeñecerse á sí mismo, y en trocar las prendas y hasta las locuras é impiedades del héroe, por las miserables condiciones y ruines procederes del hombre vulgar. Esta época fué desde que meditó apoderarse de España.

Si la historia dijera, sin revelar ni la época ni el nombre: «Hubo un conquistador, que después de dominar casi todo el continente europeo, teniendo por única aliada la España y por únicos y constantes amigos sus reyes, siguiendo llamándose amigo de la nación y de sus monarcas; que recibiendo incesantes pruebas de adhesión de los soberanos, y de los príncipes y de los ministros españoles, plagó la España de innumerables legio.

nes como aliadas y amigas, con propósito de destronar y derribar reyes, príncipes y ministros, y hacerlos á todos esclavos y subyugar el reino; que negaba las cartas de sumisión recibidas del monarca reinante y del príncipe heredero; que resistía publicar los tratados solemnes en que había estampado su firma y comprometido su nombre; que instruía á sus generales sobre el modo de ocupar las plazas fuertes españolas, siempre con protestas de íntima amistad; que llevó sus huestes á la capital de la monarquía, siempre como aliadas y amigas, y como tales benévolamente recibidas y cordialmente agasajadas; y todo cuando los ejércitos españoles peleaban como aliados y auxiliares suyos, los unos en las heladas regiones del norte de Europa, los otros en el vecino reino lusitano,» ¿quién habría podido adivinar por este proceder el nombre de Napoleón el Grande? Y sin embargo, aunque parezca fábula, esta fué la historia.

Que faltar el amigo y el aliado al aliado y al amigo; que aprovecharse los poderosos de las discordias y flaquezas de los débiles, y desangrar so color de auxilio al que se proyecta privar de la vida después de desangrado y exánime, cosas son desgraciadamente usadas entre potentados á quienes se decora todavía con el dictado de héroes y grandes hombres. Pero seguir vistiendo el blanco y puro manto de la amistad para encubrir la negra armadura de la traición; pero adormecer halagando para descargar golpe seguro sobre el que descansa tranquilo; pero vestir de flores, como Harmodio, el puñal que va á clavarse en el pecho del que se saluda amigo; pero sustituir á la franqueza la insidia, esto fué siempre de almas vulgares y de espíritus pequeños, no que de ánimos levantados y de corazones formados para ser ejemplo de grandeza al mundo.

Y todavía no acaban ni las miserias de nuestra corte, ni la honradez del pueblo español, ni la insidiosa conducta del emperador francés. Todavía se ignoraban sus misteriosos designios, y cada cual los interpretaba y traducía en favor de sus deseos ó de sus intereses, á excepción del príncipe de la Paz, que si no los trasluce, se muestra antes que nadie receloso de ellos, comprende ó sospecha que van enderezados en su daño, y acaso en el de sus reyes, pero nadie le cree; propone el medio de conjurar la tormenta que está encima, y nadie le acepta; proyecta salvarse á sí mismo y salvar á la real familia retirándose á Andalucía y aun á América, y todos se oponen. El rey se opone, porque teme provocar con una resolución impremeditada el enojo de Napoleón, que sigue creyendo su amigo; el príncipe de Asturias, porque no quiere alejarse, no sea que pierda la ocasión de subir al trono que piensa obtener por la gracia de Napoleón, su protector; el pueblo, porque espera de la internación de las tropas francesas la caída del favorito y la elevación de su querido Fernando. ¡Admirable credulidad de todos! Al fin logra Godoy persuadir á los reyes de la necesidad y conveniencia del viaje de la real familia, y el anuncio de esta resolución provoca el motín de Aranjuez.

Difícil sería decidir donde se representaron más reales miserias, si en el drama del Escorial ó en el tumulto de Aranjuez. Carlos IV desempeña un papel muy igual en uno y otro episodio. Teme que el pueblo se alborote; y da una proclama para tranquilizar al pueblo. «Las tropas de mi caro aliado, le dice, atraviesan mi reino con ideas de paz y de amistad.>>

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