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de las doctrinas estóicas, á la discusión racional de las grandes verdades morales?

Los halló en efecto, y una de las mayores glorias de la Bética consiste en que, á pesar del odio que á la nueva religión profesaba la prepotente aristocracia senatorial, recibió la semilla del Evangelio con tanto amor y entusiasmo, que fructificando en ella desde luego, produjo iglesias cuyos pastores figuran entre los primeros luminares de la cristiandad. Erigían templos y aras los andaluces á Isis y Sérapis, á Venus ó á Salambo, á Marte, Hércules, Pantheo, la Piedad, el Evento, la Victoria, etc., y al mismo tiempo, al pié quizás de los muros consagrados á las falsas divinidades, humeaba el puro incienso quemado en honor del Dios verdadero por los fieles discípulos de aquellos siete Varones apostólicos enviados por S. Pedro y S. Pablo á evangelizar la España meridional.

No entran en nuestro cuadro las conversiones hechas por éstos en el territorio accitano, ni el conjeturar los interesantes pormenores ocurridos en la de la afamada dama Luparia, que supone la tradición construyó una iglesia cristiana, la primera tal vez que existió en la Bética. Tampoco podemos extendernos á sacar del caos de nuestra historia eclesiástica primitiva fantasías verosímiles y probables acerca de las iglesias fundadas por S. Cecilio en Iliberi, S. Indalecio en Almería ó Urci, S. Eufrasio en Iliturgi y S. Ctesifón en Berja. Pero nos es dado presentar como uno de los frutos más tempranos del cristianismo en la provincia de Sevilla la predicación del santo mártir Geroncio, primer obispo de Itálica, cuya voz persuasiva hacía ya estremecer los ídolos más de dos siglos antes de sepultarlos en el fango el edicto de Teodosio (1). Esicio, varón santo en

(1) La autenticidad del Oficio propio de S. Geroncio y de su Himno en el Misal godo, está sólidamente probada por el P. Flórez. Esp. Sagr., trat. 38, cap. 4. Opinamos que el martirio de este santo, alumno y compañero de los Apostólicos, puede referirse á los tiempos de Domiciano, aun cuando carecemos de pruebas de que esta segunda persecución se extendiese á España.

por

viado de Roma, fundaba hacia el mismo tiempo la iglesia de Carteya en la costa del Estrecho, y estos dos prelados fueron como los ángeles diputados por el Eterno para anunciar la buena nueva en la hermosa región que se extiende del Betis á Calpe (1). Se explica, aunque nos faltan comprobantes históricos, que la predicación de estos insignes varones fuese recibida las almas sedientas de fe y de justicia como la voz misma de aquel Dios desconocido á quien presentía y no acertaba á comprender el mundo antiguo (2): tan monstruosa era la transformación que el paganismo había sufrido presentando á la adoración de los pueblos la inmundicia y las torpezas de sus dueños, sustituyendo á los dioses desconceptuados y escarnecidos las personas de los emperadores; tan irritante era la tiranía de éstos; tánto imperio iban paulatinamente tomando las ideas. de las sectas estóica y neoplatónica, refugio de la razón contra el libertinaje intelectual de Roma. El cristianismo, único faro de salvación, único amparo y esperanza de la parte mayor de la humanidad, á quien otra parte mínima subyugaba, oprimía y envilecía, no podía menos de ser recibido aquí como en todas las otras provincias del Imperio, aun cuando se opusiesen tenazmente á su propagación los interesados en la perpetuidad del estado antiguo, los Césares y sus favoritos, el Senado, la clase sacerdotal, la curia y los legistas. Él quebrantaba las cadenas del esclavo, reorganizaba la familia, santificaba el matrimonio, rehabilitaba á la mujer, ennoblecía la patria potestad... No era sistema político el cristianismo, ¿pero cómo había de durar el Imperio con sus deformidades y sus execrables excesos, cuando

(1) Los dos, Esicio y Geroncio, fueron sin duda obispos regionales sin silla determinada al principio de su misión, pero finalmente la fijaron el uno en Carteya y el otro en Itálica. Véase al citado Flórez, el Breviario gótico y el Martirologio

romano.

(2) Refiere Estrabón que los españoles adoraban á un Dios innominado, á quien festejaban en el plenilunio; en lo cual sin duda se apoyó S. Agustín (De civit. Dei, libro VII, cap. 9) para contar á los españoles entre los pueblos antiguos que adoraban á un solo Dios autor de lo criado. S. Pablo también halló en Atenas un altar consagrado al Dios desconocido (ignoto Deo).

la luz evangélica hubiese esclarecido y elevado los espíritus? De aquí que la nueva religión, lisonjera al pueblo, favorable á la mujer y á todo sér oprimido, grata á las personas de ánimo justo y recto, pero contraria á la aristocracia romana considerada como cuerpo colectivo y privilegiado, fuese alternativamente tolerada, menospreciada, exaltada, perseguida, según las fluctuaciones de los que pugnaban por su triunfo ó por su extinción.

En los tiempos de tolerancia, cuando á los mismos Apóstoles era accesible el palacio de los Césares y cuando los propagadores de la verdad hallaban prosélitos entre los mismos presidentes y procónsules, ¿qué mucho que en las naciones del Occidente se fuesen erigiendo templos al Crucificado, aquí humildes y pequeños, si allá grandes y lujosos, ora sombreando las venerandas tumbas de los mártires, en forma de modestas capillas, cabe los cementerios, ora rivalizando en belleza arquitectónica con los templos de los ídolos?

Créese generalmente que hasta la paz dada á la Iglesia por Constantino no tuvieron los cristianos en los países sujetos al Imperio Romano edificios de uso público consagrados al culto. Supónese que sus reuniones sólo se verificaban en las casas particulares de los fieles y en los cementerios y catacumbas, y que en estos lugares celebraban secretamente los Divinos Oficios y recibían los Sacramentos. Este es un error. Mientras el cristianismo no salió del estrecho ámbito de la Judea, y en aquella época de su infancia en que las oblaciones de los escasos poderosos convertidos se consumían en el sustento de los pobres y de la naciente grey, no era posible que erigiese templos, ni aun capillas. Harto hacían los hijos espirituales de un S. Pablo, que en Corinto ganaba el sustento ayudando á Aquila á hacer tiendas de cuero para los soldados, con ceder á sus hermanos sus reducidas viviendas y convertir sus cenáculos en oratorios.

Pero cuando el rebaño de Jesucristo fué creciendo é ingresa

ron en él prefectos, senadores, procónsules, hombres acaudalados, ni siquiera se concibe que no se erigieran iglesias por do quiera que fuese cundiendo la luz del Evangelio. No faltaba por cierto la necesidad de ellas habiendo instituído Cristo sacrificio y sacramentos, oración y predicación. Tampoco faltaba el arte de construir: ni faltaba por último libertad para edificar desde que Tiberio había propuesto al Senado se colocase al Salvador en el número de los dioses del Imperio, y amenazado con pena de muerte á cualquiera que osase inquietar á los cristianos. ¿Qué se opone, pues, á que los primitivos fieles tuviesen sus edificios sagrados, no sólo privados, sino también públicos y comunes? Que no todos los emperadores se condujeron con ellos como Tiberio y otros igualmente tolerantes, sino que desde muy temprano empezó la Iglesia á experimentar los sangrientos rigores de un Nerón, de un Domiciano, de un Septimio Severo, etc.; mas esto no obsta, porque, en los días aciagos de la persecución, los que sustraía Dios al brazo de los ejecutores se congregaban secretamente ya en las casas particulares, ya en los lugares desiertos, en los cementerios, en las minas y subterráneos que en Roma tomaron el nombre de catacumbas; y cuando volvía á serenarse el cielo, volvían ellos á levantar sus capillas y oratorios. Sobre los mismos cementerios, ó cerca de su recinto, era donde principalmente construían los cristianos aquellos pequeños edificios que llevaban el nombre de altares, confesiones, memorias y aun martirios, los cuales, transcurriendo el tiempo y en las épocas de tolerancia, se ensanchaban y convertían en basílicas é iglesias espaciosas.

No escasean por cierto los documentos que prueban que los cristianos erigieron iglesias públicas en todas las provincias romanas desde la instalación de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo en la ciudad de los Césares. De conformidad con estos documentos, vemos á los inmediatos sucesores del Príncipe y Cabeza de la Iglesia prescribir reglas acerca del culto y su disciplina, de la división de las parroquias y de la consagración de las basíli

cas; hallamos en las Constituciones Apostólicas la descripción detallada del edificio de la iglesia con la designación y explicación de cada una de sus partes; y leemos finalmente entre las respetables tradiciones de la antigua Iglesia española, que pocos años después de la muerte de Cristo, vieron con asombro edificación los habitantes de Acci levantarse un templo y un baptisterio al Dios crucificado en el Gólgota.

Christi famula adtendens obsequio
sanctorum, statuit condere fabricam,
quo Baptisterii undæ patescerent,

et culpas omnium gratia tergeret (1).

y con

Tuvieron de consiguiente los cristianos en la Bética edificios sagrados, verdaderas iglesias desde los tiempos apostólicos. Y que no fueron solamente oratorios privados, es cosa manifiesta, dado que hasta la persecución de Nerón no hubo motivo para que ocultasen sus creencias los convertidos al Dios de Nazareth, que seguramente no serían tan pocos como el moderno escepticismo supone (2). Luégo tuvieron largos años de paz hasta la persecución de Valeriano y Galieno, ocurrida á mediados del siglo III, sólo interrumpidos tal vez por las feroces humoradas de Domiciano; y aun parece racional la conjetura de que al entrar

(1) Himno del Oficio gótico de los siete Apostólicos.

(2) El historiador Romey es uno de los que más insisten en esta equivocada idea, á la cual oponemos nuestras más antiguas y veneradas tradiciones. El verso

hæc prima fidei est via plebium

del himno de los Siete Apostólicos da bien á entender que no fué estéril para la conversión del pueblo accitano el milagro que obró Dios en favor de aquellos santos varones; además de que, en el exordio del § 1.° de la misa de los mismos Apostólicos, conforme se halla en el antiguo Códice Emilianense, sacado sin duda del Leccionario Complutense, anterior á S. Julián y al siglo vii, se leen estas memorables palabras sobre el fruto que aquellos evangelizadores recogieron en la Bética: In quibus urbibus commorantes ceperunt de inicio vite inmortalis predicare. Sicque factum est, ut dum famuli Dei celestia dona impertiunt, magnum sanctæ ecclesiæ credentium fructum adquirunt. Adque ita sicut ab apostolis missam doctrinamque acceperunt, per Ispaniam ordinatis episcopis supradictis urbibus tradiderunt (sic).

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