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ción (1) al partido más popular, decretó contra los cristianos la sangrienta persecución á que los historiadores sagrados dan el nombre de era de los mártires. Los resultados de la debilidad de Diocleciano pueden adivinarse: al ceder á la exigencia de sus colegas, abdicó de su proyecto de restauración monárquica; al entregar los cristianos á la furia de la aristocracia romana, al someter á esta terrible prueba las fuerzas de la nueva religión, el triunfo fué para Jesucristo, el porvenir quedó asegurado á la Cruz.

Sería injusto culpar á Diocleciano por todos los martirios que los cristianos padecieron mientras ocupó el trono : ya hemos dicho que en muchas ocasiones hubo mártires sin que el nombre cristiano en general fuese perseguido, y que esto se verificaba cuando una circunstancia cualquiera, imprevista y fortuita, venía á destruir el equilibrio artificial que descansaba en la tolerancia del Imperio y en los progresos clandestinos del cristianismo. Es de suponer que ni siquiera llegarían á noticia del emperador las crueldades de vez en cuando cometidas por los Presidentes de las provincias, más que con el carácter de persecución religiosa, con el de castigos por delitos de subversión y subleva

ción.

Esta significación y no otra tiene el martirio de las dos santas patronas de Sevilla, Justa y Rufina. Fué cabalmente al año segundo de haber ascendido al Imperio aquel príncipe y al mostrarse más favorable á los cristianos, cuando el Presidente de la Bética, Diogeniano, decretó el martirio y la muerte de aquellas dos incontaminadas doncellas. Acaeció esto en el año 287 de Jesucristo, disfrutando la Iglesia de la Bética de la misma tolerancia que gozaban todas las otras religiones, ocupando públicamente la sede hispalense el dignísimo Sabino, que algunos años después asistió al concilio de Ilíberi, y durando aún en aquella tierra algunos de los antiguos cultos de los pueblos orientales

(1) ST. PRIEST, loc. cit. Dioclétien.-Son plan.-Sa trahison. Etc.

que tanto la habían cursado, como lo manifiesta el hecho mismo que dió ocasión á aquel doloroso martirio.

Las santas Justa y Rufina eran dos hermanas que vivían en Sevilla vendiendo vasijas de barro y haciendo mucho bien á los pobres. Se habían criado en la fe cristiana y no se mezclaban en ninguna de las prácticas religiosas de los gentiles. Llegó la fiesta en que se celebraba á la diosa Salambo: acertó á pasar el cortejo que acompañaba al ídolo por el lugar donde ellas tenían su puesto de cacharros, y habiendo sido requeridas las dos hermanas á dar ofrendas para la diosa, respondieron con inspirada y santa indignación que ellas no reconocían ni adoraban más que á un solo Dios, creador de cielo y tierra, despreciando aquel simulacro que no tenía vida ni sentido. Sobresaltadas al oir esta contestación las mujeres que llevaban la imagen en andas, sostenidas en sus hombros, la dejaron caer, destrozando con ella toda la hacienda de las dos pobres cacharreras. Estas, movidas de su horror al ídolo, y sin reparar en aquel detrimento, le arrojaron con menosprecio haciéndole pedazos. Los gentiles escandalizados las trataron de sacrílegas, y á voz en grito las declararon reas de muerte. Diogeniano, que gobernaba en Sevilla, las mandó comparecer ante su tribunal, y viendo su entereza, las atormentó de varios modos. No pudiendo vencer su constancia, las encerró en tenebrosa cárcel, en la cual sucumbió Justa, de hambre. Su hermana Rufina fué expuesta en el anfiteatro á un fiero león, mas no habiendo querido el animal dañarla, la quitaron la vida los verdugos quemando en el mismo anfiteatro su cuerpo. Es pues evidente que aún perseveraban en nuestro suelo por aquel tiempo reliquias de la religión y ritos de los babilonios y sirios; pero otra consideración más se desprende del lamentable caso de las dos santas doncellas, á saber, que el martirio de éstas pudo muy bien ser causa de que algunos cristianos poco prudentes, presumiéndose igualmente llamados por el cielo á recibir la palma de mártires, trataran de concitar contra el paganismo oficial los ánimos de los convertidos: en cuya

situación, no es de extrañar que los piadosos y sagaces prelados se vieran precisados á contenerlos, dictando medidas que más tarde tuvieron su fórmula concreta en el canon arriba citado, donde se prohibe venerar como mártires á los que fuesen muertos quebrantando los ídolos.

CAPÍTULO XII

El cristianismo bajo la paz de Constantino: período de transición

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os últimos hechos de la vida pública del politeísmo se suceden rápidamente. Galerio, Licinio y Magencio intentan en vano alimentar la llama que se extingue en los altares de los falsos dioses: sus mismos edictos sancionan la tolerancia de la religión de Cristo. Como ellos, Constantino promete la paz á la Iglesia, y el prodigio que acarrea su conversión le asigna un puesto de honor en la historia. Conságrase este príncipe á la reorganización del poder supremo y encuentra en los cristianos francos y decididos cooperadores. No miran éstos con celo sombrío su título de soberano pontifice; comprenden por el contrario que este título, que dió á los augustos el politeísmo, es providencial y pone en sus manos el derecho de destruirlo. En efecto, al establecer Constantino una nueva religión, no obra como príncipe, cónsul ó tribuno perpetuo, sino como pontifice supremo. Como tal, le estaban sometidos los flámines, los augures, los sacerdotes de todo el Imperio así en Europa como en Asia y en la Pentápolis del África. Como

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