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rescataba parte de las riquezas que le habían robado los procónsules; los navieros de Híspalis y de todo el litoral en los tiempos corrompidos de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, llegaron á hacerse célebres en Roma, y si hemos de creer á Horacio, hasta las más nobles damas cedían á la fascinación que les causaba el lujo de nuestros traficantes. En cambio, aceptaba de la señora del mundo la lengua, las leyes, la religión, la literatura, las artes y no pocas de sus costumbres. Rivalizó con ella en producir poetas y escritores: los Sénecas, Lucano, Floro, Silio Itálico, Columela y Pomponio Mela, mantuvieron dignamente el puesto al lado de los escasos aunque elevados genios del siglo de Augusto; erigió edificios sagrados imitando el Panteón, el templo de Júpiter Stator, el de la Concordia, foros á la manera del de Julia y del de Augusto, capitolios como el reconstruído por Domiciano, anfiteatros como el de Flavio, circos como el Máximo, termas como las de Diocleciano; tomando por último del pueblo-rey aquella hermosa religión del agradecimiento que algunos definen memoria del corazón, y que nosotros llamaríamos única religión de Roma, consagró magníficos sepulcros de mármoles de España y de Numidia á los hombres que habían merecido bien de sus res pectivos municipios y colonias.

CAPÍTULO XI

Principios del cristianismo en las provincias de Sevilla y Cádiz.
Las iglesias de los tres primeros siglos

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A civilización romana, brillante bajo muchos aspectos, sancionaba la esclavitud: en el gran círculo del politeísmo la caridad no tenía cabida; la dignidad humana no existía para los adoradores de la fuerza. Fuerza y virtud eran para los romanos una cosa misma. El hombre de por sí nada era si no ostentaba el título de ciudadano: la ciudad, el Estado lo era todo.

El cristianismo, doctrina de libertad y de emancipación, de caridad y de igualdad, trasladando al corazón y á la conciencia, al hombre interior y moral, sin distinción de clases, la cadena de hierro que sujetaba á las naciones vencidas y á los esclavos, pugnaba de frente con las antiguas instituciones, base de la servidumbre legal, en virtud de las cuales no era digno de la libertad el que no fuese romano, ni era otro su destino en la tierra que servir y proporcionar placeres á los Césares, al Senado y al pueblo-rey.

Mientras el Imperio deificaba el orgullo y propagaba el culto de los sentidos, la religión del Crucificado, predicando la humildad y el propio sacrificio, iba haciendo numerosos prosélitos. Llegó la época de que el coloso nacido en el Capitolio y la modesta Esposa de Jesucristo se encontrasen en las naciones más poderosas y florecientes, profesando doctrinas enteramente contrarias, con aspiraciones y tendencias opuestas; y el romano altanero, desconociendo en la Santa Iglesia á la que había venido al mundo para regenerarle, la miró unas veces con desdén, otras con odio, dejándola hoy en libertad como indigna de perturbar su serenidad terrible, persiguiéndola mañana cruelmente como persigue tal vez el rey del desierto al insecto que con su zumbido le importuna.

Crecía el Imperio: crecía también la hermosa religión de Cristo. Pero la divina inspirada clamaba por boca de sus apóstoles y nuncios con tanta elocuencia, con tan irresistible poder, que en el mismo palacio de los Césares hallaban eco sus eternas verdades: y al tiempo que esto sucedía, los ídolos de los falsos dioses se bamboleaban próximos á una espantosa caída, los flámines y magos y agoreros se miraban unos á otros riendo de su propia incredulidad; y el esclavo á quien azotaban, retenía en su corazón con esperanza aquella voz consoladora que le decía: tu alma es libre é imperecedera; y el dueño que le maltrataba, oía en su conciencia aquella otra verdad humillante: toda carne es vileza y corrupción. La revolución estaba hecha en las ideas.

Pero sucede que por virtud de la ley de inercia que á la humanidad domina, desde que una institución se desacredita hasta que los hombres la condenan, transcurren siempre largos años, y no es de extrañar que la ruina del politeísmo no fuese inmediata á la desorganización moral é intelectual que se apoderó de Roma al morir Augusto, y que pasaran cerca de cuatro siglos desde la providencial constitución del Imperio hasta el día en que, dócil éste al mandato del gran Teodosio, tendiese

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sus brazos decrépitos á la Fe regeneradora que por tanto tiem po se le había estado brindando llena de amor. Era ya viejo el mundo romano cuando se decidió por el feliz consorcio; la verdad, que nunca envejece, brillaba en la ley de Cristo, fecunda, joven y activa: aún halló fuerzas el magnánimo emperador para levantar en peso el Oriente y el Occidente y ponerlos bajo las copiosas aguas de la purificación que corrían del seno de la Iglesia: el mundo romano se vió regenerado; pero los Césares, en castigo de su larga obstinación, no engendraron reyes cristianos para las naciones en que habían dominado, y la Fe recibió el encargo de santificar á los impetuosos conquistadores del destrozado Imperio.

La Bética, como provincia tan principal, y tan identificada con Roma por el gran número de familias senatorias que habían venido á poblar sus municipios y colonias, por el gran comercio que con ella entretenía y por la multitud de vías que facilitaban sus comunicaciones con la metrópoli, podía en cierto modo jactarse de ser su directora desde que la había dado emperadores como Trajano y Adriano, cónsules como Balbo, oradores como Porcio Ladrón, filósofos como Séneca y Lucano.

En la lenta y simultánea marcha de las dos civilizaciones, al paso que la antigua camina de conquista en conquista asolando la tierra y llenándola de pavor con el vuelo de las águilas romanas desde el Báltico hasta el mar de la India, la nueva se apodera de los corazones, va paulatinamente extendiendo por el mundo de la voluntad y de la inteligencia el imperio del amor, crucificando las malas pasiones, penetrando en el cerebro del filósofo y del niño, en el alma del siervo y de su señor, y disponiendo al universo desde la bárbara Panonia hasta la disoluta Corinto á pedir á voces la santa libertad de la Cruz. Y esta civilización admirable ¿no había de hallar dignos y elocuentes intérpretes en la sosegada provincia cuyos ingeniosos hijos mantenían el decoro intelectual de Roma, hallándose por su posición apartada del teatro de las guerras y tan dispuesta, por el influjo

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