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hemos recordado. Las sagradas ceremonias del nuevo culto lo mismo podían celebrarse en el alto cenáculo que en la cámara subterránea, lo mismo en el cubículo de la catacumba que en la espaciosa sala de la escuela. Una cruz, un ara, una fuente bautismal podían colocarse en cualquiera parte. Ora sirviese de secreto redil á la nueva grey la morada particular de algún recién convertido, ora explayase la augusta santidad de sus ritos bajo la tolerancia de un procónsul humano y generoso, en un edificio construído al intento, ora perseguida y vergonzante, ora consentida y llamada á sacar de la oscuridad de los escondrijos la majestad de sus misterios, la verdad persuasiva de sus dogmas y la belleza de su moral, siempre en la Iglesia de Jesucristo brilló aquel divino carácter de universalidad que la hizo desde su nacimiento adaptable á todas las circunstancias y situaciones. Pero es evidente que si bien la forma del edificio religioso pudo variar hasta lo infinito, y varió en efecto de una manera radical, ya en el oriente respecto del occidente (1), ya en el mediodía respecto del septentrión, no así el lenguaje figurado que servía de arte decorativo, no así los emblemas y alegorías, el simbolismo en suma, que entrañaba verdades uniformemente promulgadas en todas partes. Menos aún podía la Bética separarse en este punto de Roma, que era su modelo y su maestra, y con la cual conservaba su Iglesia las íntimas y frecuentes comunicaciones de que nos da irrecusable testimonio

(1) El que desee adquirir las escasas noticias que suministran los libros á falta de monumentos sobre la forma de las iglesias del oriente anteriores á la paz de Constantino, debe acudir á las descripciones, desgraciadamente truncadas é incompletas, de los historiadores y escritores sagrados contemporáneos. Eusebio de Cesarea hace mención de algunas construídas en Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y otras ciudades importantes. Sus plantas eran de todo punto singulares, ya circulares, ya poligonales, ya paralelógramas: sus cubiertas, de bóveda ó cúpula. Las formas macizas del arte romano no hallaron cabida en estas construcciones, notables particularmente por la ligereza, esbeltez y gracia propias del genio oriental.

Es curioso investigar la influencia del arte de la Siria, Persia y Jonia en las obras de los primeros cristianos del oriente; pero este asunto no entra en el cuadro de nuestros estudios actuales.

el ver á los prelados reunidos en Elvira seguir siempre en los casos de discordancia ó duda los ritos y usos romanos. Además, todo debe suponerse común y uniforme en la Iglesia católica de aquellos tiempos, anteriores al Cisma, en que las dos comuniones griega y latina eran una sola, en que el grande Osio preside los concilios de Nicea, de Arlés y de Sárdica, y en que la denodada hueste de tantos obispos y diáconos españoles, gloriosos defensores de la verdad contra los errores de los arrianos y donatistas, acude presurosa de occidente á oriente y del mediodía al septentrión para pelear en aquellas memorables trincheras de la Iglesia universal.

Respecto del culto público, los cánones de Elvira nos revelan una circunstancia que bastaría por sí sola, á falta de otras, para probarnos la acrisolada fe de los cristianos de la Bética, y es, que aun en aquellos períodos de recrudescencia en que los emperadores gentiles perseguían con tánto encarnizamiento la religión de Jesucristo, se celebraba el sacrificio en las iglesias. Asistían á él todos los fieles, y el que dejaba de acudir al templo tres domingos consecutivos, quedaba privado de la comunión por cierto tiempo. Esto manifiesta que los cristianos vivían tan adheridos á sus iglesias, que no se separaban de ellas sino por muy pocos días cuando les era absolutamente indispen

sable.

El sacrificio se celebraba diariamente, pero aconsejaba la prudencia que no se obligase á los fieles á la asistencia diaria al templo: reputábase sin embargo término suficiente para esquivar las persecuciones, el de tres semanas. Los prelados además indicaban el día y el lugar para la celebración de las reuniones extraordinarias, y para esto se valían del ministerio de los diáconos, los que uno á uno iban avisando á todos.

Sobre la existencia de las parroquias en estos tiempos no cabe la menor duda. Ya antes, por los años 290, el papa Dionisio en su epístola 2.a había mandado al obispo Severo que hiciese en la provincia Cordobesa la división de iglesias parro

quiales y las constituyese (1): de modo que debe creerse que la asistencia á la misa y la comunión habían de verificarse precisamente en iglesias determinadas. Parroquias había muchas; faltarían quizá obispos; mas no por esto quedaban las diócesis abandonadas, pues á falta de prelados y presbíteros, era lícito dar á los simples diáconos el gobierno de la plebe (2). Si no fuera ya considerable el número de las iglesias en la época que venimos examinando, juzgamos que el canon en que se permite al lego bautizar al catecúmeno en peligro de muerte (3) habría sido concebido en términos muy diferentes: Yendo en una nave lejos de tierra, ó si no hubiere á corta distancia una iglesia, dice el concilio, puede un fiel que tiene integro su bautismo, y no es bigamo, bautizar al catecúmeno que se halla gravemente enfermo. De aquí parece deducirse que si bien no habría iglesias en todas las aldeas y lugares de España, no faltarían en casi ninguna de las poblaciones principales. Pruébase asimismo por estos cánones de Elvira que ya los obispos y clérigos tenían audiencia ó jurisdicción forense, entendiéndose ésta no sólo del foro penitencial, sino del exterior judicial (4).

Acerca del orden con que se celebraban los divinos oficios, parece fuera de toda duda que perseveraba el introducido por los siete Apostólicos, en lo principal conforme con el prescrito por S. Pedro para Roma y para todo el Occidente. Uniforme en toda la Iglesia católica (5) en cuanto á la sustancia,

(1) Que había parroquias establecidas en tiempo del concilio de Elvira, lo prueban también las firmas de los presbíteros que asistieron á él como párrocos. (2) Can. 77. Si quis diaconus regens plebem sine episcopo vel presbytero, etc. (3) Can. 38.

(4) Can. 74. Falsus testis, prout est crimen, abstinebitur, etc.

(5) Como ya en el siglo I había infinitas herejias, para diferenciar á sus secuaces del gremio de la Iglesia verdadera, dieron á esta los PP. Iliberitanos el nombre de Iglesia católica. Por la misma razón en todos los antiguos concilios suscriben los obispos fieles como obispos de la Iglesia católica, para distinguirse de los que no lo eran, como los novacianos, los donatistas, etc. En la ley 2 del Cod. Theodos. de fide catholica, se dice que deben llamarse cristianos católicos los que abrazan la religión que siguen Dámaso, romano Pontifice, y el Patriarca de Alejandria.

ó en cuanto á la consagración de la materia (1), variaría quizás en las diferentes localidades respecto del modo, número y orden de las oraciones de la misa. Cuando instaba la persecución, sería la liturgia breve y reducida á lo puramente indispensable, con la oración dominical, el ofertorio y la consagración; cuando había paz y sosiego, el oficio se explayaría en preces y se dirían las siete acostumbradas oraciones que según S. Isidoro se derivan de la evangélica y apostólica doctrina. Consta en efecto por testimonio de Santos Padres inmediatos á los apóstoles, que al tiempo del sacrificio se usaban varias preces, darse la paz, ofrecer, dar gloria á Dios, hacer gracias, bendición, etc.; lo cual pide diversas oraciones, y además una liturgia ya escrita no pareciendo probable ni conveniente que se fiase todo á la memoria. Consta asimismo que había lecciones del Nuevo y Viejo Testamento. Nada se opone en suma á que lo sustancial de la liturgia estuviese escrito, sin que tuviesen las partes todo el complemento que con el tiempo se les fué acrecentando; porque empezar, crecer y perfeccionarse, es la condición natural de todas las

cosas.

No era permitido á los catecúmenos asistir á las oraciones y ceremonias propias de los bautizados. Antes del concilio de Orange celebrado en tiempo de Teodosio el menor, ni aun siquiera se les consentía oir la lectura de los Evangelios. Podían los que se instruían y preparaban para recibir el agua regeneradora del bautismo asistir en la iglesia á ciertas oraciones, así en maitines y vísperas como en la misma misa; pero en los rezos de aquellas horas, al dar el obispo la bendición debían apartarse ó desviarse de la grey cristiana, para que no creyeran que la bendición de los fieles les pertenecía á ellos; y en igual ocasión durante la misa debían retirarse de la iglesia. La bendición que se daba á los catecúmenos constaba de otras palabras y rito que la de los iniciados.

(1) V. al Card. de Bona, Rer. liturgic. lib. I, cap. 7, núm. V.

Después que los catecúmenos y penitentes evacuaban la iglesia, comenzaban las ofrendas. Avergonzábanse los cristianos de acudir al templo para pedir á Dios mercedes, y hasta la misma vida eterna, sin llevarle algo de las cosas perecederas de la tierra. En muchos de los primeros concilios este generoso sentimiento se convierte en precepto, y se manda que no se presenten los fieles sin ofrenda. Llevábanse estas ofrendas al altar, señaladamente los domingos, durante la solemnidad de la misa; pero no podían ofrecerse indiferentemente todas las cosas. Unas se consideraban como convenientes á la majestad del altar y santidad del templo, pero otras los profanaban; y no solamente se condenaban las ofrendas profanas, sino además las supersticiosas (1). Reducía generalmente á pan y vino sus ofrendas la gente común: recibíanlo los sacerdotes, repartiéndolo entre los fieles y los clérigos pobres: otro tanto se hacía con el dinero que otros ofrecían por medio del diácono, el cual se quedaba para los mismos fines en el gazofilacio.

Este pan ofrecido á la Iglesia por la piedad de los fieles era el mismo que la Iglesia les devolvía consagrado y convertido en cuerpo de Jesucristo, en cuyo amor se consumaba con fraternal reciprocidad el santo comercio de caridad cristiana que tánta fortaleza comunicaba á los fieles para merecer la corona de mártires y confesores. De los panes presentados en el altar, sin reparar en su clase y figura, aunque procurando elegir el más blanco, tomaba el sacerdote para la consagración uno solo, de tal magnitud que todos los que comulgasen pudiesen participar de él. Porque la Iglesia en su antigua disciplina, para imitar más á Jesucristo y recordar su pasión, hacía pedazos el pan consagrado á fin de que los cristianos comiesen del mismo que consumía el sacerdote. Podía esto verificarse en la iglesias reducidas de aquellos tiempos, porque habiendo de comulgar de un solo pan todos los fieles ó iniciados que asistían al sacrificio, se concibe que si era

(1) Cuáles fuesen unas y otras puede verse en los CANONES APOSTÓLICOS 3.o y 5.°

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