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en España, tenga la insensatez de nombrar lugarteniente general del reino al jefe de las tropas francesas alevosamente apoderadas de la capital, al verdugo del pueblo de Madrid? ¿Qué importa que Fernando VII, rey también en Bayona, habiendo dejado de ser rey de España, expida desde allí decretos contradictorios á la Junta y al Consejo, y que la Junta y el Consejo, más desacordados, si en lo posible cupiera, que los reyes, ejecuten las órdenes de Carlos IV, que para ellos no era ya rey, y desatiendan las de Fernando VII, de quien, como rey, habían recibido su nombramiento y en cuyo nombre ejercían sus cargos? ¿Qué importa que Napoleón, descartándose de aquellos dos reyes españoles, regale la corona de España á su hermano José, y que la Junta, y el Consejo, y el municipio de Madrid le digan que era la elección más acertada que podía hacer? ¿Qué importa que Napoleón, sin ser, ni llamarse él mismo siquiera rey de España, convoque cortes españolas en Bayona, ¡singular é inconcebible derecho político! para dar. más que para hacer allí, una Constitución que haga la felicidad de España? ¿Qué importa que la Junta de Gobierno de Madrid nombrada por Fernando VII, publique el decreto de convocatoria de Su Majestad Imperial y Real, que no era Majestad ni Imperial ni Real en España, y que en su cumplimiento nombre los sujetos que han de representar á España en la asamblea de Bayona? ¿Qué importa que haya españoles, ó tímidos, ú obcecados, ó indignos, que concurran á una ciudad extraña á suscribir y autorizar una ley constitucional formada para España por un dictador extranjero que no es en España ni emperador ni rey? ¿Qué importa todo esto, si el grito santo del Dos de Mayo resuena ya por todo el ámbito de la Península hispana, y el fuego sacro del patriotismo inflama los pechos españoles? Aquellas no son más que adiciones al catálogo de las flaquezas y de las iniquidades que la nación española se levanta á vengar.

En efecto; el eco del Dos de Mayo había resonado casi simultáneamente en Occidente, en Mediodía y en Oriente, en las breñas de Asturias y en los llanos de León, cunas de nuestra antigua monarquía, en los puertos de la costa cantábrica y en las ciudades interiores de la Vieja Castilla, en las reinas del Guadalquivir y del Guadalaviar, en la ciudad de las Columnas de Hércules y en la de la Alhambra en la que hace frontera al reino lusitano, y en la que en su arsenal famoso abriga las naves de Levante, en la corte del antiguo reino de Aragón, y hasta en las islas que separan el Océano y el Mediterráneo. No ha habido entre ellas acuerdo, no han tenido tiempo para concertarse y entenderse, y sin embargo el grito es uniforme en todas partes. Y es que la causa que las impulsa es idéntica, uno mismo el sentimiento, una la voz del patriotismo, uno el fuego que enardece los corazones, y uno también el fin. Aunque se alzaban en defensa de su independencia y de su libertad, la fórmula del grito era: «; Viva Fernando VII!» Este precedía siempre al de: «Muera Napoleón!» ó al de: «¡Guerra á los franceses!» Admirable pasión la de este pueblo á un rey que le abando naba, y que le exhortaba á recibir con los brazos abiertos á ese Napoleón que le iba á hacer feliz Dichosa y feliz obcecación la de este pueblo! Parecía habérsele dicho en profecía: In hoc signo vinces.

Uniforme el grito, casi uniformes eran también los alzamientos. Rara vez se ha visto tanta unidad en la variedad. Desaparecieron al pronto, y

pareció haberse borrado como por encanto las jerarquías sociales; y es que la patria que se iba á defender no es de nobles ni de plebeyos, no es sólo de los ensalzados, ni sólo de los humildes; la patria es de todos, es la madre de todos. Sin pensarlo, y casi sin advertirlo, todos instintivamente se confundieron y aunaron. Si en una parte se ponía al frente del movimiento un magnate de representación é influjo, en otra conmovía y acaudillaba la muchedumbre un artesano modesto, pero fogoso; aquí levantaba las masas un militar de graduación, allí sublevaba el pueblo un eclesiástico de prestigio: acá llevaba la voz un anciano retirado del servicio militar, allá. capitaneaba un alcalde hasta entonces pacífico vecino, ó guiaba y arengaba á los amotinados un fraile que gozaba fama de virtuoso y de orador. Y la voz del sillero Sinforiano López en la Coruña, y la del tío Jorge en Zaragoza, y la del vendedor de pajuelas en Valencia, que declaró la guerra á Napoleón, enarbolando por bandera un jirón de su faja y por asta una caña de las de su oficio, era seguida y arrastraba á la muchedumbre, como la del padre Rico en la misma Valencia, como la del padre Puebla en Granada, como la del marqués de Santa Cruz de Marcenado en Oviedo, como la del conde de Tilly en Sevilla, como la del conde de Teba en Cádiz; y en las juntas de defensa y de gobierno que en cada población instantá neamente se formaban y establecían, se sentaban modestos artesanos y oscuros concejales alternando con prelados de la Iglesia, como el obispo Menéndez de Luarca en Santander, con ex ministros como el bailío don Antonio Valdés en León, con generales como Alcedo en la Coruña, con personas ilustres en fama y en ciencia, como Calatrava en Badajoz, como en Cartagena don Gabriel Ciscar, como en Villena el anciano y respetable conde de Floridablanca.

Objeto y materia grande de estudio ofrecen al hombre pensador estos movimientos, ni combinados, ni regulares, ni anárquicos, ni desemejantes, ni uniformes, pero unánimes en el sentimiento, en la tendencia y en el fin. En cada población que se levanta se nombra, más ó menos ordenada ó tumultuariamente, una junta, que cuide de reunir y armar los hombres útiles para la defensa de la patria, una junta que gobierne la población, la comarca ó la provincia, y cuyos miembros se eligen por aclamación y sin distinción de clases, entre los que pasan por más fogosos y resueltos, ó gozan de más popularidad. Nadie pone límites á las facultades de estas juntas; serán independientes y soberanas en cada localidad: colección de pequeñas repúblicas improvisadas en el corazón de una monarquía, que todas instintivamente dan la presidencia de honor á un rey dimisionario y ausente, en cuyo nombre obran, no por delegación, sino por propia voluntad. Todas se consideran igualmente independientes é igualmente soberanas; y si alguna se arroga el título de Suprema, como la de Sevilla, y aspira á ser el centro de dirección, tómanlo por desmedida presunción las otras, y se dan por ofendidas y agraviadas. La necesidad prevalecerá sobre esta altivez del pueblo español, y las hará irse entendiendo, concertando y aun subordinando.

Las juntas arbitran recursos, hacen alistamientos, reclutan y arman las masas; á su voz afluyen de todas partes voluntarios; los labriegos dejan la azada y la esteva para empuñar el fusil ó la espada; de las fábricas y talle

res salen en grupo los jóvenes, y de las aulas de las universidades y colegios se desprenden colectivamente los escolares, y se forman batallones literarios; se improvisan y organizan ejércitos y á su frente se coloca un general de confianza, ó se eleva á un subalterno de prestigio, ó se inviste de un grado superior en la milicia á un ciudadano de influencia en la comarca. En algunos puntos inician las tropas el movimiento, ó se adhieren al alzamiento nacional, porque los soldados son también españoles, y aborre cen como tales el yugo extranjero; y la fortuna hace que en otros puntos, como en Andalucía, proclame noblemente la causa de la independencia un general de crédito que está mandando un cuerpo respetable de tropas regladas, como el comandante general del campo de San Roque, don Francisco Javier Castaños, y como Morla y Apodaca en Cádiz que se ensayaron rindiendo una flota francesa, y como en las Baleares el general Vives que se alzó con un cuerpo de diez mil soldados que mandaba. Así, y sólo así podía suceder, se formaron de un día á otro como por encanto ejérci tos numerosos, que parecían brotados de la tierra como los guerreros de Cadmo, si bien los más de ellos irregulares y sin instrucción ni disciplina, como gente la mayor parte allegadiza, y voluntaria y de rebato.

Producto este sacudimiento é hijas estas conmociones del ardimiento popular y del fervor patriótico sobrexcitado por la idea de la traición y la alevosía, rotos los diques de la ira y suelto el freno de la subordinación, desencadenada y ciega como siempre en sus primeros ímpetus la muchedumbre, si bien estos arrebatos de españolismo y de independencia se ejecutaron en algunas partes más ordenada y pacíficamente de lo que fuera de esperar, en otras se mancharon con excesos y demasías, con actos abominables de injustas y sangrientas venganzas, con asesinatos y ejecuciones repugnantes. Los deploramos, pero no los extrañamos; nos atligen, pero no nos sorprenden; los condenamos, pero reconocemos que son por desgra cia inherentes á estos desbordamientos. Afortunadamente pasó pronto este triste período. A veces también daban ocasión á estas lamentables tropelías las mismas autoridades á quienes incumbía reprimirlas, mostrándose ya tibias é irresolutas, ya vacilantes y sospechosas, ya temerariamente contrarias al movimiento, siendo ellas las primeras víctimas de su imprudente resistencia, ó de su desconfianza en la fuerza de la insurrección nacional. Algunos distinguidos generales, algunos ilustres ciudadanos fueron horriblemente inmolados por un error, que en la lógica común parecía ser el mejor y más acertado discurrir. Mas para el pueblo en aquellos momentos la tibieza era deslealtad, la perplejidad traición, la desconfianza alevosía, y la resistencia crimen capital que reclamaba una expiación pronta y terrible.

¡Qué contraste el de estos arranques pupulares de frenético ardor patrio que se propagaban y cundían por toda España, con lo que entretanto estaba aconteciendo en Bayona! Allí un pequeño grupo de obcecados españoles, aristocratas, clérigos, magistrados y militares, apresurábanse á reconocer y felicitar y doblar la rodilla á José Bonaparte como rey de España; y desde allí exhortaban á sus compatriotas á que desistieran de su temeraria insurrección, y obedecieran sumisos al nuevo soberano que los iba á hacer felices; y aceptaban, y suscribían, llamándose diputados es

pañoles, la Constitución que Napoleón les había presentado; y de entre aquellos desacordados españoles nombraba el nuevo rey su ministerio y sus empleados de palacio. Mas no está en esto ni lo grande, ni lo escandaloso del contraste. Mientras acá se alzaban los pueblos, y se preparaban á perder y sacrificar, en desigual y desesperada lucha, reposo, haciendas y vidas á la voz de: «¡Viva Fernando VII y muera Napoleón!» allá ese mismo Fernando VII escribía desde Valencey á aquel mismo Napoleón y á aquel mismo José, al uno felicitándole «por la satisfacción de ver á su querido hermano instalado en el trono de España, que no podía ser un monarca más digno por sus virtudes para asegurar la felicidad de la nación,» al otro dándole el parabién, y tomando parte en sus satisfacciones. Y los personajes que constituían su comitiva escribían también al rey José, «considerándose dichosos con ser fieles vasallos, prontos á obedecer ciegamente la voluntad de S. M.» Y hasta el cardenal infante de Borbón arzobispo de Toledo, decía á Napoleón que «Dios le había impuesto la dulce. obligación de poner á los pies de S. M. I. y R. los homenajes de su amor, fidelidad y respeto.» ¡Qué abismo entre la altivez independiente y digna del pueblo español, y la degradación bochornosa de los príncipes y de su corte! ¡Y sin embargo aquel pueblo se alzaba colérico en vindicación de los derechos de sus príncipes y de sus reyes!

Resuelve al fin José hacer su entrada en España, y se dirige á la capital de la monarquía, y entra en ella, y es proclamado, y se instala en el regio alcázar. Sin inconveniente ni tropiezo ha cruzado desde el Bidasoa hasta el Manzanares, porque desde el Bidasoa hasta el Manzanares fué pasando por entre tropas francesas escalonadas para su seguridad y resguardo. ¿Pero qué ha visto José en los pueblos del tránsito y en la corte de lo que llaman su reino? José ha visto lo que no ha visto el emperador su hermano, lo que no ha visto la Junta suprema de Madrid, lo que no han visto los mismos españoles que le acompañaban. Ha visto José el verdadero espíritu del pueblo español, y le ha visto mejor que todos ellos, y no se ha engañado como ellos. Ha visto en los pueblos y en la corte más que tibieza frialdad, más que retraimiento desvío y desamor á su persona y á todo lo que fuese francés. Con su claro talento lo ha reconocido así, lo confiesa con laudable despreocupación, y con franqueza recomendable le dice á su hermano: «No encuentro un español que se me muestre adicto, á excepción de los que viajan conmigo y de los pocos que asistieron á la junta.. Tengo por enemiga una nación de doce millones de habitantes, bravos y exasperados hasta el extremo... Nadie os ha dicho hasta ahora la verdad: estáis en un error: vuestra gloria se hundirá en España.

Un rey que tan pronto y con tanta claridad comprendió su posición y el espíritu del pueblo que venía á mandar, y que así lo confesaba, no era un rey apasionado ni de escaso entendimiento. Estas y otras recomendables prendas comenzó á mostrar pronto José Bonaparte, y con la afabilidad de su carácter y con la suavidad de ciertas medidas se esforzaba por atraer, y acaso esperó captarse la voluntad de los españoles. Pero era esfuerzo vano: los españoles no veían en él ni condición buena de alma, ni cuali dad buena de cuerpo; representábanselo vicioso y tirano, porque era her mano de Napoleón; feo y deforme, porque era francés. Para ellos Fernando.

de Borbón, con su historia del Escorial, de Aranjuez, de Bayona y de Valencey, era un príncipe acabado y completo; José Bonaparte, con su historia de Roma, de París, de Amiéns y de Nápoles, era un príncipe detestable y monstruoso, porque aquél era español y legítimo, éste francés é intruso. Con estos elementos, José conoció que iba á ser sacrificado en España. Así sucedió.

XI

Cuando José llegó á la capital de la monarquía, habíase encendido ya la guerra, casi tan instantánea y universalmente como había sido la insurrección. Que en los primeros reencuentros y choques entre las veteranas y aguerridas legiones francesas, y los informes pelotones más o menos numerosos, ya de solos paisanos, ya mezclados con algunas tropas regulares, salieran aquéllas victoriosas, y fueran éstos derrotados, muriendo unos en el campo, y huyendo otros despavoridos, ciertamente no era un suceso de que pudieran envanecerse los vencedores. ¿Qué mérito tuvieron Merle y Lassalle en dispersar los grupos y forzar los pasos de Torquemada, Cabezón y Lantueno, ni qué gloria pudo ganar Lefebvre porque batiera á los hermanos Palafox en Mallén y en Alagón? Y aun la misma batalla de Rioseco, tan desastrosa para nosotros, perdida por imprudencias de un viejo general español temerario y terco, ¿fué algún portentoso triunfo de Bessieres, y merecía la pena de que Napoleón hiciera resonar por él las trompas de la fama en Europa, y se volviera de Bayona á París rebosando satisfacción y diciendo: «Dejo asegurada mi dominación en España?>

Lo extraño, y lo sorprendente, y lo que debió empezar á causarle rubor, fué que sus generales Schwartz y Chabrán fueran dos veces rechazados y escarmentados por los somatenes catalanes en las asperezas del Bruch; fué que Duhesme tuviera que retirarse de noche y con pérdida grande delante de los muros de Gerona; fué que Lefebvre se detuviera ante las tapias de Zaragoza; fué que Moncey, con su gran fama y con su lucida hueste, después de un reñido combate y de perder dos mil hombres, tuviera que retroceder de las puertas de Valencia. Y lo que debía ruborizarle más era que sus generales y soldados, vencedores ó vencidos, se entregaran á excesos, demasías, asesinatos, incendios, saqueos, profanaciones y liviandades, como los de Duhesme en Mataró, como los de Caulaincourt en Cuenca, como los de Bessieres en Rioseco, como los de Dupont en Córdoba y Jaen, no perdonando en su pillaje y brutal desenfreno, ni casa, ni templo, ni sexo, ni edad, incendiando poblaciones, destruyendo y robando altares y vasos sagrados, atormentando y degollando sacerdotes ancianos y enfermos, despojando pobres y ricos, violando hijas y esposas en las casas, vírgenes hasta paralíticas dentro de los claustros, y cometiendo todo género de sacrilegios y repugnantes iniquidades. Sus mismos historiadores las consignan avergonzados.

¿Qué había de suceder? Los españoles á su vez tomaban venganzas sangrientas y represalias terribles, cómo las de Esparraguera. Valdepeñas, Lebrija y Puerto de Santa María. Ni aplaudimos, ni justificamos estas venganzas y represalias; pero había la diferencia de que estas crueldades

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