Imágenes de páginas
PDF
EPUB

Si aun lo creía así, era una prodigiosa inocencia: si no lo creía, y lo decía por adormecer al pueblo y á la nación, era una insigne perfidia en un rey. Para nosotros era indudable lo primero, porque era así Carlos IV. Pero siguen los preparativos de viaje, y el pueblo se alborota, y arremete furioso la vivienda de Godoy, y atropella y destruye cuanto encuentra, y no destruye la persona porque no la encuentra. Porque Godoy, que en el Escorial se había conducido al parecer decente y noblemente, en Aranjuez se ha escondido como un delincuente vulgar, y el que ha contratado con el emperador Napoleón una soberanía y un trono para sí, se ha envuelto en un desván en un rollo de estera para no ser despedazado. El rey exonera por un decreto al favorito, á quien de hecho ha exonerado el pueblo, y el pueblo agradecido grita: «¡Viva el rey!» Carlos IV, en Aranjuez como en el Escorial, pone cuanto ha hecho en noticia de Napoleón su amigo. ¿Por qué había de ignorar Napoleón todas nuestras adversidades y flaquezas? Si él se había ya propuesto consumar una gran iniquidad, ¡ cómo le allanaban entre todos el camino! Si no lo había meditado, ¡ qué conducta tan propia para inspirarla, y qué tentación para cometerla!

Godoy es hallado, maltratado, encerrado en un cuartel y sujeto á un proceso. El príncipe Fernando se da con él aires de rey, y arrogándose una prerrogativa que no le pertenece, hace alarde de perdonarle la vida. El pueblo, pronto á tumultuarse, encuentra fácil pretexto para alborotarse de nuevo; el rey se intimida; oye la palabra y consejo de abdicación, y Carlos IV que el día antes había dicho á la nación que quería mandar en persona el ejército y marina, al día siguiente le dijo que sus achaques no le permitían soportar el peso del gobierno, y abdicó la corona en el príncipe de Asturias su hijo. Gran alborozo, regocijo inmenso para el pueblo español, que veía colmado su ardentísimo deseo de ver entronizado á su idolatrado Fernando. ¿Qué le importa que la abdicación fuese ó no hecha con las solemnidades legales, que fuese espontánea y libre, ó arrancada por la violencia ó por el miedo á un tumulto? Fernando era rey de España, y esto y no más era lo que importaba al pueblo español.

En la capital, en las provincias, en todas las poblaciones del reino se hacen aclamaciones, y se celebran á porfía fiestas y regocijos públicos, no ya con entusiasmo, sino con delirio y frenesí. Por todas partes se pasea, y se expone luego como á la adoración pública el retrato de Fernando: mientras con el mismo placer y fruición se destruyen y despedazan todas las obras buenas y malas de Godoy. El día de la entrada solemne y triunfal de Fernando en Madrid fué un día de verdadera embriaguez y locura popular. Monarca y pueblo parecían rebosar de dicha. ¿Quién que lo hubiera presenciado pensaría en infortunios pasados, ni auguraría desdichas futuras?

¿Pero de dónde son esas extrañas y brillantes tropas que maniobran al paso del rey? ¿Quién las acaudilla, y á qué han venido á la capital de nuestro reino? Una proclama del nuevo gobierno lo explica. Esos estimables huéspedes son tropas de nuestro íntimo y augusto aliado el emperador de los franceses, las manda su cuñado el príncipe Murat, y han venido, no con el menor propósito hostil, sino á ejecutar los planes convenidos con S. M. contra el enemigo común. ¡ Desgraciado el español que

los ofenda de hecho ó de palabra! Y en prueba de cordial intimidad y del grande aprecio en que se los tiene, se manda entregar con solemnísimo aparato al príncipe Murat, gran duque de Berg, la espada del rey de Francia Francisco I, que como un trofeo insigne de nuestras glorias nacio nales se conservaba desde el siglo XVI con orgullo en nuestra Armería real. Y todo esto se decía y hacía cuando se habían realizado ya las trai ciones de Barcelona, Figueras, Pamplona y San Sebastián. Increible parece tanta degradación en unos, tanta ceguedad en todos.

El episodio de Aranjuez es más triste y más repugnante que el del Escorial. Las cartas de Carlos IV y de su hija la reina de Etruria al príncipe Murat para que intercediese por la vida, por la libertad y por la suerte de su querido Godoy, causan aquella compasión casi desdeñosa que inspira la insensatez. Las de la reina María Luisa, clave de esta afrentosa correspondencia, producen hastío, bochorno y horror. ¿Y qué sensación han de producir, cuando no se ve en ellas, ni la dignidad de reina, ni el sentimiento de madre, ni siquiera el recato y pudor de señora? Si alguno dijera de Fernando que había sido el jefe de la conjuración de Aranjuez, diría lo mismo que decía de él en aquellas cartas su madre: si dijera que había conspirado por destronar á su padre, repetiría lo que su madre decía en las cartas: si añadiera que era un príncipe desalmado y cruel, sin amor á sus padres, y rodeado de gente malvada, no añadiría nada á lo que decía la madre.

Y entretanto Carlos IV da otro brillante testimonio de su real consecuencia, declarando nula su abdicación, protestando haber sido arrancada por la violencia y el miedo de la muerte, de cuyo acto se apresura á dar conocimiento á Napoleón, entregándose confiadamente en brazos del grande hombre, su íntimo aliado, hermano y amigo, y conformándose con lo que ese mismo grande hombre quiera disponer de él, de la reina y del príncipe de la Paz, cuya suerte pone enteramente á su disposición. Se engañó Carlos IV si creyó ser solo en someterse de lleno á la voluntad imperial: su hijo Fernando, rey de España por el pueblo, príncipe de Asturias solamente á los ojos de Murat y á juicio de Napoleón, espera que el emperador, su íntimo aliado y amigo, venga á Madrid á hacer la feli cidad de la nación española, y manda que todas las clases del Estado le festejen y proporcionen cuanto pueda hacer agradable su estancia; y noti cioso de que ha llegado á Bayona, é impaciente por verle en España, le envía una diputación de tres magnates con cartas reales y encargo de acompañarle y obsequiarle en su viaje á la capital de la monarquía espa ñola. Lo extraño no es que Napoleón viniera; lo sorprendente es que con tales llamamientos tardara lo que tardó en venir.

el

Aun no han acabado las miserias de la real familia española, ni las mezquinas arterías del grande hombre de la Francia. Los sucesos de Aranjuez se tocan con los de Bayona, tercero y más lastimoso acto del drama lamentable á que estamos asistiendo. Si Napoleón luego que supo desenlace del motín de Aranjuez resolvió acabar con la dinastía borbónica de España, y ofreció el trono español á su hermano Luis, que no lo aceptó, y dudó luego si tomarle para sí, y le había de adjudicar después á su hermano José, ¿á qué el insidioso ardid, indigno de su grandeza, de

atraer á Bayona bajo falaces pretextos, y so color, y bajo la garantía de amigo, á los reyes y príncipes españoles, para devorarlos como la serpiente que atrae con su hálito ponzoñoso los inocentes pajarillos? ¿Qué se ha hecho del gigante, y de la franca ostentación de su poder, y de la confianza en sus fuerzas, cuando así emplea las rateras estratagemas del hombre ruín? ¿Necesitaba todavía más el coloso que los cien mil brazos armados que había fraudulenta y arteramente introducido en España? ¿Y qué venda tan tupida y tan impenetrable cubría aún los ojos de los reyes y de los príncipes, y de los ministros, y de los consejeros, y de todo el pueblo español, para consentir que el nuevo monarca saliera á esperar y recibirá su imperial huésped, y de jornada en jornada, no encontrándole en el reino, y sin oir los consejos y advertencias de algunos, ó más maliciosos ó más previsores, se alargara hasta Bayona en busca de su cordial amigo y generoso protector, y se entregara personalmente en sus manos, como su padre Carlos IV se había entregado ya oficialmente y por escrito? Bayona es el punto en que llegan á su colmo las flaquezas y las perfidias, aunque término no habían de tenerle hasta que le tuviera la vida de cada uno de los actores. Sucesivamente van llegando á aquel teatro todos los personajes de este triste y complicado drama, reyes, príncipes, infantes, privados de aquéllos, y consejeros de éstos, todos obedeciendo á la voluntad omnipotente del gran protagonista, el protector y amigo íntimo de todos, y el que había de sacrificarlos á todos. No es fácil juzgar en cuál de las muchas escenas que allí se representaron hubo más miserable debilidad y más pérfida alevosía. La corona de España que en Aranjuez había pasado forzadamente de las sienes del padre á las del hijo vuelve forzadamente en Bayona de la cabeza del hijo á la del padre: y este padre que decía al hijo: «Yo soy rey por derecho paterno; mi abdicación ha sido el resultado de la violencia; nada tengo que recibir de vos:» traspasa voluntariamente aquellos derechos y aquella corona... al emperador Napoleón. ¿Quién ha dado, ni al padre ni al hijo, el derecho de hacer estos traspasos, ni espontáneos ni violentos, de la corona, sin contar con la nación? Los consejeros de Fernando alcanzaron esta dificultad, que hubiera podido servirles de escudo; pero una sola vez que fueron discretos, se hicieron más criminales, por lo mismo que la debilidad del consentimiento no era ya pecado de ignorancia. España, que hacía pocos días contaba con dos reyes problemáticos en Madrid, se encontró en Bayona sin ningún monarca español. Ambos habían cedido en un extraño el cetro que se disputaban. Godoy autorizó con su firma la renuncia de Carlos IV: Escoiquiz puso la suya al pie de la de Fernando VII;; dignos consejeros de padre é hijo, cortados para perder á España y perder á sus patronos! Las escenas doméstico-políticas que pasaron entre reyes y príncipes, padres é hijos, y que precedieron y acompañaron á las renuncias y con motivo de ellas, y las duras palabras, y los rudos ademanes, y los arrebatos de cólera con que recíprocamente se trataron, más que para referidas ni recordadas, son para lamentadas y sentidas, no con el sentimiento de la ternura y de la compasión, sino con el sentimiento de la amargura que inspiran los actos y procederes impropios de personas á quienes Dios y el nacimiento colocaron á tan elevada altura social.

Todavía no cansados, ni el emperador de humillar, ni nuestros príncipes de sucumbir á humillaciones, aun no satisfechos, ni Napoleón con la renuncia de la corona de España, ni Fernando con haber renunciado el trono español, el uno exige y el otro accede ¡mengua inconcebible! á desprenderse de sus derechos de príncipe de Asturias por una pensión y un pedazo de terreno en Francia. Y este tratado le suscriben los infantes don Antonio y don Carlos: y todos juntos, al ser internados en el imperio, se apresuran á hablar desde Burdeos á la nación española para persuadirla de que todo lo que han hecho ha sido por hacerla dichosa, y exhortándola á que permanezca tranquila esperando su felicidad de Napoleón, además de que todo esfuerzo á favor de sus derechos de rey ó de príncipe sería funesto. ¡Por Dios que no se concibe tanta degradación ni tanta imbecilidad!

A bien que la nación, aunque tardía en despertar, al menos no tan desacordada como sus reyes y sus príncipes, y nunca como ellos degra dada ni sufridora de afrentas y humillaciones, herida en su altivez y ultrajada en su dignidad, había dado ya aquel grito de independencia que al principio pudo parecer temeridad insensata y después llenó de asombro y espanto al mundo; y volviendo por sus fueros, y por los de aquellos príncipes de que ellos mismos se habían indignamente despojado, se alzaba majestuosa é imponente para rescatar ella sola con su propia sangre la libertad y dignidad que no habían sabido sostener sus soberanos. Gracias a Dios que salimos del período de las miserias, de las perfidias y de las indignidades, y entramos en el de los grandes sentimientos y en el de los hechos heroicos y nobles. Tiempo era.

X

La escena cambia. ¡Cuán diferente es el espectáculo que se presenta á nuestros ojos! Es doloroso y sangriento, pero glorioso y sublime. La nación se ha apercibido de las flaquezas de sus príncipes y de su corte, y de las alevosías del usurpador; la nación sacude su marasmo, y se levanta rebosando de santa indignación, resuelta á reparar las unas y á vengar las otras. La nación despierta para volver por su independencia y por su dignidad. La nación española se ha sentido ultrajada, y se alza á protestar que la nación española no sufre ultrajes. No importa que se halle sin ejercitos, llevados engañosamente sus mejores soldados á extrañas regiones para pelear allí como auxiliares del que ahora se descubre usurpador; la nación sabrá crearse ejércitos y soldados. No importa que se encuentre huérfana de reyes, llevados también con engaño al vecino imperio: la nación se hará reina de sí misma, y guardará á su rey la corona que él no ha sabido conservar. La nación prorrumpe en un grito de ira, que se convertirá á su tiempo en grito de triunfo. Empieza quejándose, para acabar sonriéndose Hoy se lamenta con dolor y enojo, para gozar mañana con alarde y orgullo.

No hay que rebajar el mérito de España en haber salido triunfante en esta lucha gigantesca. No basta decir que un pueblo que quiere ser libre se hace inconquistable. También Prusia, no hacía aún dos años (1806),

considerándose humillada, y sospechando traición de parte del emperador francés, pasando de improviso del adormecimiento al furor, difundiéndose repentinamente el entusiasmo patriótico en todas las clases del pueblo, participando el ejército del mismo delirio, resonando en ciudades, aldeas y campos himnos guerreros, se levantó en masa á defender su independencia amenazada por Napoleón. Y Napoleón respondió al reto arrogante del pueblo prusiano, enviando contra él el ejército grande, que en un día y en dos batallas, Jena y Awerstaedt, destruyó un ejército que pasaba por invencible, y en contados días se apodero Napoleón del reino, y entrando en la iglesia de Potsdam, recogió la espada y el cinturón de Federico el Grande para que sirviesen de trofeo en los Inválidos de París. Y era ya Prusia entonces una potencia más militar que España, y no tenía sus ejércitos distraídos fuera como los tenía España, y no ocupaban el territorio prusiano las huestes mismas del invasor como ocupaban el suelo de España, ni carecía de sus reyes y de sus príncipes, como á España le acontecía, ni estaba Prusia en ninguna de las desventajosas condiciones en que España se encontraba. Y sin embargo, Napoleón subyugó en un mes aquel reino alzado en masa, y Napoleón salió de España vencido, después de una lucha de seis años. Merece observaciones este sangriento y glorioso episo dio de nuestra historia.

El memorable Dos de Mayo de 1808 es la primera señal del desengaño y del despertamiento del pueblo español, es la primera protesta y la prime ra explosión de la ira contra la traición y la iniquidad, es el primer rugido del león que tras mentidas caricias siente haberle sido clavado un dardo, es el primer arranque de la dignidad vengadora del insulto, es la primera chispa de la electricidad que atesoraba un cuerpo que se había creído aletargado é inerte, es el principio de ese período de maravillosos hechos que habían de ser admiración y asombro de las naciones, escarmiento de usurpadores y tiranos, lección y ejemplo de pueblos libres. Dios permite que estos primeros movimientos sean ciegos, y el pueblo de Madrid no vió, ó no quiso reparar en la desigualdad de la lucha, y en que habría sido menester un milagro para que no sucumbiera, pobre muchedumbre, sin armamento ni disciplina, sin dirección y sin jefe, oprimida por los cañones y los fusiles y las lanzas y los sables de las veteranas y brillantes y prevenidas legiones imperiales, acaudilladas por uno de los más famosos y estratégicos generales y el más acreditado jinete y vigoroso brazo del imperio. Pero no importaba; su grito sería el grito de alarma de toda la nación, su esfuerzo sería imitado, y la sangre de las víctimas sería la sangre fertilizadora de los mártires. Lo que aconteció era de esperar; lo que no debía esperar ningún pecho generoso fué el abuso que hizo Murat de su fácil victoria, arcabuceando gente rendida, y cebándose en sangre de hombres inocentes. Proceder bárbaro, que deben lamentar y maldecir, no los españoles, sino sus compatricios, que tienen que sufrir tiempo tras tiempo la vista de ese monumento que la patria levantó para gloria nuestra y afrenta suya.

¿Qué importa ya que la Junta suprema de Gobierno, que el Consejo, que otras autoridades de Madrid se muestren escandalosamente tímidas, ó criminalmente débiles? ¿Qué importa que Carlos IV, rey en Bayona, ex rey

« AnteriorContinuar »