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far en Contrebia, en Pallancia y Calagurris. El rey del Ponto se declara aliado del glorioso dictador de la Iberia: entrégale el Asia Menor, pone á su disposición cuarenta buques y 3,000 talentos; en las entradas triunfales preceden los lictores al lugarteniente de Sertorio, y el mismo Mitrídates, que le proporciona los triunfos, le respeta como súbdito. ¡Qué sueño tan deslumbrador!...

¡Sueño fugaz es en verdad el encumbramiento del generoso proscrito! Cuando ya la Celtiberia y la Lusitania parecían libres del yugo romano; cuando iba á comenzar para los pueblos de España reunidos en cuerpo de nación una nueva era de prosperidad y grandeza, la cascada voz de Metelo, que ya no poseía en la España ulterior más tierra que la que pisaban sus caballos (1), manda pregonar la cabeza del encantado libertador, y la diestra de un vil asesino clava en su pecho el puñal pagado por el envidioso Perpena. Ocultan su sangre las flores y los despojos de un festín; el gigante ominoso á la reina del Tíber desaparece como una sombra, quedando sólo una memoria épica de su breve existencia en el admirable epitafio de la humana hecatombe voluntariamente consagrada á su irreparable pérdida (2). Ya pueden Metelo y Pompeyo recibir el triunfo que les prepara Roma: España parece consternada con la horrenda destrucción

(1) Expresión feliz de MoMMSEN, Hist. loc. cit.

(2) La guardia española de Sertorio, fiel al juramento que le había prestado de no sobrevivirle, resolvió perecer, dándose unos á otros la muerte hasta que no quedase ninguno. Ambrosio de Morales publica el epitafio que antes escribieron, en el cual se admiran las siguientes palabras, rasgo genuíno del sublime carácter y entereza incomparable de los antiguos españoles: DUM, EO SUBLATO, SUPERESSE TOEDERET, FORTITER PUGNANDO INVICEM CECIDERE, MORTE AD PRÆSENS OPTATA JACENT. Estrabón, que sin duda no comprendía estos hechos de heróica constancia y sufrimiento, los refiere con menosprecio: así, por ejemplo, califica de locura el que los iberos cantasen el himno de Pan mientras los crucificaban. Este himno entonaban siempre al entrar en las batallas y en todos los trances peligrosos. Pero Justino salió á nuestra defensa (lib. 44, cap. 2) con estas memorables palabras: «Sus cuerpos están acostumbrados al hambre y al trabajo, sus ánimos dispuestos »á la muerte... Sufren morir en los tormentos por no violar el secreto que se les >>ha confiado, y prefieren á la vida el placer de guardarlo. Se aplaude la paciencia >>de aquel siervo que en la primera guerra púnica se echó á reir en medio del tor»mento, y con su tranquila alegría triunfó de la crueldad de sus verdugos.>>

de Calahorra, pero los ayes de las víctimas no atormentarán sus oídos, halagados por las estrofas laudatorias de los poetas cordobeses!

Sevilla y Cádiz quedan definitivamente inscritas entre las provincias romanas, sin conatos de independencia en lo sucesivo. La guerra civil entre César y Pompeyo las conmueve hondamente; pero si en medio de sus sangrientas vicisitudes suspiran alguna vez por la perdida libertad, la historia no llega á consignar este doloroso y tardío arrepentimiento. Viene César de cuestor á España, visita el famoso templo gaditano de Hércules, y en él la imagen de Alejandro, una ardiente emulación, costosa luégo á los pacíficos habitadores del monte Herminio, le arranca lágrimas que su ambición impaciente enjuga con el fruto de una indisculpable rapacidad. Ve Gades surgir en su puerto las engalanadas naves del ya codicioso pretor, cargadas de ricos despojos, y cómo de allí dan la vela para Italia llevándose el botín cogido en las costas de Lusitania y de las dos Galicias hasta el puerto Brigantino, donde nunca había penetrado el fragor de las armas romanas. Aquellos tesoros iban á servir al futuro dictador para obtener del Senado la formación del peligroso triunvirato que tánta sangre había de costar al Occidente alterando las condiciones políticas del mundo romano. Una terrible rivalidad trae á César nuevamente desde las Galias á la Bética, derrotando al paso á Afranio y á Petreyo que intentan defender la España citerior: Varrón, lugarteniente de Pompeyo, hace preparativos para defender la ulterior, mandando construir naves en Cádiz y Sevilla (1), reforzando la guarnición de aquel puer

(1) La ciudad de Sevilla, Hispalis de los romanos, debía ya ser muy importante en tiempo de Julio César. Que había arsenal en ella es indudable: «Naves longas decem gaditanis ut facerent imperavit; complures præterea Hispali faciendas curavit,» dice el mismo César en sus Comentarios. También Casio Longino, pretor en ausencia de César, hizo construir en Sevilla 100 naves. Consta asimismo que tenía ya Foro y Pórticos, por el siguiente pasaje: «Altera ex II legionibus, quæ vernacula appellabatur, ex castris Varronis, adstante et inspectante ipso, signa sustulit, seseque in Hispalim recepit, atque in foro et porticibus sine maleficio consedit.»

to, custodiando en el palacio del gobernador (1) las armas y los tesoros del celebrado templo, é imponiendo enormes tributos en dinero y en especies á todas las ciudades romanas de la provincia. Pero César, acogido en Córdoba con solemne pompa militar, recibe el homenaje de casi todas las poblaciones del territorio: la Colonia patricia, erizada de lanzas y espadas, cierra las puertas al legítimo gobernador; pronúncianse contra él Charmonia (2), Gades, Híspalis, Itálica, y viendo que ni siquiera le es dado retirarse á Italia con los parciales de Pompeyo, se entrega á César, y sufre la humillación de un juicio público en que se le condena á restituir á las ciudades las cuantiosas sumas que como contribuciones de guerra les había hecho satisfacer.

Recompensó César la fidelidad de Cádiz declarando ciudadanos romanos á sus hijos y devolviendo al templo de Hércules sus tesoros: hecho lo cual, regresó á Roma aprovechando la misma flota que Varrón tenía aprestada para Pompeyo. El acto de piedad de que ahora fué objeto el numen gaditano no impidió que más adelante el mismo César saquease su templo (3). Muerto Pompeyo en Farsalia, continuaron la guerra civil en la Bética sus hijos Gneio y Sexto. César había dejado en la provincia de propretor á Casio Longino: aborrecido éste en breve por su tiranía y sus escandalosas depredaciones, toda aquella tierra, á excepción de alguna que otra ciudad, recibió á Gneio como su libertador. Al saber César el mal estado de su causa en la España ulterior, rápido como el rayo cayó desde el Capitolio sobre el sitiador de Ulia (4), y le obligó á levantar el asedio. Su flota, mandada por Didio, derrotaba al propio tiempo á

(1) Considerando nosotros á Cádiz como un rico emporio, fenicio ó cartaginés, semejante á cualquiera de los más florecientes de la costa africana, suponcmos que el palacio del gobernador sería cosa parecida al palacio-almirante que descollaba en el gran puerto de Utica, y al que erigió Asdrúbal en Cartagena.

(2) Hoy Carmona: Tolomeo la llama Charmonia; Antonino y Estrabón Carmo. (3) Cuando, consumadas sus victorias en la Bética, regresó por última vez á Roma para morir bajo el puñal de Bruto.

(4) Hoy Montemayor.

la de Gneio en las aguas de Carteya. Ategua (1), Castra Posthumia (2), Ucubi (3), Ventispón (4) y Carruca (5), pagan los odios de los dos encarnizados y opuestos bandos. Ucubi y Carruca son fatídicas luminarias (6) precursoras del astro que se levanta sobre la gran carnicería de los campos de Munda.— Dejemos á Gneio refugiarse en la fuerte y torreada Carteya (7) y á César lograr el fruto de su peligrosa y sangrienta empre

(1) Hoy Teba la vieja.

(2) Castro el Río.

(3) Ucubi, Acubi ó Atubi, hoy Espejo.

(4) Ventispón: Bamba reduce este pueblo á las inmediaciones de Puente don Gonzalo, sobre el Genil. Flórez, en su mapa de la antigua Bética, le da la misma situación con el nombre de Ventipo.

(5) Carruca: el citado Bamba confiesa no acertar con la posición de este pueblo. «Carruca, dice Standish en su libro Seville and its vicinity, is by some supposed to be the present small Hamlet of Gandul, near to Alcalá de Guadaira.»> Pero probablemente se engaña, porque si en realidad estuvo Carruca donde hoy la aldea de Gandul, poca distancia de Sevilla, no se concibe que los ejércitos de César y Pompeyo se desviaran veinte leguas del teatro de sus primeros encuentros para volver luégo á él, como se verificó en Munda. Munda era del convento jurídico de Écija, estaba situada según Plinio entre Martos y Osuna, y toda la campaña de que vamos hablando se ciñó á las poblaciones inmediatas á Córdoba y Écija, hacia las márgenes del Guadajoz y de los otros riachuelos que riegan aquella campiña. Es cierto que Hircio hace dar al ejército de Pompeyo un enorme salto desde Ucubi ó Espejo hasta un olivar frente á Sevilla antes de la entrega de Ventispón y del incendio de Carruca, pero esto mismo prueba que su texto está corrompido, porque si Munda y Vestispón estaban en aquel territorio comprendido entre los ríos Genil y Guadajoz, era preciso que los dos ejércitos tuviesen las alas del aquilón para ir corriendo de Ulia (Montemayor) al olivar de Sevilla, volver luego á Ventispón (Puente don Gonzalo), orilla del Genil, bajar otra vez á Carruca (Gandul), cerca de Sevilla, y por último tornar á Munda, ó lo que es lo mismo, á los campos del Guadajoz. El texto de Hircio, que suponemos corrompido, dice así: «Eo die Pompeius castra movit, et circa Hispalim in oliveto constitit. Cæsar priusquam eodem profectus est, luna circiter horâ VI visa est. Ita castris motis, Ucubim præsidium, quod Pompeius reliquit, jussit ut incenderent, et deusto oppido, in castra majora se reciperent. Insequenti tempore Ventisponte oppidum cum oppugnare cœpisset, deditione sactâ, iter fecit in Carrucam: contra Pompeium castra posuit. Pompeius oppidum, quod contra sua præsidia portas clausisset, incendit.» Á pesar de los esfuerzos de muchos distinguidos historiadores y geógrafos, peritísimos en el conocimiento de la Bética romana, entre los cuales sobresalen nuestros doctos colegas los Sres. Hübner, Fernández-Guerra, Saavedra y Oliver, es todavía un desideratum la noticia exacta del lugar que ocupó la antigua MUNDA.

(6) Véase el final del texto citado de Hircio en la nota anterior.

(7) Las medallas de Carteya representan una cabeza de mujer con corona de torres: pudiera ser la diosa Cibeles con su corona mural.

sa (1) con la rendición de Córdoba, Sevilla y Osuna. La toma de Híspalis fué consignada en el calendario romano y celebrada como fiesta pública, y no es extraño, porque era la última conquista importante de César en la Península.

Entró en ella el árbitro del mundo romano el año 43 antes de J. C. Supónese que la batalla que decidió su entrega ocurrió entre la demolida puerta de Jerez y el arroyo Guadiana, que corre á una milla de distancia de la ciudad, ocupando la flota de César el espacio întermedio del Guadalquivir entre la torre del Oro y el palacio de Santelmo.

Tan radical transformación sufría la Bética por estos tiempos en sus gustos, sus usos y su lengua, que muchas de sus poblaciones trocaron sus antiguos nombres por el nombre de César: Illiturgis se llamó Forum Julium; Astigis, Claritas Julia; Nertobriga, Fama Julia y Concordia Julia; Osset, Constantia Julia; Ulia, simplemente Julia, como Gades; Joza, antigua Zeles, ciudad púnica, que por haber sido trasladada de África á la costa de España entre Mellaria y Carteya llevaba el nombre de Transducta, agregó á éste el de Julia y se denominó Julia Transducta; por último, la misma Híspalis se jactó del dictado de Julia Romulea. Era ya antes colonia romana, como Córdoba y casi todas las principales ciudades de la tierra del Betis. Córdoba y Sevilla fueron las primeras en esculpir en mármoles las hazañas del vencedor.

Hay que contemplar el estado en que el régimen oligárquico de Roma dejó á sus provincias, para apreciar todo el beneficio que recibían éstas con la caída del partido pompeyano y su desaparición de la escena política. Si una pluma menos respetable y autorizada que la del docto historiador filósofo que nos presta luz en esta materia (2), nos hubiese trazado el verídico cuadro de la situación en que se hallaba el mundo romano al reconsti

(1) Cuando hablaba César de la jornada de Munda solía decir: «Muchas veces peleé por ganar honra y gloria; mas aquel día fue por salvar la vida.»

(2) Teodoro Mommsen, en su excelente Historia de Roma.

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