de otra parte hostilizado por Cayo Marcio, hijo del municipio. Su flaco por los dictadores se mostró en las guerras civiles: el pres tigio de los grandes nombres hacía latir su corazón con entusiasmo. Fiel aliada de César, cerró sus puertas á los partidarios de Pompeyo: uno de sus soldados fué aquel Pompeyo Niger que respondió al desafío altanero de Antistio y sostuvo contra él, en presencia de los dos ejércitos, uno de aquellos combates personales como los que leemos en Homero y Tito Livio. Augusto la halló dócil, sumisa, lisonjera: vióla acuñar moneda representando su cabeza radiata y sobre ella un lucero, dándole su inscripción el nombre de Divino: más aún, la vió erigir un templo á su genio. Sobresalieron los hijos de Itálica en el amor de la gloria y en el culto generoso de los grandes talentos: Silio, la abeja de Virgilio, aquel Silio peregrino que cantó la segunda guerra púnica con los ecos de la lira del Mantuano, compró el campo donde reposaban las cenizas de éste, y la casa donde compuso Cicerón sus famosas Cuestiones académicas; Trajano y Adriano dieron á las artes un impulso prodigioso, y cubrieron de monumentos la vasta extensión del Imperio. No es de extrañar que el pequeño municipio italicense, tan dotado de instintos de verdadera grandeza y magnificencia, prefiriese á su independencia la identificación con la fastuosa Roma, y que al presenciar las huellas de deslumbradora cultura que el sabio Adriano iba dejando por doquiera que pasaba con su escolta de arquitectos, escultores, poetas y filósofos, resolviese sacrificar sus libertades municipales por imitar en todo, como colonia, las leyes, usos y costumbres de la floreciente metrópoli. Lo que verdaderamente nos causa extrañeza es que no comprendiese Adriano la causa filosófica de esta preferencia, si es cierto, como cuenta Aulo Gelio, que en la oración que pronunció en el Senado con motivo de la aspiración de sus paisanos de pasar de municipio á colonia, declaró que no podía menos de admirarse de aquella pretensión (1). Adriano sin embargo debía conocer bien la índole de sus paisanos. Un ingenioso escritor inglés dice que las ruinas de la antigua Itálica asoman hoy de trecho en trecho, entre olivares y (1) D. Hadrianus in oratione quam de Italicensibus, unde ipse ortus fuit, in Senatu habuit, peritissimè disseruit: mirarique se ostendit, etc. « matorrales, como denegridos huesos de gigantes medio insepultos; y así es en efecto. Todo aquel espacioso campo de soledad, que se recorre desde el miserable pueblecillo de Santiponce hasta el lugar donde asienta el arruinado anfiteatro, está lleno de argamasones y montículos artificiales que convidan al arqueólogo á fecundas exploraciones. Cree uno de pronto ver surgir de entre aquellos olivos rocas informes, y examinadas luégo, se reconocen como trozos de antigua muralla, y el suelo que se pisa, como depósito de seculares ruinas. El mármol y el ladrillo romano de gran magnitud están revueltos entre los terronés, y el inculto labrador de Sevilla la vieja no sabe si al romper aquella tierra con su arado remueve cenizas de los Ulpios y de los Traios condenados á perpetua intranquilidad en expiación de lo mucho que inquietaron al mundo. Edificio antiguo que descuelle un estado sobre la haz de la tierra, ninguno queda, á no ser el mencionado anfiteatro: los que se supone fueron termas, foro, palacio, etc., no presentan hoy á los ojos del desconsolado anticuario más que alguna pequeña parte de su recinto inferior, la implantación de algunas paredes, y algunos trozos de fábrica, suficientes por la admirable calidad, magnitud y variedad de sus ladrillos, y por su soberbia construcción, para hacernos deplorar amargamente la inferioridad artística de la civilización que arrolló y sepultó á la antigua y que suponemos destinada á regenerar el mundo (1). Del que se cree palacio de Trajano debió conservarse una gran parte hasta mediados del pasado siglo: el terremoto de 1755 acabó de arruinarlo, y de él se han extraído en nuestros días grandes fragmentos de estatuas, reducidas á poco más que los ropajes, y que dicen algunos ser las de Junio Bruto, Minerva y Trajano; otros las de los tres emperadores Nerva, Trajano y Adriano. Estas preciosas reliquias, desenterradas por el ilustrado celo de los señores Bruna y Ar (1) Supone Ford que la casa llamada de baños es el recipiente de un gran acueducto que mandó construir Adriano para llevar á Itálica las aguas desde Ptucci ó Tejada. jona, se conservan hoy, juntamente con los preciosos productos de otras excavaciones posteriores (1) en las galerías bajas ó paό tios del museo provincial, donde pueden los aficionados estudiar con mediana comodidad el carácter de la escultura procedente de Itálica (2). Entre estos fragmentos, llamaron singularmente nuestra atención una arrogante cabeza de Minerva, una pequeña Venus, uno ú dos bustos de emperadores de los mejores tiempos del arte romano, y sobre todo dos bellísimos torsos, rotos ambos por encima de la rótula, uno de los cuales parece una felicísima repetición del Antinoo, y el otro ofrece un manto admirablemente plegado que recuerda no poco el del Apolo de Belvedere. No por su belleza, sino por su carácter bárbaro, atrajo por largo tiempo nuestra contemplación una media estatua colosal que había en el patio primero ó de entrada, y que desde luego se nos representó como obra de rudas manos visigodas. No aseguraremos que lo sea; hoy, por el contrario, después de bien tamizado nuestro recuerdo, creemos que podría con mayor fundamento atribuirse esa curiosa reliquia á la época de Teodosio, tan infeliz y decadente para las artes: porque si bien en todos los tiempos de ignorancia, por más apartados que estén unos de otros, se reproducen los mismos fenómenos, no parece probable que después de la irrupción de las hordas del Norte, (1) Los señores Bruna y Arjona fueron los primeros que extrajeron de las ruinas de Itálica en el presente siglo los restos preciosos que llenaban los salones bajos del alcázar. Posteriormente emprendió allí nuevas excavaciones D. Ivo de la Cortina, á quien se deben la mayor parte de los objetos expuestos en el piso bajo del Museo de la Merced. No sabemos si fueron las ruinas de la ilustre Colonia objeto de alguna seria exploración arqueológica en los días de Ambrosio de Morales y de Rodrigo Caro; pero en el siglo pasado las estudiaron, principalmente en lo relativo al anfiteatro, el conde del Aguila y el P. Flórez, quienes, auxiliados de entendidos dibujantes y arquitectos, nos legaron una puntual Ichnografía de dicho monumento con su correspondiente alzado. Publicó además el último una porción de inscripciones interesantísimas, y muy curiosas medallas en que perpetuó su nombre la insigne cuna de tántos laureados varones. (2) Esta escultura, si hemos de juzgar por los fragmentos descubiertos, no pertenece toda á la época de la decadencia del arte, como asegura Ford. Hay objetos evidentemente producidos en su época más floreciente. conservase Itálica la importancia que se colige de la erección de tales estatuas en sus plazas ó monumentos. De las referidas excavaciones se han sacado además columnas, capiteles, pedestales, cipos con inscripciones votivas y otra multitud de objetos (1), recogidos unos con amor y generosa codicia, desperdiciados otros por la grosera ignorancia, vendidos algunos á los extraños por el vil interés; los cuales, ya ilustran las galerías del citado museo de Sevilla, ya excitan la admiración de los viajeros en las colecciones de Berlín y Londres, ya aumentan el prestigio del memorable convento de S. Isidoro del Campo, ya dan solemnidad á las miserables paredes del pueblecillo de Santiponce en que se hallan incrustados, ya finalmente volvieron á soterrarse, hechos menudos fragmentos, entre las escorias de los basureros, para no volver nunca á la luz. ¿Quién creyera que han podido en nuestros días descender hasta este último destino más de cinco ó seis preciosos mosáicos, no bien fueron allí descubiertos? Se comprende hasta cierto punto que haya desaparecido casi por completo el soberbio pavimento desenterrado en 1800 (2), preservado algún tiempo por el honroso celo del pobre monje que lo cercó para hacerle inaccesible (1) Citaremos los más notables: en S. Isidoro del Campo se conservan varias columnas, algunas de ellas partidas: la más digna de mención es una de mármol de 25 piés de altura, que sostiene una cruz en el centro del vestíbulo que conduce á la iglesia. El P. Flórez señala en el propio convento dos pedestales con inscripciones que contienen una dedicación del teniente pretor y curador de Itálica, Aurelio Julio, al emperador M. Aurelio Probo, y otra de la républica italicense al emperador Caro. En el patio del apeadero del mismo convento señala una inscripción sepulcral, muy singular por su forma. Otras dos memorias sepulcrales consignó en sus Antigüedades Ambrosio de Morales: de las lápidas que las contenían no queda ya memoria. En el patio grande del Museo provincial de Sevilla llamó nuestra atención, entre otros objetos interesantes, la dedicación de una ara á Valio Maximiliano por haber pacificado la Bética, y un pedestal, probablemente de estatua, dedicado á Baco bajo el nombre de padre libre, con tanta frecuencia usado en la antigüedad, por un edil de los juegos escénicos. Tiene esculpidos este pedestal, al costado derecho un vaso ó ánfora de elegante forma, y al izquierdo una pátera. Estos objetos pertenecen á las excavaciones hechas por D. Ivo de la Cortina. (2) Esta es la fecha que consigna respecto de este descubrimiento Ceán Bermúdez en su Historia de la pintura, ms. inédito que conserva la Real Academia de San Fernando. |